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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

Un día en la vida de Iván Denísovich (18 page)

BOOK: Un día en la vida de Iván Denísovich
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El brigadier demoraba el asunto, quería ahorrar a Buinovski al menos la noche, aplazando hasta el control.

—¿Está aquí un tal Buinovski?

—¿Cómo? ¡Presente! —asoma el capitán bajo la yacija de Sujov, bajo la manta.

El piojo vivo es siempre el primero en caer en el peine.

—¿Tú? Sí, cierto, Sch-trescientos once. Vamos.

—¿A... adonde?

—Ya lo sabes.

El capitán dio un profundo suspiro. Sin duda no le habría parecido tan duro salir con la escuadrilla de torpederos en una noche cerrada y tormentosa, como ser arrancado ahora a la apacible conversación para ir a parar al helado «bunker».

—¿Por cuántos días? —preguntó con voz quebrada.

—Diez. Vamos, no te duermas, vivo. El servicio de barracón gritó:

—¡Control! ¡Control! ¡Todos fuera!

De manera que el vigilante ya estaba en el barracón.

El capitán se volvió. ¿Se llevaría la chaqueta enguatada? Si lo hacía, se la arrancarían y no le dejarían más que el chaleco, de todos modos. Iría tal como estaba. Durante un instante, el capitán había alimentado la esperanza de que Volkovoi se olvidaría..., mas Volkovoi jamás olvidaba. Abandonó, pues, todos los preparativos; ni siquiera se metió la cajetilla de tabaco en el chaleco. Llevarla en la mano habría sido absurdo..., se la hubieran quitado en seguida al cachearle.

A pesar de ello, Zesar le pasó un par de cigarrillos cuando se ponía la gorra.

—Suerte, camarada.

El capitán hizo un gesto con la cabeza a la brigada 104 y siguió al guardián, desamparado.

Algunos le decían aún algo para sí como «¡Animo», o «¡Mala hierba nunca muere!»... ¿Qué podía decirse? Los de la ciento cuatro conocían el sótano, ellos mismos lo habían construido: paredes de piedra, suelo de cemento, ni sombra de ventana, y la pequeña estufa sólo se encendía para que fundiera el hielo de las paredes, con el resultado de que se formaba un charco de agua en el suelo. Tenías que dormir sobre la tabla pelada, de pan, te daban trescientos gramos al día, y sopa sólo los días tercero, sexto y noveno.

¡Diez días! Diez días de arresto ahí, arresto severo y cumplir hasta el último día... Eso significa arruinarse la salud para toda la vida. La TBC la tienes asegurada, y luego ya no sales de las enfermerías.

¡Mientras estés en el barracón, da gracias al Cielo y procura que no te enganchen!

—¡Vamos, fuera! ¡Voy a contar hasta tres! —bramó el veterano del barracón—. ¡Si alguno no ha salido para entonces, lo denuncio al ciudadano vigilante!

El veterano del barracón también era uno de esos marranos. Di tú mismo: por la noche lo encerraban en el barracón igual que a nosotros, y se comportaba como el amo de todo, sin temer a nadie. Por el contrario, todos le temían a él. Denunciaba a unos a los vigilantes, a otros les rompía la cara él mismo. Pasaba por ser inválido, porque en una pelea le arrancaron un dedo, pero tenía una jeta criminal. En efecto, era un criminal, pero junto con los demás artículos le condenaron por el 58, apartado 14, y así vino a parar al campo de concentración.

Eso ocurre en un abrir y cerrar de ojos: te apunta, te denuncia, ya te han colgado dos días de reclusión en el sótano, con trabajo.

Lentamente fueron dirigiéndose a la puerta, acumulándose en ella; los de las yacijas superiores se echaban abajo como osos y se hacinaban todos en la estrecha puerta.

