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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

Un día en la vida de Iván Denísovich (9 page)

BOOK: Un día en la vida de Iván Denísovich
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El cocinero sólo hace lo siguiente: Echa la cebada y la sal en la marmita, y divide la grasa entre ésta y él mismo: la grasa buena ni la ven los «trabajadores», la mala va a parar al caldero. Por eso los presos prefieren que el campo suministre grasa mala. Luego el cocinero remueve el puré cuando está a punto. Pero el sanitario ni siquiera hace esto; está sentado y mira. Una vez hecho el puré, le sirve en seguida al sanitario. ¡Come hasta reventar! Y él mismo también se atiborra a placer. Luego viene el brigadier de servicio —cada día uno distinto— para hacer una prueba, supuesto que tiene que probar si el puré puede darse a los «trabajadores». Doble ración para el brigadier de servicio.

Luego suena la sirena. Los brigadieres se acercan en fila, y el cocinero les pasa las escudillas a través de la ventanilla. En estas escudillas el fondo está bien cubierto de puré. Cuánto de su cebada hay allí, no lo podrás saber ni calcular jamás. Si abres la boca, te la tapan a estacazos.

Sobre la estepa desnuda sopla el viento... seco en verano, helado en invierno. Aquí no crece nada, y en el recinto de entre las cuatro alambradas, menos aún. Sólo hay pan donde lo cortan, y la avena en el almacén. Puedes romperte los lomos a trabajar o arrastrar la barriga por el suelo, que aquí la tierra no produce nada. No tendrás más de lo que te asigne el comandante. Y ni siquiera eso, pues primero vienen los cocineros, luego sus ayudantes, y los peones. Aquí roban, en la obra roban, y también antes, en el almacén. Y todos los que roban, no dan golpe. ¡Tú, en cambio, trabaja y toma lo que te den, y apártate de la ventanilla! Aquí rige la ley del más fuerte.

Aquí rige la ley del más fuerte.

Pavlo y Sujov entran con Gopsik en el comedor. Está lleno de bote en bote, y detrás de las muchas espaldas no se ven las estrechas mesas ni los bancos. Algunos comen sentados, pero la mayoría está de pie. La brigada 82, que durante toda la mañana y sin pausa para calentarse ha estado cavando fosas, es la primera en ocupar los puestos después del toque de la sirena. Ahora que han comido, no querrán levantarse. Dónde iban a calentarse mejor que aquí. Los otros maldicen a la brigada, pero ellos no oyen ni ven; aun con maldiciones, se está mejor dentro que fuera, al frío.

Pavlo y Sujov se abren camino a codazos. Llegan a tiempo, una brigada está recibiendo sus raciones, de modo que sólo queda otra. También los ayudantes de brigadier están junto a la ventanilla. Por lo tanto, los demás irán detrás de nosotros.

—¡Platos! ¡Platos! —grita el cocinero a través de la ventanilla, y ya le están pasando, también Sujov recoge escudillas y las hace pasar; no por una ración extra de papilla, sino por ir más de prisa.

Ahora los ayudantes, detrás de la pared de separación, están lavando las escudillas, una vez más por su ración.

El ayudante de brigadier que está delante de Pavlo acaba de recibir su porción. Pavlo grita por encima de las cabezas:

—¡Gopsik!

—¡Aquí! —se oye desde la puerta. Tiene la voz delgada, como una cabrilla.

—¡Trae a la brigada!

Se fue.

Lo principal es que hoy el puré es bueno. El mejor es el de avena. Mas no dan a menudo; lo más frecuente es el mijo o la papilla de harina. En el puré de avena sobrenadan círculos saturantes de grasa, por eso es más caro.

¡Cuánta avena dio en su vida Sujov de pasto a los caballos, sin pensar que algún día suspiraría con toda su alma por un puñado de esa avena!

—¡Platos! ¡Platos! —gritan por la ventanilla.

Ahora le toca a la 104. El primer ayudante de brigadier recibe una doble «porción de brigadier» en su plato y se aparta de la ventanilla.

