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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

Un día en la vida de Iván Denísovich (12 page)

BOOK: Un día en la vida de Iván Denísovich
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Pero Kilgas trabajaba. En la farmacia se pesan así las medicinas; el farmacéutico no pierde la calma por nada del mundo. Kilgas volvía la espalda a Derr, como si no le viera. Derr se arrastró hasta el brigadier. ¿Dónde quedaba su orgullo?

—¿Qué le digo al aparejador, Tiurin?

El brigadier hacía pared sin volver siquiera la cabeza.

—Di que ya estaba. Cuando vinimos, ya estaba así. Derr se quedó un rato parado. Comprendió que ahora no le asesinarían. Caminó de un lado a otro.

—Eh, S-ochocientos cuarenta y cinco —gruñó—. ¿Por qué aplicas el mortero tan escaso?

Con alguno tenía que desahogarse. Como no podía decir nada de las hileras y junturas de Sujov, la tomaba con la capa de mortero demasiado delgada.

—Permítame una observación —susurró Sujov irónicamente—. ¿Qué pasará en verano, si aplico capa gruesa de mortero? Esta central se derretirá.

—Eres albañil y has de atenerte a lo que te digan.

Derr infló las mejillas; era una de sus costumbres.

Cuestión de opiniones. Quizás el mortero realmente tenga una capa demasiado delgada, podría echar más. Pero eso puede hacerse en una estación más apacible, y no en invierno. Hay que tener consideración con la gente. El trabajo tiene que producir. Pero ¿qué iba a explicarle a aquel hombre, que no entendería nada?

Derr bajó la escalera en silencio.

—¡Arregla el montacargas! —le gritó el brigadier aún—. ¿Somos burros de carga? ¡Hemos de subir las tochanas al primer piso con nuestras manos!

—¡Te pagarán la subida! —respondió Derr desde la escalera, pero tranquilo.

—¿Cómo «carretadas», quizás? Intenta subir las escaleras con una carretilla. ¡Mejor sería que pagarais por «cubetas»!

—Lo siento, ¿a mí qué me importa? La contabilidad no ha previsto «cubetas».

—¡La contabilidad! Aquí trabaja toda la brigada para servir a cuatro albañiles. ¿Cuánto voy a ganar así?

Mientras le gritaba, el brigadier seguía trabajando sin interrupción.

—¡Morteroooo! —gritaba hacia abajo.

—¡Morteroooo! —le hace eco Sujov.

Con la tercera hilera, todo quedó igualado, y con la cuarta empieza de firme. Habría que subir el cordel, pero ya va de todos modos. Saldrá la hilera aún sin cordel. Derr trotó a campo traviesa con el rabo entre piernas. A la oficina, para calentarse. Sin duda se siente incómodo. Debió pensarlo antes de buscarle las pulgas a un lobo como Tiurin. Con tales brigadieres, convenía estar a bien, con lo que se ahorraba uno problemas. Nadie le pedía que se matase a trabajar, le daban una buena ración y tenía una habitación para él solo... ¿Qué más quería? Iba por ahí hinchándose y dándose importancia.

Los hombres de abajo subieron, y contaron que el electricista y el mecánico se habían marchado. El montacargas no sería reparado.

Eso quería decir: ¡a seguir haciendo de burros de carga!

Sujov había visto muchos talleres, y las máquinas siempre se rompían, por sí mismas o por causa de los presos. ¡Hasta la grúa de carril habían roto! Metían una cuña en la cadena, para descansar.

—¡Ladrillos! ¡Ladrillos! —gritaba el brigadier, pues se le habían terminado. Distribuyó sus maldiciones entre los que los lanzaban arriba y los que los traían.

—Dice Pavlo que, qué hay que hacer con el mortero —gritaron desde abajo.

—¡Mezclarlo, naturalmente!

—¡Queda media artesa!

—¡Haced otra!