Sujov, con el cigarrillo liado, que tanto ansiaba, en la mano, saltó rápidamente de la yacija, metió los pies en las botas y se disponía a marcharse, pero Zesar le inspiraba compasión. No es que quisiera ganar más a costa de Zesar, sino que le dolía de todo corazón. Zesar meditaba mucho acerca de sí mismo, pero no sabía nada de la vida: recibía un paquete, y se entretenía tranquilamente con él, en vez de llevarlo a toda prisa al almacén, antes del control. Y ahora ¿qué haría Zesar con su paquete? ¿Llevarse la gran bolsa consigo al control? ¡Ja, ja! Sería el hazmerreír de quinientos hombres. Si la dejaba aquí, darían cuenta de ella los primeros que volvieran del control. En Ust-Ishma, las costumbres eran aún más salvajes: a la vuelta del trabajo, la chusma de criminales se adelantaba corriendo, y cuando llegaban los últimos, sus armarios ya estaban saqueados a fondo.

Ahora Zesar recogía precipitadamente lo suyo, observó Sujov, pero demasiado tarde. Se metió el embutido y el tocino bajo el chaleco, para salvar al menos aquello.

Sujov se sintió movido a compasión y le dijo rápidamente lo que había de hacerse:

—Quédate el último, Zesar Marcovitch; ocúltate en la oscuridad y permanece echado hasta el último momento. Cuando pase el guardián con el servicio de barracón registrando las yacijas y todos los rincones, te levantas. ¡Te haces el enfermo! Yo saldré el primero y volveré en seguida el primero. Así lo haremos...

Y desapareció.

Al principio Sujov tuvo que abrirse paso por la fuerza, protegiendo el cigarrillo en el hueco de la mano. En el corredor que dividía el barracón en dos mitades no adelantaba nadie, tipos listos, que se pegaban a las paredes; dos filas a la izquierda, dos filas a la derecha..., y en medio un estrecho pasadizo, suficiente para que pasara uno: Sal al frío si quieres ser tan idiota; nosotros aún nos quedaremos un ratito aquí. Todo el día al frío, y ahora, ¿diez minutos más helándonos? Nadie va a ser tan memo. ¡Revienta tú hoy, y yo mañana!

Por lo común, Sujov se apretaba contra la pared igual que todos. Mas ahora salió a largas zancadas bromeando encima:

—¿De qué os asustáis, tontainas? ¿No sabéis lo que es el frío siberiano? ¡Salid y calentaos al sol de los lobos! ¡Vamos, dame fuego, abuelo!

Se metió el cigarrillo en la boca al llegar al vestíbulo y salió a la escalera. «El sol de los lobos», así llamaban a la luna, por broma, en la región de Sujov.

¡Qué alta estaba ya! ¡Un poco más y llegaría a su cénit! El cielo estaba blanco, hasta un poco verdoso, y las estrellas cada una su fulgor. La nieve tenía un reverbero blanco, como también las paredes de los barracones.. . Las lámparas no podían competir en aquellas condiciones.

Ante el barracón de atrás se reunía una masa oscura; salían para colocarse en formación. Ahí en frente también. Los gritos de barracón a barracón eran ahogados por el crujido de la nieve.

Ante la escalera, con el rostro vuelto hacia la puerta, había cinco hombres, y detrás de ellos otros tres. Sujov se colocó junto a éstos, en segunda fila. Con pan en el estómago y un cigarrillo entre los dientes, resultaba perfectamente soportable estar allí. Era bueno el tabaco, bien fuerte y aromático. El letón no le había engañado.

Poco a poco iban saliendo los demás; detrás de Sujov había ya dos o tres filas de a cinco. Entre los que estaban fuera cundía la rabia: ¿Qué esperan esos camellos para salir del corredor? Aquí nos estamos helando.

