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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

Un día en la vida de Iván Denísovich (15 page)

BOOK: Un día en la vida de Iván Denísovich
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Adonde quieras, pero el jefe de trabajos echa el guante a los brigadieres:

—¡ Brigadieres! ¡ A la plana mayor!

Sujov corrió como un rayo a lo largo del barracón de las celdas, entre los otros barracones y hasta la entrega de paquetes. Zesar, en cambio, camina con mesura y dignidad hacia el otro lado, donde se hacina un montón de presos alrededor del poste, con el tablero de contrachapado sobre el que se apunta con lápiz copiador la lista de los que han recibido paquetes.

Raramente se escribe con papel en el campo, y más a menudo sobre contrachapado. Se ve más sólido y auténtico sobre una tabla. Tanto los cacheadores como los jefes de obras llevan sus listas sobre una tabla. Pero el día siguiente se rasca, y sirve otra vez para escribir. Ahorro.

El que se queda en la zona del campo puede ganar algo de esta otra manera: lee en el tablero quién ha recibido un paquete, espera al destinatario por la noche al llegar y le dice en seguida el número. Mucho o poco, un cigarrillo siempre cae.

Sujov llegó al reparto de paquetes. El barracón tenía un anexo, y a éste aún había pegado un vestíbulo. Este no tenía puerta exterior y el frío penetraba sin obstáculos, pero siempre se estaba más a gusto con un techo sobre la cabeza.

Los hombres que esperaban en el vestíbulo se habían apoyado en la pared. Sujov se puso a la cola. Quince hombres, más o menos, estaban ante él, o sea una hora bien larga, justo hasta el toque de queda. Los de la columna de la central que se habían dirigido al tablero para leer los nombres, tendrían que colocarse tras él. Y todos los de la fábrica de maquinaria, si no tenían que volver al día siguiente a por sus paquetes, por la mañana.

Hacen cola con bolsos, con pequeños saquitos. Ahí, detrás de la puerta (el propio Sujov no había recibido un solo paquete en aquel campo, pero lo sabía por los relatos), abren la caja con una hachuela; el vigilante lo saca todo por sí mismo y lo examina. Esto corta, aquello parte, aquí manosea una cosa y vierte otra. Si hay algo líquido, en botella o bote, lo abren y te lo vierten: recógelo como puedas, con las manos o con una toalla. No entregan los botes porque tienen miedo. Si hay algo especial de pastel o dulces, un embutido o un pescadito, el vigilante toma una parte con toda naturalidad. (Intenta protestar, que en seguida te echará un discurso sobre lo que está prohibido y lo que no está permitido, y se lo queda todo para fastidiar. Empieza por el vigilante: el que recibe un paquete, tiene que dar, dar, dar.) Aún habiendo pasado el control no te dan la caja. Mételo todo de la mesa a tu bolsa, o recogido en la chaqueta..., y luego, el siguiente. A veces meten tanta prisa que se olvida algo en la mesa. Luego no tienes por qué volver, que ya no lo encontrarás.

En los tiempos de Ust-Ishma, Sujov recibía un paquete de vez en cuando. Pero él mismo escribió a su mujer: «Se lo lleva el gato, no me envíes nada, no se lo quites a los niños.»

Aunque a Sujov, durante su libertad, le costó menos alimentar toda una familia de lo que le cuesta aquí alimentarse a sí mismo, sabía también lo que cuesta uno de esos paquetes; y sabía también que no podía exigir que le mandaran paquetes durante diez años. Prefería pasarse sin ellos.

Pero si bien ésta fue su propia decisión, cada vez que alguno de sus compañeros de brigada o de barracón recibía un paquete (lo que ocurría casi a diario), sentía un peso en el corazón por no recibir él ninguno. Y aunque había prohibido expresamente a su mujer enviarle nada por Pascua, y nunca iba al tablero de lista de nombres, como no fuese para un compañero rico, a veces esperaba que alguno llegase corriendo para decirle:

—¡Sujov! ¿Por qué no vas? ¡Tienes un paquete!

Pero nunca venía nadie corriendo...

Y así tenía cada vez menos motivos para acordarse del pueblo de Temgeniovo y de su casa... La vida aquí se mantenía en suspenso desde diana hasta el toque de queda, sin dejar espacio a recuerdos inútiles.

Al encontrarse así, en medio de los que se gozaban en esperanzadoras imaginaciones, de poder hundir pronto los dientes en un pedazo de tocino o cubrir un pedazo de pan con mantequilla y endulzarse la bebida con azúcar, sólo experimentó un deseo: llegar tan pronto como pudiera al comedor y tomarse su sopa caliente, no fría. Pues fría no valía ni la mitad que caliente.