También esto es a costa de los «trabajadores», pero ninguno se queja. Todos los brigadiers reciben esa porción, que comen ellos o bien se la pasan a su lugarteniente. Tiurin la cede a Pavlo.

Sujov se ha abierto paso hasta la mesa, ha echado a dos muertos de hambre y ha pedido por las buenas a un «trabajador» que ceda el sitio, limpiando luego una parte de la mesa para unas doce escudillas. Si se ponen bien juntas, aún pueden ponerse seis y dos más arriba. Ahora hay que recibir las escudillas conforme las entrega Pavlo, contar y cuidar de que ningún extraño robe una de la mesa. Y que nadie dé un codazo y las vuelque. Al lado, otros se levantan del banco, otros se sientan y comen. Hay que fijarse bien en el límite. ¿Comen de lo suyo? ¿O han cogido una de las nuestras?

—¡Dos! ¡Cuatro! ¡Seis! —cuenta el cocinero detrás de la ventanilla. Saca las escudillas de dos en dos, con ambas manos. Así es más fácil, pues dando de una en una podría equivocarse.

—Dos, cuatro, seis —repite Pavlo frente a la ventanilla, en voz baja, pasando los platos de dos en dos a Sujov. Este los pone sobre la mesa. Sujov no repite los números en voz alta, pero cuenta con mucha más atención que los de detrás, en la cocina.

—Ocho, diez.

¿Por qué no llega aún Gopsik con la brigada?

—Doce, catorce —siguen contando.

En la cocina se acaban las escudillas. Por encima de la cabeza y el hombro de Pavlo, Sujov ve las dos manos del cocinero, que coloca dos platos en la ventanilla, sujetándolos y vacilando. Posiblemente se ha vuelto y está insultando al lavaplatos. Entonces le meten desde fuera toda una pila de escudillas ya vacías. Coge la pila y la pasa atrás, soltando las que tenía abajo.

Sujov abandona su montón de la mesa, alarga los brazos por encima del banco, coge las dos escudillas y repite en voz baja, no al cocinero, sino a Pavlo:

—Catorce.

_¡Eh! ¿Adonde te las has llevado? —ruge el cocinero.

—Son nuestras.

_Aunque sean vuestras, no debes confundirme con los números.

—Catorce.

Pavlo se encoge de hombros. El mismo no habría robado escudillas. Como ayudante del brigadier, tiene que cuidar su autoridad. A pesar de ello, repite lo dicho por Sujov, pues en caso necesario puede echarle la culpa a éste.

—¡Yo ya había dicho «catorce»! —aulla el cocinero.

_¿Y qué? Pero no las soltaste, sino que las tenía sujetas —escandaliza Sujov—. ¡Si no lo crees, cuenta! ¡Están todas sobre la mesa!

Sujov grita al cocinero, ve a los dos estonianos que se abren paso hacia él y al pasar les da las dos escudillas. Consigue luego volver a la mesa y comprobar que todo está en orden y los vecinos no hurtaron nada, que bien hubiera podido suceder.

En la ventanilla aparece la roja faz del cocinero en todo su tamaño.

—¿Dónde están las escudillas? —pregunta severamente.

—¡Por favor! —grita Sujov—. ¡Quita de ahí, amigo, no estorbes! —da un empellón a uno.

—¡Aquí, dos! —Cogió dos escudillas y las levantó.

—Y debajo, tres filas de a cuatro, exactamente. ¡Cuéntalas!

—¿La brigada aún no está aquí? El cocinero mira por la pequeña abertura, desconfiado. La ventanilla es tan estrecha para que no se pueda mirar desde el comedor y ver lo que queda en la marmita.

—No, todavía no ha llegado. —Pavlo mueve la cabeza.

—¡Infierno! ¿Por qué cogéis las escudillas, si aún no ha llegado? —grita el cocinero, furioso.

—¡Ahí! ¡Ya llega la brigada! —grita también Sujov. Y todos oyen al capitán exclamando desde la puerta, como si estuviera en su puente de mando:

—¿Qué hacéis ahí apiñados? ¡Si ya habéis comido, fuera! ¡Dejad sitio a los siguientes!

