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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

Un día en la vida de Iván Denísovich (11 page)

BOOK: Un día en la vida de Iván Denísovich
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En el primer piso, apenas empezaron a levantar los muros. Tres hileras todo alrededor y algo más aquí y allá. Aquí va mejor trabajar, de las rodillas a la altura del pecho y sin andamio.

El andamio y los caballetes que había antes aquí se los llevaron los presos. Unos fueron llevados a otras construcciones, y otros convertidos en leña. Lo que importa es que no caigan en manos de otras brigadas. Pero ahora hemos de pensar económicamente; mañana mismo haremos otros caballetes; si no, nos retrasaremos.

Desde la central hay una vista muy extensa: toda la zona alrededor está desierta y cubierta de nieve. Los presos se han refugiado para calentarse, hasta que suene la sirena. Se ven las negras torres de vigilancia y los postes puntiagudos con el alambre de púas. La alambrada no puede verse sino a la luz del sol; éste brilla tanto, que hay que cerrar los ojos. Aún se ve bastante cerca el equipo de energía, ¡cómo llena el cielo con su humo! Ahora se oye el jadeo; ese ruido enfermizo que se oye siempre antes del sonido de la sirena. En seguida empieza el gemido de ésta. No han hecho gran cosa todavía.

—¡Eh, tú, Stajanov! ¡Date prisa con la plomada! —insiste Kilgas.

—¡Mira el hielo que tienes en tu pared! ¿Podrás quitarlo antes de que se haga de noche? No sé para qué has traído la paleta —Sujov devuelve la burla.

Tienen la intención de trabajar en la misma pared que les asignaron por la mañana. Pero el brigadier clama desde abajo:

—¡Muchachos! Para que no se hiele el mortero en la cubeta, trabajaremos en grupos de dos. Tú, Sujov, trabajarás con Klevschin en tu pared, y yo con Kilgas. Pero antes Gopsik limpiará la pared para mí y Kilgas.

Sujov y Kilgas se miran. Cierto, es más rápido.

Y cogen sus hachas.

Sujov ya no vio el horizonte en la lejanía, donde el sol lanzaba destellos sobre la nieve, ni vio salir a los «trabajadores» de las naves de calefacción, distribuyéndose por la zona: unos, para seguir cavando las fosas que no habían terminado por la mañana; otros, para componer las armaduras, y los terceros para hacer los entramados del techo para los talleres. Sujov no veía más que su muro, saliendo de la izquierda, en donde, se escalonaba hasta la altura del pecho, hasta la esquina derecha, donde su parte de pared se encontraba con la de Kilgas. Mostró a Senka dónde había que quitar el hielo, y él mismo lo golpeó afanosamente, ya con la contera, ya con el filo del hacha, haciendo volar los fragmentos en todas direcciones, y alguno a sus propias narices. Este trabajo se hacía rápidamente, y no requería pensar mucho. Su mente y sus ojos evaluaban ya bajo el hielo el muro exterior, es decir, de la fachada, de un grueso de dos tochanas. Este muro había sido levantado por un albañil desconocido que, o bien porque no entendía el oficio, o había trabajado descuidadamente. Pero ahora Sujov se había familiarizado con este muro, como si fuese el suyo propio. Había, por ejemplo, una parte hundida; ésta no podría igualarla con una capa, sino que harían falta al menos tres, aplicando el mortero cada vez con más espesor. Por el otro lado, el muro formaba un vientre, que no podía igualarse sino con dos capas. Sujov dividió el muro en dos, por medio de una línea imaginaria, hasta donde trabajaría partiendo del arranque escalonado de la izquierda, y desde donde continuaría Senka, hacia la derecha, hasta encontrarse con Kilgas. En la esquina, reflexionó, Kilgas tendría que ayudar un poco a Senka, para que le fuese menos difícil. Y mientras ambos se afanasen junto a la esquina, Sujov haría algo más de su mitad, para no quedarse atrás. Calculó cuántas tochanas necesitaría. Apenas llegaron arriba los portadores de piedras, pescó a Alioska:

—¡Aquí, aquí! ¡Colócalas aquí, y allí!