Ninguno de los presos veía nunca un reloj, ¿de qué les habría servido un reloj? El preso sólo necesitaba saber: ¿Cuánto falta para la diana? ¿Tardará mucho hasta la revista? ¿Hasta la hora de comer? ¿Hasta el toque de queda

Con todo, se decía que el control de la noche se efectúa siempre a las nueve. Sólo que nunca terminaba con el de las nueve, sino que se continuaba con dos o tres controles más. Antes de las diez no se conciliaba el sueño. Y a las cinco, según dicen, diana. No tenía nada de extraño que el moldavo se durmiese hoy antes de acabar la jornada. En un sitio caliente el preso se duerme en seguida. Por la noche se recupera el sueño atrasado durante la semana; si no los levantaban, en domingo barracones enteros estaban en sueños. Todos los hombres, sin excepción.

¡Ahora salían, por fin! ¡Bajaban la escalera dando tumbos!... ¡Sin duda el veterano y el guardián les pateaban el trasero! ¡Así había que hacerlo con aquellos bestias!

—¡Eh! —los recibieron algunos de las primeras filas—. ¿Os creéis muy listos, puercos? ¿Desnatando la mierda, no? ¡Si hubierais salido antes, ya estaríamos contados!

Echaron afuera a todo el barracón. Cuatrocientos hombres... Eso: había ochenta filas de a cinco. Los presos se pusieron en formación, delante en filas de cinco en fondo, pero lo de atrás no era más que una manada de cerdos.

—¡Formen bien ahí detrás! —ladró el veterano del barracón ante la escalera.

¡A jorobarse todo el mundo! ¡Esos perros no quieren formar!

Apareció Zesar en la puerta, haciéndose el enfermo; tras él, dos hombres del servicio de la otra mitad del barracón, dos hombres de ésta y un enfermo del pie. Se colocaron formando la primera fila, de modo que Sujov se halló en la tercera. Zesar fue empujado hacia el final.

El guardián apareció en la escalera.

—¡En fila de a cinco! —gritó hacia atrás. Tenía buena garganta el tío.

—¡En fila de a cinco! —aulló el veterano del barracón. Este aún gritaba más.

¡No forman, mierda!...

Entonces el veterano bajó la escalera como un rayo, ¡y dale fuerte en los lomos! Sin embargo, se fijaba bien dónde dejaba caer los golpes. Sólo apuñeaba a los flojos.

Formaron. Volvió adelante. Y entonces empezaron, él y el guardián:

—¡ Primera!. ¡ Segunda! ¡ Tercera!...

Cada una de las filas nombradas ponía pies en polvorosa hacia el barracón. Por hoy habían terminado con el «jefe».

Es decir, habían terminado si no tenía lugar un segundo control. Esos piojos, cretinos, no sabían de cuentas ni lo que cualquier pastor: éste quizá no sepa leer ni escribir, pero cuando lleva su rebaño sabe al menos si están todos sus becerros. Esos de aquí jamás lo aprenderían.

El invierno pasado no había secaderos en este campo, todos dejaban su calzado en el barracón durante la noche, y así los secaban al segundo, al tercer y al cuarto control. No vestidos, sino sólo envueltos en las mantas. Este año habían construido secaderos, no para todos, pero cada dos días todas las brigadas podían dejar a secar las botas de fieltro durante toda la noche. Por esto el segundo control tenía lugar dentro, llevando a los presos de una a otra mitad del barracón.

Sujov no entró el primero, mas no perdió de vista a los precedentes. Corrió a la yacija de Zesar y se sentó. Se quitó las botas de fieltro, se subió a la yacija cercana a la estufa y desde allí colocó sus botas sobre ésta. El que da primero, da dos veces. Y vuelta a la yacija de Zesar. Acuclillado, vigiló con un ojo que no robaran las cosas de Zesar, y con el otro sus botas de fieltro, para que no se las echaran abajo al asaltar la estufa.

—¡Eh! —tenía que gritar—. ¡Ese pelirrojo! ¿Quieres que te parta los morros con esta bota? ¡Deja las tuyas y no toques las ajenas!

Los presos, uno a uno, volvieron al barracón. En la brigada 20 gritaban:

—¡Entregad las botas!

En seguida los hacen salir con las botas del barracón, y luego cierran éste. Luego los otros vagan por ahí:

—¡Cuidado, vigilante! ¡Déjenos entrar!