El cocinero rezongó algo, retiró la cabeza, y otra vez aparecieron sus manos en la ventanilla.

—Dieciséis, dieciocho... Y la última porción, doble:

—Veintitrés. ¡Se acabó! ¡Los de la brigada siguiente!

Los de la nuestra empezaron a abrirse paso a empellones. Pavlo les pasó las escudillas a la segunda mesa, a veces por encima de las cabezas de los que estaban sentados.

En verano habrían cabido cinco hombres en un banco, pero como ahora todos iban muy envueltos, apenas cabían cuatro y no podían manejar bien sus cucharas.

Sujov contaba con que al menos una de las raciones robadas le correspondiera a él, de modo que se dedicó rápidamente a la suya. Encogió la rodilla derecha y sacó de la caña de la bota su cuchara «Ust-Ishma, 1944», se quitó la gorra, sujetándola bajo el brazo izquierdo, y rascó con la cuchara el puré del borde de la escudilla.

Este momento estaba íntegramente consagrado a la comida; tenía que recoger del fondo la delgada capa de puré, llevárselo cuidadosamente a la boca y removerlo en ella con la lengua. Pero tenía que darse prisa, para que Pavlo viera que había terminado y le pasara la segunda ración. Allí estaba ya Fetiukov, que había llegado con los estonianos y vio cómo apartaban dos raciones de puré. Estaba de pie frente a Pavlo, comiendo y mirando continuamente las cuatro porciones aún no repartidas de la brigada. Con esto quería dar a entender a Pavlo que, si no toda una porción, al menos podría darle media.

Mas el joven y moreno Pavlo comía, tranquilo, su ración doble, y no se podía leer en su rostro si se daba cuenta de que tenía alguien delante ni si se acordaba de que había dos raciones sobrantes.

Sujov terminó su puré. Pero como había dispuesto su estómago para dos raciones, no le satisfizo una, como otras veces le ocurría con el puré de avena. Sujov metió la mano en el bolsillo interior, sacó del trapo blanco su pedacito de corteza, que aún no se había helado, y comenzó a limpiar el fondo y los lados de la escudilla de todos los restos del acuoso puré de avena. Con la lengua lamía lo limpiado y volvía a pasar la corteza por la escudilla. Finalmente, ésta quedó completamente limpia, como si la hubieran lavado, sólo que algo grasienta. La entregó por encima del hombro a los encargados de recogerlas y se quedó un rato sentado, sin ponerse la gorra. Aunque fue Sujov quien hurtó las raciones, el ayudante de brigadier mandaba.

Pavlo aún los hizo sufrir un poco, antes de vaciar también su escudilla. El no la rebañó; lamió sólo su cuchara, la guardó y se persignó. Luego tocó levemente dos de las escudillas restantes —estaba demasiado estrecho para cogerlas—, como si así las adjudicase a Sujov.

—Coja usted una, Iván Denisovich, y llévele la otra a Zesar.

Sujov recordó que había que llevar el plato de Zesar a la oficina (pues éste no se rebajaba a ir al comedor allí ni en el campo). Aún sabiéndolo, cuando Pavlo señaló las dos escudillas a la vez su corazón dio un salto. ¿Serían para él las dos raciones sobrantes? Pero en seguida su corazón recuperó su ritmo acostumbrado.

En seguida se inclinó sobre su legítimo botín y comenzó a comer con unción, sin notar los codazos que le daban en la espalda los de las brigadas que acababan de entrar. Sólo le fastidiaba pensar que quizá Fetiukov conseguiría la segunda escudilla. Fetiukov siempre fue maestro en defraudar, pero para robar algo él mismo le faltaba valor.