Senka rompió el hielo que quedaba, mientras Sujov cogía ya con ambas manos la escoba de alambres y fregaba la pared para quitar la nieve de la hilera superior de tochanas y sobre todo de las rendijas; lo cual no consiguió del todo, quedando una ligera capa de nieve. También el brigadier subió, y mientras Sujov aún manejaba la escoba, aquél clavaba la regla a la esquina. Sujov y Kilgas habían hecho esto hacía rato.

—¡Eh! —gritó Pavlo desde abajo—. ¿Hay algún alma viviente ahí arriba? ¡Recoged el mortero!

Sujov empezó a sudar. Todavía no estaba tendido el cordel. Se apresuró, y decidió no tensar el cordel para una o dos, sino para tres hileras a la vez, por adelantado. Para facilitar el trabajo a Senka, le ayudaría a hacer una parte de la capa exterior, y le dejaría algo de la interior.

Mientras tiraba el cordel a la altura de los ojos, explicó a Senka con palabras y gestos dónde tenía que trabajar. El sordo comprendió; se mordió los labios, volvió la vista e hizo un gesto hacia la pared del brigadier: ¿Vamos a emplearnos a fondo? ¡No nos quedaremos atrás! Se echó a reír; en aquel momento subían el mortero por la escalera, llevado por cuatro parejas. El brigadier había dispuesto que no se colocaran artesas junto a los albañiles, pues el mortero se hubiera helado al verterlo. De modo que traían cubetas dos hombres por pared. Para que los portadores no pasaran frío inútilmente arriba, arrojarían tochanas en los intervalos. En cuanto se vaciaban sus cubetas, venía repuesto , desde abajo, y se bajaban las vacías. Abajo deshelaban el mortero en las cubetas sobre la estufa, y de paso aprovechaban para calentarse ellos.

Traían dos cubetas de una vez, una para el muro de Kilgas y otra para el de Sujov. El mortero echaba vapor al aire frío, pues aún quedaba un poco de calor en él. Cuando aplicas el mortero a la pared con la paleta, no tienes que dormirte; si no, se solidifica. Entonces tienes que quitarlo a martillazos, pues con la paleta ya no se puede. Y si no colocas la tochana exactamente como es debido, se hiela torcida tal como esté y no tienes otro remedio que romperla con el lomo del hacha.

Mas Sujov no se deja engañar. Las tochanas no son todas iguales. Si falta alguna esquina, si hay algún canto estropeado o la forma no ha quedado bien acabada, Sujov se da cuenta en seguida y ve también cómo tiene que quedar esa tochana y cuál es la parte de la pared que la está esperando.

Con la paleta, Sujov recoge el humeante mortero y lo lanza sobre una parte, fijándose bien por donde pasa la junta de debajo. Luego deberá colocar la tochana exactamente con su mitad, sobre esa junta. No echa más mortero del que cabe debajo de un bloque. Luego escoge uno del montón, cogiéndolo con mucho cuidado, para no romper los guantes, pues los bloques pueden causar arañazos dolorosos. Cuando el mortero queda aplanado con la paleta —¡plaf!— coloca la tochana encima. Y se ha de arreglar en seguida, rápidamente, si no queda como debiera. Si rebosa mortero por los lados, hay que rasparlo con la paleta tan de prisa como sea posible y quitarlo de la pared. En verano serviría para el ladrillo siguiente, pero ahora ni soñarlo. Otra mirada a la junta inferior, pues puede ocurrir que el de abajo no sea un bloque entero, sino partido, y hay que amontonar un poco de mortero al lado izquierdo. La tochana no se coloca simplemente encima, sino que se remueve de derecha a izquierda para eliminar el mortero en exceso, entre ella y la vecina de la izquierda. Una ojeada a la plomada. Firme. ¡El siguiente!