¡Como por ensalmo! Están haciendo ya la quinta hilera. Apenas hace un momento trabajaban inclinados en la primera, y ahora a la altura del pecho, ¡mira! Por qué no iban a darse prisa, puesto que aún no hay ventanas ni puertas; sólo dos muros lisos, colindantes, y tochanas a montones. Habría que tender el cordel, pero ya es tarde.

—La ochenta y dos ya ha salido a entregar las herramientas —informa Gopsik. El brigadier lanza rayos.

—¡Ocúpate de tus asuntos, mocoso! ¡Acarrea tochanas!

Sujov mira a su alrededor. Cierto. El sol se pone. Con un brillo rojizo, y hundido en una especie de neblina gris plateada. Ahora no habrá quien los detenga. La quinta hilera estaba ya empezada, y la terminarán y nivelarán.

Los portadores jadean como caballos. El capitán se ha vuelto aún más gris. El capitán, ya debe ir por los cuarenta, o poco le falta.

El frío se hace más penetrante. Las manos trabajan, pero a través de los delgados guantes pellizca los dedos. También en la bota de fieltro izquierda penetra el frío. Trap-trap, patea Sujov.

Ahora no hay que inclinarse sobre el muro, pero en cambio hay que agacharse por cada tochana, por cada paletada de mortero.

—¡Muchachos! —se queja Sujov—. ¡Podríais subirme las tochanas al muro!

El capitán lo haría gustosamente, pero no le quedan fuerzas. Aún no está acostumbrado al trabajo. Pero Alioska, dice:

—Bien, Iván Denisovich. ¿Dónde se las deja?

Es incapaz de negar nada, este Alioska, cualquiera que sea lo que uno le pida. Si todos en el mundo fueran así, también Sujov lo sería. Cuando una persona pide algo, ¿por qué no ayudarla? Eso es natural al hombre.

En toda la zona y hasta la central, pudo oírse claramente: golpeaban la viga de hierro. ¡Fin de la jornada! ¡Los había sorprendido! Una vez más se dieron prisa. El mortero debía ser aprovechado.

—¡Mortero aquí! ¡Mortero aquí! —grita el brigadier.

¡Ahí está la segunda artesa, recién mezclada! Hay que seguir haciendo muro, no hay otra solución. Si ahora no sacan el mortero de la artesa, mañana podrán tirarlo todo tal como está. Se convertiría en piedra.

—¡No aflojéis ahora, hermanos! —exclama Sujov.

Kilgas se enfada. No le gusta trabajar con precipitación. Pero mantiene el tipo, ¡qué remedio le queda!

Desde abajo llega Pavlo, con una cubeta al hombro y la paleta en la mano. También él se pone a levantar pared. Ahora son cinco paletas.

¡No queda más que terminar la trabazón! Sujov toma medida a ojo, para ver qué tochana empleará para la unión, y le pasa a Alioska el martillo:

—¡Golpea ahí!

El trabajo precipitado no es bueno. Ahora que todos se dan prisa, Sujov estudia la pared con calma. Ha empujado a Senka a la izquierda, pasando él al rincón derecho, el más importante. Si ahora el muro queda demasiado alto o marran la esquina, todo habrá sido inútil, y mañana les dará que hacer hasta el mediodía.

—¡Alto!

Sujov aparta a Pavlo de un empellón, y coloca él mismo la tochana. ¡Es desde aquí que has de dirigir la visual! Senka ha hecho algo así como una concavidad. De un salto, Sujov está a su lado y la nivela con dos tochanas. El capitán acarrea las cubetas, como un caballo manso.

—¡Dos cubetas más! —grita.

Al capitán le fallan ya las piernas, pero sigue trayendo. Sujov tuvo una vez un caballo así; siempre lo cuidó, pero una vez se lastimó. Tuvieron que despellejarlo.

El borde superior del sol ha desaparecido en el horizonte. Ahora se puede ver sin aviso de Gopsik que todas las brigadas no sólo han entregado ya sus herramientas, sino que toda la gente se arremolina hacia la guardia, como una ola. Nadie sale inmediatamente después de la señal. No son tan tontos como para que quieran pasar frío fuera. Todos se quedan en las naves de calefacción. Sin embargo, luego llega el momento en que todos los brigadieres se ponen de acuerdo y todas las brigadas salen a la vez. Si no se hiciera este acuerdo, la torpe mala fe de los presos los llevaría a competir en estarse sentados. Se pasarían hasta la medianoche acurrucados en las naves de calefacción.