Cerca de ellos se sentaba el capitán Buinovski. Ya hacía rato que no le quedaba puré, y no sabía que a la brigada aún le sobraban raciones. Además, no se preocupaba de mirar si el ayudante de brigadier aún tenía alguna. Estaba simplemente amodorrado por el calor que hacía allí dentro, y no tenía fuerzas para levantarse y salir al frío o a la nave de calefacción, que todavía no estaba caldeada. Permanecía en su lugar, que no le correspondía, y molestaba a las brigadas entrantes, como sólo cinco minutos antes hacían aquellos que él dispersó con su sonora voz. No llevaba mucho tiempo en el campo y los trabajos forzados. Los minutos como aquél (sin que él lo supiera) eran muy importantes para él, pues del autoritario y estentóreo oficial de Marina que había sido hacían un preso torpe y miedoso, que sólo gracias a esa torpeza podría resistir los veinticinco años que le cayeron.

Los otros estaban maldiciéndolo y le propinaban codazos en las costillas para que se marchase.

Pavlo exclamó:

—¡Capitán! ¡Eh, capitán!

Buinovski se estremeció, como si despertase en aquel momento, y miró a su alrededor.

Pavlo le alargó el puré, sin preguntarle si quería otra ración.

Las cejas de Buinovski se alzaron y sus ojos contemplaron el puré como si fuese un milagro sin igual.

—¡Vamos, coja, coja! —le tranquilizó Pavlo, marchándose con la última escudilla para el brigadier.

Una sonrisa culpable distendió los cortados labios del capitán, que había estado en toda Europa y cruzó el gran Canal del Norte. Lleno de felicidad, se inclinó sobre aquella cucharada escasa de acuoso y desengrasado puré de avena... de avena y agua.

Fetiukov lanzó una furibunda mirada a Sujov y al capitán y se fue.

Sujov halló muy justo dar al capitán la segunda ración. El capitán ya aprendería a vivir allí, pero aún no sabía.

Sujov aún alimentaba una ligera esperanza...,,quizá Zesar le cedería también su ración. Pero no, pues hacía ya dos semanas que no recibía ningún paquete.

Después de vaciar la segunda escudilla, Sujov limpió el fondo y el borde con la corteza de pan, igual que antes, lamiendo cada vez el puré. Para terminar, se comió la corteza. Luego cogió el puré frío de Zesar y salió.

—¡Para la oficina! —convenció al vigilante de la puerta, que no dejaba salir a nadie llevando una escudilla.

La oficina consistía en un cuarto hecho con tablas, cerca del de guardia. Como por la mañana, el humo brotaba espesamente de la chimenea. La calefacción de la oficina era atendida por los servicios de los barracones, que también servían de mensajeros y eran tratados como obreros ocasionales. No se ahorraban virutas y tablas para la oficina.

Sujov abrió primero, rechinando, la puerta del paraviento, y luego otra que había sido estopada. Desprendiendo vapores de vaho, entró y cerró rápidamente la puerta tras de sí. Se daba prisa para que nadie le gritara: «¡Cierra la puerta, estúpido!»

El calor de la oficina le recordó una Sauna. A través de las ventanas, en las que se derretía la nieve, lucía el sol; no aquel sol maligno de la colina donde estaba la central, sino un sol amable. Sobre sus rayos se extendía el humo de la pipa de Zesar, como el incienso en la iglesia. Y la estufa estaba toda al rojo, tanto la habían cargado aquellos berzotas. También los tubos estaban incandescentes.

Con este calor, si se sienta uno aunque sólo sea un segundo, se queda dormido.

La oficina tiene dos habitaciones; la otra es para el aparejador. La puerta no está cerrada, y desde dentro se oye su voz:

—Nuestro presupuesto para salarios y material de obra está sobrecargado. Con las tablas más caras, para no hablar de la plancha, vuestros presos hacen astillas para la calefacción, y vosotros no os dais cuenta de nada. También descargaron el cemento alrededor del almacén, en día de fuerte viento, y lo acarrearon diez metros con sus cubetas, de modo que en los alrededores del almacén se hunde uno hasta los tobillos en cemento. Cuando los «trabajadores» se fueron, no estaban negros, sino grises. ¿Cuantía de la pérdida?

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