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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

Un giro decisivo (6 page)

BOOK: Un giro decisivo
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—Nada de es que.

—Salvo, si dependiera de mí..., pero tenemos mucho trabajo en el despacho. De todos modos, lo intentaré.

—Entre otras cosas, quiero contarte algo que me ha ocurrido esta noche.

—Cuéntamelo ahora, anda...

—No, te quiero
taliare
, perdón, te quiero mirar a los ojos mientras hablo.

Se pasaron media hora hablando por teléfono. Y les habría gustado seguir más tiempo.

Pero la llamada le hizo perderse el telediario de Retelibera.

Pese a ello, encendió el televisor y sintonizó con Televigata.

En ese momento decían que, mientras ciento cincuenta inmigrantes clandestinos eran obligados a desembarcar en Vigàta, había ocurrido una tragedia en Scroglitti, en la parte oriental de la isla. Allí hacía mal tiempo, y una patera atestada de aspirantes a inmigrantes se había estrellado contra las rocas. De momento, se habían recuperado quince cadáveres.

—Pero el número de víctimas puede ser mayor —dijo un periodista, utilizando por desgracia una frase hecha.

Entre tanto, se mostraban imágenes de cuerpos de ahogados, de brazos que colgaban inertes, de cabezas echadas hacia atrás, de niños envueltos en inútiles mantas que ya jamás podrían dar calor a la muerte, de rostros desencajados de socorristas, de convulsas carreras hacia las ambulancias, de un cura que rezaba arrodillado. «Estremecedoras, sí, pero estremecedoras ¿para quién?», se preguntó el comisario. A fuerza de ver aquellas imágenes tan distintas y parecidas a la vez, uno acababa acostumbrándose a ellas. Uno las contemplaba, decía «pobrecitos» y seguía saboreando su plato de espaguetis con almejas.

Sobre el fondo de aquellas imágenes apareció la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese.

—En casos como éstos —dijo el redactor político estrella de la cadena— es absolutamente necesario recurrir a la frialdad de la razón y no dejarse dominar por la reacción instintiva de los sentimientos. Hay que reflexionar acerca de un hecho fundamental: nuestra civilización cristiana no puede desvirtuarse desde los cimientos a causa de las hordas incontroladas de desesperados y delincuentes que desembarcan a diario en nuestras costas. Esta gente representa un auténtico peligro para nosotros, para Italia, para todo el mundo occidental. La ley Cozzi-Pini, recientemente aprobada por nuestro gobierno, es, por más que diga la oposición, el único y verdadero baluarte contra la invasión. Pero oigamos a este respecto la opinión de un preclaro hombre político, el honorable diputado Cenzo Falpalà.

Falpalà era un sujeto con cara de pocos amigos.

—Sólo tengo un breve comentario que hacer. La ley Cozzi-Pini está demostrando su eficacia, y, si mueren los inmigrantes, ello se debe a que la ley permite que se persiga a los patrones que, en caso de dificultad, no tienen el menor reparo en arrojar al mar a los desesperados para no correr el peligro de ser detenidos. Sólo quisiera añadir que...

Montalbano se levantó de un salto y cambió de canal, más que enfurecido, abrumado por aquella presuntuosa estupidez. Los muy ilusos, a través de medidas policiales y decretos-ley, creían poder detener una migración que marcaría un período de la historia. De pronto recordó que una vez había visto, en un pueblo toscano, los goznes de la puerta de la iglesia vueltos del revés. Un lugareño al que había preguntado le contó que, en la guerra, los nazis encerraron allí a los hombres del pueblo y empezaron a arrojar bombas de mano desde arriba. Los hombres, presa de la desesperación, forzaron la puerta y consiguieron abrirla en sentido contrario al habitual. Muchos habían logrado escapar.

Pues bien: aquella gente que llegaba de los lugares más pobres y devastados del mundo llevaba dentro de sí una fuerza y una desesperación capaces de hacer girar los goznes de la historia en sentido contrario, a despecho de Cozzi, Pini, Falpalà y compañía, que eran a un tiempo la causa y el efecto de un mundo habitado por terroristas que mataban a tres mil norteamericanos de golpe, por norteamericanos que calificaban de «efectos colaterales» los cientos de civiles que perdían la vida en sus bombardeos, por automovilistas que despanzurraban a personas y no se detenían a prestarles ayuda, por madres que mataban a sus hijos en la cuna sin motivo, por hijos que estrangulaban a madres, padres, hermanos y hermanas por dinero. Un mundo de falsos balances que, según las nuevas normas, ya no tenían que ser considerados falsos; un mundo donde gente que debería estar en la cárcel no sólo gozaba de libertad sino que, encima, hacía y dictaba leyes.

Para serenarse un poco, siguió cambiando de canal hasta detenerse en la imagen de dos veleros muy rápidos que disputaban una regata.

—El esperado enfrentamiento entre las dos embarcaciones rivales de siempre, el «Stardust» y el «Brigadoon», está tocando a su fin, y todavía no conseguimos pronosticar cuál de ellas será la ganadora de esta interesantísima competición. La próxima virada será indudablemente decisiva —dijo el comentarista.