También el brigadier Tiurin se acuerda de su deber. Se da cuenta de que es muy tarde. El encargado de las herramientas le cubrirá de maldiciones.

—¡Ah! —grita—. ¡Por este resto no vale la pena! ¡Portadores! Bajadlo, rascad la artesa, y lo que reunamos lo traeremos a este agujero y lo taparemos con nieve para que no se vea. Pavlo y dos más recogerán las herramientas y se las llevarán. Te enviaré por Gopsik tres paletas; quiero poner en obra estas dos cubetas. Corren a quitar el martillo a Sujov, desatan el cordel. Todos los portadores bajan a donde mezclaban el mortero. Arriba no tienen nada que hacer, sólo quedan los tres albañiles —Kilgas, Klevschin y Sujov—. El brigadier hace la ronda, mira lo que han trabajado, y está contento.

—¿Hemos trabajado bien, eh? Por la tarde, y sin montacargas.

Sujov se fija en que ha quedado mortero en la cubeta de Kilgas. Teme que la tomarán con el brigadier en el almacén, a causa de las paletas.

—Escuchadme, muchachos —dice Sujov—. Entregad vuestras paletas a Gopsik. La mía no está registrada, y no tengo que entregarla. Yo terminaré el trabajo.

El brigadier ríe.

—¿Cómo vamos a dejarte en libertad? ¡El campo estaría de luto sin ti!, Sujov ríe también. Sigue levantando pared.

Kilgas se ha llevado las paletas. Senka alcanza a Sujov las tochanas. El mortero que Kilgas tenía en la cubeta se ha terminado.

Gopsik corre a campo traviesa hacia el almacén de herramientas, para alcanzar a Pavlo. La ciento cuatro cruza el terreno sin brigadier. Si el brigadier es una fuerza, la escolta lo es más. Los que llegan tarde son apuntados y reciben trabajo.

En la guardia hay una acumulación peligrosa. Todos se han reunido. Parece que ha salido también la escolta. Están haciendo recuento.

Al fin de la jornada se cuenta dos veces. Una a puerta cerrada, para saber si se puede abrir, y otra al pasar la puerta abierta. Si a la escolta algo le parece sospechoso, cuentan otra vez cuando todos están dentro.

—¡No importa lo que pase con el mortero! —advierte el brigadier—. ¡Tíralo por encima del muro!

—¡Ve, brigadier! ¡Ve, allí haces más falta!

Sujov suele llamarle Andrei Prokofievitch, pero por su trabajo ahora está al mismo nivel del brigadier. No es que él piense estar al mismo nivel, sino sencillamente siente que es así. Aún bromea mientras se va el brigadier, bajando a grandes pasos la escalera:

—¿Qué, bandidos? ¿Tan poco dura la jornada? ¡Apenas se hace uno al trabajo, se termina el turno!

Se queda solo con el sordo. Con él no se puede hablar mucho. Además, no hay nada que hablar con él; es más inteligente que los otros y comprende sin palabras.

¡Una, el mortero! ¡Dos, el ladrillo! Colocado. Revisado. Mortero. Ladrillo. Mortero. Ladrillo...

El brigadier ha ordenado que no se ahorre mortero. Por encima del muro, y fuera. Pero Sujov es tan bendito, que cada cosa y cada trabajo no hecho le sabe mal, y teme desperdiciar algo. Ocho años de campo de concentración no le han quitado esas costumbres.

¡Mortero! ¡Ladrillo! ¡Mortero! ¡Ladrillo!

—Se acabó. ¡Maldita sea! —grita Senka—. ¡Vamos!

Coge las cubetas y baja la escalera.