Pero los vigilantes ya están en el barracón de la plana mayor, haciendo inventario según sus tablillas a ver si alguno se ha escapado o están todos. Entonces apareció Zesar en el pasillo entre las yacijas.

—¡Gracias, Iván Denisovich!

Sujov asintió con la cabeza y trepó hacia arriba rápido como una ardilla. Podría comerse los doscientos gramos, fumar un segundo cigarrillo o también dormir.

Sólo que la afortunada jornada había puesto de tan buen humor a Sujov, que ni siquiera tenía ganas de dormir.

Para Sujov era cosa sencilla acostarse: alzar de la colchoneta la manta de color pardo sucio, echarse en la colchoneta. Sujov no había dormido sobre sábanas al menos desde..., bien, debió de ser hacia el cuarenta y uno, cuando se lo llevaron de su casa; hasta le parecía curioso que las mujeres usaran sábanas, más trabajo para lavarlas. Colocando ahora la cabeza sobre la almohada rellena de virutas, las piernas cubiertas con el chaleco, la chaqueta sobre la manta y: ¡gracias a Dios, un día menos!

Gracias por no hacerme dormir en el calabozo, aquí aún se puede soportar.

Sujov estaba echado con la cabeza hacia la ventana, y Alioska, separado de Sujov sólo por la tabla, en la yacija de al lado, y con la cabeza en la dirección opuesta, para que le llegara un poco de luz de la bombilla. Otra vez leía el Evangelio.

La bombilla no estaba demasiado lejos de ellos, se podía leer, e incluso coser a su luz.

Entonces Alioska oyó cómo Sujov alababa a Dios en voz alta, y se volvió.

—Su alma quiere rezar a Dios, Iván Denisovich. ¿Por qué no la deja usted, eh?

Sujov lanzó una mirada de soslayo a Alioska. Sus ojos brillaban como dos velas. Suspiró.

—Porque las oraciones son como peticiones, Alioska..., o no llegan a su destino, o «Rechazada la reclamación».

Ante el barracón de la plana mayor había unos pequeños buzones, en número de cuatro, precintados, que eran abiertos cada mes por un encargado. Muchos depositaban instancias en estos buzones. Esperaban y contaban los días: a ver si llegaba la respuesta al cabo de dos meses o sólo de uno. Pero no había respuesta, o si la había: «Rechazada la petición.»

—Porque ha rezado usted poco, Iván Denisovich, sin fervor, por eso no se cumplió su petición. ¡No hay que flaquear en la oración! Y si tiene usted fe y dice a esa montaña: ¡levántate y anda!, la montaña se echará a andar.

Sujov sonrió y se lió otro cigarrillo. El estoniano le dio fuego.

—No digas necedades, Alioska. Jamás he visto que las montañas anden. Pero ahí abajo, en el Cáucaso, tú y todo tu grupo de baptistas rezabais... ¿Se echó a andar algún monte?

Pobres tontos: rezaban a Dios, ¿a quién molestaban con eso? Todos en bloque fueron condenados a veinticinco años. Pues ahora lo hacían así: veinticinco años a todo el mundo. Todos, sin excepción, por el mismo rasero.

—Pero nosotros no orábamos por esto, Denisovich —insistió Alioska. Se había acercado mucho a Sujov, con su Evangelio; casi se tocaban sus caras—. De todas las cosas perecederas y terrenales, sólo una nos autorizó a pedir Dios: «El pan nuestro de cada día, dánosle hoy.»

—¿La ración, pues? —preguntó Sujov.

Pero Alioska no se dejó confundir; sus miradas eran aún más insistentes que sus palabras, mientras daba tirones y caricias al brazo de Sujov.

—¡Ivan Denisovich! No hay que rezar para pedir que envíen un paquete, o por una cucharada más de sopa. ¡Lo que vale mucho para el hombre, ante Dios es vanidad! Hay que orar por los bienes espirituales, para que el Señor tu Dios elimine la escoria del mal de tu corazón...

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