Reflexionó. Si Zesar no encontró su nombre en el tablero, estaría ya en el barracón lavándose. Si estaba su nombre, ahora iría recogiendo bolsas, vasos de plástico y recipientes. Por esto Sujov había prometido esperar diez minutos.

Haciendo cola, Sujov se enteró de una novedad: otra vez no habría domingo aquella semana, otra vez les robarían el domingo. Ya lo esperaba, y los demás también lo esperaban, pues cuando el mes tenía cinco domingos, les dejaban tres y los demás les hacían ir al trabajo. Lo esperaba, pero al decirlo los otros, algo se revolvió en su interior: el hermoso domingo, tan ardientemente esperado, ¿quién no lo echaba amargamente de menos? Cierto que los otros también tenían razón al decir que la comandancia del campo ya se las arregla para hacerlos trabajar dentro del campo en los días libres; siempre inventan algo..., construir una sauna, o levantar un muro para tapiar un paso, o limpiar el patio. O bien cambiar y sacudir las colchonetas y exterminar las chinches de las yacijas. O bien un control de presidiarios según fichero. O realizar un inventario: todos los trastos al patio, y luego permanecer medio día sentados ahí.

Lo que más los enfurece, en todo caso, es que el preso duerma después del desayuno.

La cola avanzó, aunque lentamente. Era que venían algunos de afuera y apartaban al primero sin más cumplidos; uno de los peluqueros, un contable y uno de la imaginaria. Pero éstos no eran presos como los demás, sino los enchufistas permanentes del campo. Cerdos de primera, que no se movían de la zona del campo. Para los «trabajadores», estos tipos eran la porquería más baja (opinión que ellos a su vez tenían de los «trabajadores»). No tenía sentido buscar disputa con ellos. Los factótums se apoyaban entre sí y estaban bien con los guardianes.

Quedaban aún diez hombres antes que Sujov, y después de él habían venido siete más, cuando apareció Zesar en la puerta, inclinándose para pasar, con la nueva gorra de piel que le enviaron desde fuera. Aquello sí que era una gorra. Zesar había sobornado a alguien, y por esto le permitían llevar aquella gorra nueva de la ciudad, tan estupenda. A los demás les quitaban incluso las viejas gorras del ejército cuando las tenían, dándoles a cambio gorras del campo, verdaderos andrajos. Zesar sonrió a Sujov, saludando luego al tipo raro de las gafas que siempre leía el periódico mientras hacía cola:

—¡ Aaaah! ¡ Piotr Mijalich!

Ambos florecieron como dos amapolas. El raro dijo:

—¡Tengo un nuevo «Vespertino», vea usted! ¡Lo he recibido con faja!

—¡No me diga!

Y Zesar metió también la nariz en el periódico. Y eso que la bombillita del techo daba una luz más que débil, ¿cómo podía ver aquellas letras tan pequeñas?

—¡Aquí hay una recensión muy interesante del estreno de Savadski...!

Los moscovitas se huelen de lejos, como los perros. Y cuando se encuentran, no hacen más que olfatearse. Y empiezan a comadrear, y cada uno quiere hablar más que el otro. Cuando están charlando así, y oyes tan pocas palabras rusas, te parece estar oyendo hablar letón o rumano.

Mas Zesar había traído todos sus bolsos.

—Bien, pues yo..., Zesar Markovitch... —tartajeó Sujov—. ¿Puedo irme ya?

—Naturalmente, naturalmente. —El bigote negro de Zesar emergió del periódico.— Bien, ¿quién está delante de mí? ¿Quién me sigue?

Sujov le explicó quién iba detrás de quién, y como no esperaba que Zesar se acordase por sí mismo de la cena, preguntó:

—¿Quiere que le traiga la cena?

Esto quería decir, del comedor al dormitorio, con la escudilla. Severamente prohibido, por lo demás, sobre esto había muchas disposiciones. Cuando pescaban a uno, le volcaban la escudilla y lo metían en el calabozo... Y a pesar de todo, se traían cenas y siempre se haría, pues cuando uno tenía algo que hacer, nunca quedaba tiempo de entrar en el barracón comedor junto con la brigada.

Preguntó si quería que le trajese la cena, mas pensando en silencio: «No serás tan inhumano. Me regalarás tu cena, supongo. Por la noche, desde luego, no ponen sémola; no es más que una sopa clara...»

—No, no —Zesar sonrió—. ¡La cena es para ti, Iván Denisovich!

¡Eso era lo que Sujov esperaba! Salió volando del vestíbulo como un pájaro puesto en libertad y atravesó la zona corriendo.

¡Los presos corrían en todas direcciones! Una vez el comandante del campo promulgó la siguiente orden: ningún preso podrá moverse solo dentro de la zona del campo. La brigada, siempre que sea posible, se llevará en columna cerrada. Donde no sea posible, como para ir a la enfermería o a las letrinas, se formarán grupos de cuatro o de cinco, que nombrarán al de más edad para llevarlos en formación, esperarlos y volver a traerlos en formación.