El trabajo va rodado. Cuando hayamos hecho dos hileras y compensado las antiguas faltas, iremos más de prisa. ¡Ahora hay que tener los ojos bien abiertos!

Se apresura al encuentro de Senka. Este, en su esquina, se ha separado ya del brigadier y avanza, hacia Sujov.

Sujov hace una seña a los portadores: ¡De prisa, traed mortero para que esté a mano; no hay tiempo ni para sonarse!

Cuando Sujov se encuentra con Senka, ambos cogen mortero de la misma cubeta... y en un santiamén acaban por rascar el fondo.

—¡Mortero! —ruge Sujov por encima del muro.

—¡Venga acá! —grita Pavlo.

Traen una cubeta. La vacían de todo el mortero que queda fluido, pues en las paredes ya empieza a formar costra.

—¡Rascadla vosotros mismos, pues tenéis que subir y bajar con esa cubeta! ¡Largo de aquí! ¡La siguiente!

Sujov y los otros albañiles no sienten ya el frío. Al trabajar con rapidez e intensidad, notan la primera ola de calor, que les hace sudar por debajo de la chaqueta, del chaleco, la camisa y la camiseta. No paran un momento. Al cabo de un rato, sienten la segunda ola de calor en todo el cuerpo, y se les seca el sudor. También los pies entran en calor, que es lo principal. Ni el ligero viento que sopla de vez en cuando consigue distraerlos del trabajo. Sólo Klevschin está golpeándose una pierna con la otra; el infeliz calza un cuarenta y seis, y le han dado unas botas de fieltro de distintos pares, que le van pequeñas.

De vez en cuando, el brigadier grita:

—¡Morteroooo aquí!

También Sujov aulla su «¡Morteroooo!». El que trabaja vivo se convierte en una especie de brigadier para su vecino. Sujov no quiere retrasarse respecto de la otra pareja. ¡A su propio hermano haría trajinar ahora por la escalera con las cubetas!

Desde el mediodía, Buinovski acarreaba mortero con Fetiukov. La escalera era empinada y era fácil resbalar, por lo que al principio no iba rápido y Sujov tenía que animarle un poco:

—¡Más de prisa, capitán, con las tochanas!

A cada viaje, el capitán se despejaba más; Fetiukov, por el contrario, se hacía el holgazán. El muy cabrito inclinaba la cubeta al caminar derramando el mortero, para aligerarse la carga.

Sujov le propinó un golpe en las costillas:

—¡Eh, víbora! Eras director..., habrás maltratado a tus obreros.

—¡Brigadier! —exclamó el capitán—. Déjeme trabajar con una persona y no con ese cagón.

El brigadier le asignó otro puesto. Fetiukov quedó encargado de arrojar tochanas desde abajo, y estaba colocado de modo que se podía contar exactamente cuántas echaba. Alioska fue agregado al capitán. Alioska es tranquilo, sabe recibir órdenes de cualquiera.

—¡Todos los hombres a cubierta! —le acució el capitán—. ¡Ya ves cómo avanzan los albañiles! Alioska sonrió, conforme:

—Puedo ir más de prisa si hace falta. No tiene usted más que decirlo.

El humilde es un verdadero tesoro de la brigada.

El brigadier grita algo a los de abajo. Ha llegado otro camión con bloques. Unas veces, no se ve un camión en medio año, y otras, vienen seguidos. La cuestión es trabajar cuando traen tochanas. No debe haber interrupción, pues de lo contrario no se coge el ritmo.

El brigadier lanza improperios a los de abajo. Se trata del montacargas. A Sujov le gustaría saber lo que pasa, pero no tiene tiempo, está alineando la pared. Los portadores cuentan que ha venido un mecánico para arreglar el motor; le acompaña el electricista, un civil. El mecánico se pone manos a la obra, y el civil mira.

Así ha de ser: uno trabaja, el otro mira.

Si arreglasen el montacargas en seguida, se podría transportar las tochanas con él, y también el mortero.