Y Sujov —así le eche la escolta los perros— una vez más retrocede y mira a su alrededor. En orden. Ahora camina hacia el muro y mira por encima, de la derecha, de la izquierda. ¡Los ojos sirven de nivel de agua! ¡Nivelado! La mano aún es firme.

Se lanza escaleras abajo.

Senka está saliendo de la nave y cruza por la colina a la carrera.

—¡Vamos! ¡Vivo!—Se vuelve.

—¡Corre, ya voy!

Sujov hace una seña, y corre a la nave. No puede dejar tirada la paleta. A lo mejor Sujov no sale mañana del campo, o la brigada es enviada a la «Sozkolonie». Puede ser también que no vengas por aquí en medio año, y entonces, ¿habría que perderse la paleta? Las cosas se hacen bien o no se hacen.

En la nave de mortero están apagadas todas las estufas. Está oscuro. Atemorizante. No porque esté oscuro, sino porque todos se han ido y él falta aún en la guardia. Eso significa palos del vigilante.

A pesar de todo, lanza una mirada a su alrededor. En un rincón descubre una gran piedra, la aparta, mete detrás la paleta y la cubre. ¡Todo en orden!

Ahora ha de alcanzar a Senka tan pronto como sea posible. Este se ha adelantado cien pasos y está aguardando. Klevschin no le abandonará. Si hay que cargar con responsabilidad, lo harán los dos juntos.

Corren uno al lado del otro, el pequeño y el grande. Senka sobrepasa en cabeza y media a Sujov; hasta su misma cabeza parece más grande.

Hay holgazanes que en los estadios compiten corriendo, voluntariamente. ¡A uno de esos diablos deberían hacer correr, después de toda una jornada de trabajo, con la espalda curvada aún, con guantes mojados y botas viejas de fieltro, y con este frío!

Jadean como perros.

Bien, el brigadier está en la guardia; él ya lo explicará. Corren directamente hacia la multitud, terrible. Un grito de cien gargantas:

—¡A por ellos!

—¡Malditos cabrones, así revienten los tíos marranos!

¡Cuando quinientos hombres le escupen a uno su veneno y su bilis no resulta muy divertido!

Pero lo principal es lo que haga la escolta.

La escolta no hace nada. El brigadier lo ha explicado, es decir, ha cargado con la responsabilidad.

¡Y los otros berrean y maldicen! Aullan tanto, que hasta Senka oye lo que dicen. Aspira profundamente, y comienza a rugir desde su altura. Alza los puños..., en seguida la emprenderá a golpes. Los otros enmudecen. Algunos ríen.

—¡Eh! ¡Los de la ciento cuatro! Ese vuestro no tiene nada de sordo —gritan—. Lo hemos puesto a prueba.

Todos ríen. También los de la escolta.

—¡En fila de a cinco!

La puerta sigue cerrada. Apartan a la multitud de ella. Todos se apiñan en la puerta, como si así pudieran entrar antes.

—¡De cinco en fondo! ¡Primera! ¡Segunda! ¡Tercera!

Cuando llaman a una fila de las cinco, ésta tiene que adelantarse unos metros.

Sujov, entre tanto, ha recuperado el aliento y mira a su alrededor. La luna está roja como un ascua y cruza el cielo en todo su tamaño. Pronto empezará a menguar. Ayer, a esta misma hora, estaba mucho más alta.

Sujov se alegra de que todo haya ido bien. Golpea al capitán en un costado y le sonsaca:

—Capitán, ¿qué sabe usted de esto: adonde va la vieja luna?

—¿Cómo, dónde? ¡Simple! ¡Sencillamente, no se la ve!

Sujov mueve la cabeza, ríe:

—Y si no se ve, ¿cómo sabe que está?

—¿De veras crees que nace una luna nueva cada mes? —se maravilla el capitán.

—¿Qué tiene eso de raro? ¿No nacen cada día nuevas personas? Las lunas podrían nacer también cada cuatro semanas.

—¡Puf! —escupe el capitán—. Nunca encontré un marino que fuese tan tonto como tú. ¿Adonde iría entonces la luna vieja?

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