Apareció una vista panorámica desde un helicóptero. Detrás de las dos que navegaban en cabeza seguían otras diez embarcaciones.

—Están llegando a la boya —gritó el comentarista.

Uno de los dos veleros viró con suma elegancia, efectuó una trasluchada y cambió de bordada.

—Pero ¿qué le ocurre al «Stardust»? Aquí hay algo que no marcha —dijo el comentarista en tono alterado.

El «Stardust» no había dado la menor señal de querer efectuar el giro. Al contrario, navegaba con más fuerza que antes, con el viento de popa. ¿Cómo era posible que no hubiera reparado en la boya? Y entonces ocurrió lo nunca visto. El «Stardust», evidentemente fuera de control, tal vez con el timón ingobernable, embistió con violencia contra una embarcación que se interponía en su camino.

—¡Es increíble! ¡Ha alcanzado de lleno al barco de los jueces de la regata! ¡Ambas embarcaciones se están hundiendo! ¡Ya se acercan los primeros auxilios! ¡Es increíble! Parece que no hay heridos. ¡Pueden creerme, amigos, en todos los años que llevo retransmitiendo competiciones náuticas, jamás había visto nada parecido!

Y aquí al comentarista le entró la risa. Montalbano también se rió mientras apagaba el televisor.

Durmió muy mal, acosado por pesadillas de las que se despertaba sobresaltado. Una le llamó especialmente la atención. Se encontraba en compañía del doctor Pasquano, que se disponía a practicarle la autopsia a un pulpo.

Nadie parecía sorprendido. Pasquano y sus ayudantes se comportaban como si se tratara de algo normal. Sólo Montalbano estaba desconcertado.

—Perdone, doctor —preguntaba—, pero ¿desde cuándo se practica la autopsia a los pulpos?

—¿No lo sabe? Es una nueva disposición ministerial.

—Ah. Y después, ¿qué hacen con los restos?

—Se reparten entre los pobres para que se los coman.

Pero el comisario seguía sin entenderlo.

—No consigo comprender el porqué de esta disposición.

Pasquano lo miraba un buen rato y después contestaba:

—Porque las cosas no son lo que parecen.

Y entonces Montalbano recordaba que el médico había dicho aquella misma frase a propósito del cadáver que había encontrado en el mar.

—¿Quiere verlo? —preguntaba Pasquano, levantando el bisturí y abriendo.

De pronto, el pulpo se transformaba en un niño, un niño negro. Muerto, por supuesto, pero con los ojos todavía abiertos.

Mientras se afeitaba, volvió a recordar las escenas de la víspera en el muelle. Ahora, con la mente fría, tenía la sensación de que algo no cuadraba, un detalle fuera de lugar. Le sobrevino una sensación de malestar e incomodidad.

Repasó las escenas, una a una, intentando enfocarlas mejor. Nada. Se hundió en el desánimo. Aquello era un síntoma inequívoco de vejez. En otro tiempo habría detectado con toda certeza el fallo, el detalle que desentonaba en el conjunto.

Mejor no pensar más en ello.

Cinco

En cuanto entró en su despacho llamó a Fazio.

—¿Hay alguna novedad?

Fazio lo miró con asombro.


Dottore
, aún no he tenido tiempo de nada. He examinado, eso sí, las denuncias de desaparición, tanto aquí como en Montelusa.

—¡Ah, muy bien!... —dijo el comisario con el rostro enfurruñado.


Dottore
, ¿por qué se burla de mí?

—¿Tú crees que aquel cadáver regresaba a casa nadando a primera hora de la mañana?

—No, señor, pero había que probarlo. He preguntado por ahí, pero al parecer nadie lo conoce.

—¿Has pedido la ficha?

—Sí, señor. Unos cuarenta años de edad, uno setenta y cuatro de estatura, cabello negro, ojos marrones. Constitución robusta. Señales peculiares: una antigua cicatriz en la pierna izquierda, justo debajo de la rodilla. Probable cojera.

—No es como para echar las campanas al vuelo.

—Ya. Por eso he hecho una cosa.

—¿Qué has hecho?

—Bueno, teniendo en cuenta que a usía no le cae precisamente bien el
dottor
Arquà, he ido a la Científica y le he pedido un favor a un amigo.

—¿Cuál?

—Que me creara por ordenador el probable rostro del muerto. Esta misma tarde estará listo.

—Mira que yo no le pido un favor a Arquà ni aunque me maten...

—No se preocupe,
Dottore
, quedará entre mi amigo y yo.

—Y mientras tanto, ¿qué piensas hacer?

—El viajante de comercio. Ahora tengo que terminar unos asuntos pendientes que quiero quitarme de encima, pero después cogeré el coche, el mío, y recorreré los pueblos de la costa, tanto los de levante como los de poniente. A la primera novedad que descubra, se lo comunicaré de inmediato.