Sujov ha hecho ya su tercera hilada, Kilgas la está empezando, cuando por la escalera sube jadeando un inspector, otro que quiere tener algo que decir... Derr, el vigilante de la obra. Uno de Moscú; dicen que trabajó en un ministerio. Sujov está al lado de Kilgas y le llama la atención sobre Derr.

—¡Ah! —Kilgas hace un gesto negativo—. Yo no tengo que ver con la dirección. Si se cae rodando por las escaleras, puedes avisarme.

Ahora se pondrá detrás de los albañiles para mirar. Sujov no puede tragar a esos inspectores. ¡Se hace pasar por ingeniero, el muy cerdo! Una vez hizo una demostración de cómo se debía construir con ladrillos; en aquella ocasión, Sujov se mondó de risa. Entre nosotros hay una ley: construye una casa con tus propias manos, y serás ingeniero entonces. En Temgeniov no había casas de piedra, las de los campesinos eran de madera. También la escuela estaba hecha de vigas. Habían sacado seis cargas de madera del bosque de repoblación. Pero en el campo necesitaban albañiles; de manera que ahora es albañil. El que sabe hacer dos trabajos con sus manos aprende diez más si hace falta.

No, Derr no cayó rodando; tropezó sólo una vez, y llegó arriba casi a la carrera.

—¡Tiuuurin! —aulló, saliéndosele los ojos de las órbitas—. ¡Tiuuurin!

Le siguió Pavlo por la escalera. Con la pala, su herramienta de trabajo.

Derr llevaba una gruesa chaqueta de campo, pero era nueva y estaba limpia. Y una gorra de cuero, de muy buena calidad, sólo que con un número cosido, igual que todo el mundo: B-731.

—¿Qué pasa? —Tiurin salió a su encuentro con la paleta. Se le había ladeado la gorra de brigadier sobre un ojo.

¡Lo nunca visto! Aquello había que presenciarlo. Pero el mortero se enfriaba en la cubeta. Sujov trabajó afanosamente, escuchando.

—¿Qué se os ha ocurrido? —gritó Derr, espumeante—. ¡Eso no huele sólo a calabozo! ¡Es un crimen capital, Tiurin! ¡Te darán tres años más por eso!

En este momento se le ocurrió a Sujov de qué debía tratarse. Miró a Kilgas, y Kilgas también comprendió. ¡El cartón alquitranado! ¡Había visto el cartón en las ventanas!

Sujov no temía por su persona, el brigadier no le traicionaría. Temía sólo por el brigadier. Para nosotros era como un padre, para otros nada más que un títere. Por una cosa así eran capaces de echarle encima una segunda condena en el Norte.

Mas, ¡cómo se alteraba el rostro del brigadier! ¡Cómo le arrojó la paleta a los pies y se plantó ante él de un salto! Derr se volvió, y Pavlo alzó la pala.

¡Esa pala! Por algo la cogió Pavlo...

También Senka, a pesar de su sordera, estaba al tanto. Apoyando las manos en los costados, caminó hacia el otro. ¡Y era robusto el de los bosques!

Derr guiñó los ojos, se inquietó y buscó un escape. El brigadier se inclinó hacia él y dijo muy bajo, pero inteligible para todos los que estaban arriba:

—¡Ha pasado el tiempo en que podíais alargarnos las condenas, apestosos! ¡Como se te escape una palabra, sanguijuela, habrá sonado tu última hora! ¡No lo olvides!

El brigadier temblaba de pies a cabeza; no podía serenarse.

Pavlo, con sus rasgos agudos, taladraba a Derr con la mirada.

—¡Bueno, bueno, muchachos! —Derr palideció y se apartó cuanto pudo de la escalera.

El brigadier no dijo nada más, se ajustó la gorra, recogió la torcida paleta y volvió a su pared.

También Pavlo comenzó a bajar despacio la escalera, con su pala.

Muy despacio...

Derr tenía miedo de quedarse, pero también de bajar. Se colocó detrás de Kilgas y se detuvo.

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