En cuanto salió Fazio, la puerta golpeó violentamente contra la pared. Pero Montalbano ni siquiera se movió, seguramente era Catarella. Ya estaba acostumbrado a sus entradas. ¿Qué podía hacer? ¿Pegarle un tiro? ¿Mantener la puerta del despacho siempre abierta? No le quedaba más remedio que tener paciencia.


Dottori
, perdone, se me ha ido la mano.

—Adelante, Catarè.

Una frase que por su entonación era perfectamente equiparable al legendario «adelante, imbécil» de los célebres cómicos los Hermanos De Rege.


Dottori
, como esta mañana de buena mañana tilifonió un periodista preguntando por usted en persona personalmente, yo quería avisarle de que dijo que volverá a tilifoniar.

—¿Dijo cómo se llamaba?

—Poncio Pilato,
dottori
.

¿Poncio Pilato? ¡Como si Catarella fuera capaz de repetir con exactitud un nombre y un apellido!

—Catarè, cuando vuelva a llamar Poncio Pilato, le dices que estoy reunido con Caifás en el Sanedrín.

—¿Ha dicho Caifás,
dottori
? Seguro que no se me olvida.

Pero no se retiraba de la puerta.

—¿Qué ocurre, Catarè?

—Anoche nocturnamente muy tarde vi a usía en la televisión.

—Catarè ¿pero es que tú te pasas todo el tiempo libre viéndome en la televisión?

—No, señor
Dottori
, fue una casualidad.

—¿Qué era, una repetición de cuando estaba desnudo? ¡Por lo visto, he subido la audiencia!

—No, señor
Dottori
, estaba vestido. Lo vi pasada la medianoche en Retelibera. Estaba en el muelle y les decía a dos de los nuestros que se retiraran, que usía se encargaba de todo. ¡Virgen santa, qué bien mandaba,
dottori
!

—Bueno, Catarè. Gracias, puedes retirarte.

Catarella lo tenía muy preocupado. No porque dudara de su normalidad sexual, sino porque, si presentaba la dimisión, como ya tenía decidido, el pobre sufriría terriblemente, como un perro abandonado por su amo.

Ciccio Albanese se presentó sobre las once con las manos vacías.

—¿No traes los cartapacios que me habías dicho?

—Si le hubiera enseñado las cartas náuticas, ¿usía las habría entendido?

—No.

—Pues entonces, ¿para qué traerlas? Mejor que se lo explique de palabra.

—Permíteme una pregunta, Ciccio. ¿Los patrones de las embarcaciones de pesca utilizáis todas las cartas?

Albanese lo miró, estupefacto.

—¿Bromea usted? El trozo de mar que a nosotros nos interesa nos lo conocemos de memoria. En parte nos lo enseñaron nuestros padres y en parte lo hemos aprendido por nuestra cuenta. Cuando hay alguna novedad, nos ayuda el radar. Pero la mar siempre es la misma.

—Entonces, ¿tú por qué las utilizas?

—Yo no las utilizo,
dottore
. Las examino y las estudio porque me gusta. Las cartas no me las llevo a bordo. Confío más en la práctica.

—Bueno, ¿qué puedes decirme?


Dottore
, en primer lugar tengo que decirle que esta mañana, antes de venir aquí, he ido a ver a
'u zù Stefanu
, el tío Stefanu.

—Perdona, Ciccio, pero yo no...

—Su nombre es Stefano Lagùmina, pero lo llamamos
'u zù Stefanu
. Tiene noventa y cinco años, pero no hay cabeza más lúcida que la suya. Aunque ya no navega, es el pescador más veterano de Vigàta. Primero tuvo un bou y después una barcaza. Lo que él dice va a misa.

—Veo que has querido asesorarte...

—Sí, señor. Quería estar seguro de mi teoría, y
'u zù Stefanu
está de acuerdo conmigo.

—¿Y a qué conclusiones habéis llegado?

—Ahora se lo explico. El cuerpo ha sido arrastrado por una corriente superficial que avanza siempre a la misma velocidad de este a oeste y que nosotros conocemos muy bien. El lugar donde usía se ha cruzado con el cadáver, delante de Marinella, es el punto en el que la corriente discurre más cercana a la costa. ¿Me explico?

—Perfectamente. Sigue.

—Esa corriente es lenta. ¿Sabe a cuántos nudos avanza?

—No, ni quiero. Ni siquiera sé, y esto que quede entre nosotros, a qué corresponde un nudo o una milla.

—La milla son mil ochocientos cincuenta y un metros, con ochenta y cinco. En Italia. Porque, en cambio, en Inglaterra...

—Dejémoslo correr, Ciccio.

—Como quiera usía. Esa corriente viene de muy lejos y no es nuestra. Piense que ya la encontramos delante de cabo Passero. Es por allí por donde entra en nuestras aguas y recorre toda la costa hasta Mazara. Después sigue su camino.

¡Lo que significaba que el cuerpo podía haber sido arrojado al mar desde cualquier punto de la costa meridional de la isla! Albanese leyó la decepción en el rostro del comisario y acudió en su ayuda.

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