El comandante del campo mantuvo insistentemente esta orden. Nadie se atrevió a contradecirle. Los vigilantes pescaban a los que iban solos, anotaban sus números y los metían en las celdas del campo. A pesar de ello, la orden fracasó, envuelta en silencio, como muchas órdenes ruidosas. Cuando te llaman para interrogarte, no van a hacerte venir con un grupo. O cuando tú quieras ir a buscar tus alimentos al almacén, ¿para qué habría de acompañarte yo? O si a uno se le ocurre ir a leer el periódico al hogar, ¿quién querrá acompañarle? Otro querrá llevar a arreglar sus botas de fieltro, otro querría ir al secadero, otro pasear simplemente de barracón en barracón (¡aunque esto es lo que está más severamente prohibido!). ¿Cómo puede conseguirse evitar todo ello?

Con aquella orden, el comandante quería quitarles el último resto de libertad, pero hasta él, el gordinflón, fracasó en el intento.

Cuando Sujov, en el camino hacia su barracón, se tropezaba con algún vigilante, se quitaba la gorra por si acaso. Dentro: un estrépito infernal. Durante el día le habían robado a uno la ración, el del servicio de barracón recibía y devolvía los gritos. El rincón de la brigada 104 estaba vacío.

Sujov ya contaba aquella noche entre las afortunadas, por no haber sido registradas las colchonetas a la vuelta a la zona del campo, ni haberse practicado registro en los barracones durante el día.

Sujov se precipita hacia su yacija, se quita la chaqueta guateada por el camino, la arroja sobre la cama, encima los guantes con el trozo de sierra, y mete la mano para tocar su colchoneta... ¡El pedazo de pan de la mañana aún está allí!

Se alegra de haberlo ocultado y cosido.

¡Ahora, al comedor! ¡Paso ligero!

Corre directo hacia el barracón comedor, sin toparse con guardián alguno. Sólo se cruza con grupos de presos que caminan despacio, discutiendo acerca de su ración.

Fuera, la luz de la luna es más intensa cada vez. Las luces palidecen, y los barracones arrojan negras sombras. La entrada al comedor tiene una ancha escalera de cuatro escalones; también está en la sombra ahora. La lámpara colgada sobre la entrada se balancea a uno y otro lado, rechinando en el frío. Las bombillas tienen un halo irisado, de frío o suciedad.

Existe otra orden severa del comandante del campo: Las brigadas deben entrar en él comedor en fila de a dos. Y más aún: cuando las brigadas llegan ante el comedor, no deben subir en seguida la escalera, sino formar en fila de a cinco y esperar a que los encargados del comedor les den entrada.

El servicio del comedor es defendido férreamente por Kromoj; por ser cojo, se le considera inútil para el trabajo, pero es fuerte el muy puerco. Se ha hecho un garrote de abedul, con el que golpea desde la escalera a los que intentan entrar sin su permiso. Pero hace excepciones. Tiene buen olfato, y hasta en la oscuridad reconoce por la espalda a los que no debe golpear si no quiere recibir una en las narices a su vez. Sólo golpea a los escarmentados. A Sujov le pegó una vez.

¡Se llama «servicio de comedor», pero se comporta como un príncipe!

¡Está a bien con los cocineros!

Hay una densa multitud ante la escalera, en parte porque todas las brigadas se han acumulado a la vez, en parte porque lleva mucho tiempo el ponerse en orden. Pero en la escalera está Kromoj con su ayudante y el encargado del comedor en persona. No tienen guardián; ¡se administran a sí mismos, esos cabritos!

El encargado del comedor es un canalla cebado, tiene una cabeza en forma de calabaza y setenta y un centímetros de anchura de espalda. Tiene tanto exceso de fuerza, que va como sobre resortes, como si sus brazos y piernas fueran de muelles. Lleva una gorra de frisa blanca sin número. Ninguno de los libres lleva una gorra semejante. Lleva además un chaleco de piel de cordero, y sobre el pecho de éste un único número diminuto, del tamaño de un sello de correos: una concesión a Volkovoi. En la espalda no lleva ningún número. El encargado del comedor no saluda a nadie y todos los presos le temen. Tiene en sus manos la vida de miles. Una vez quisieron darle una paliza, pero los cocineros fueron a ayudarle inmediatamente, toda una selección de cataduras criminales.

Habrá una desgracia si ya ha pasado la brigada 104. Kromoj conoce a todos los presos del campo, de vista, y si está al lado el jefe, no deja pasar a ninguno que no vaya con una brigada que no sea la suya, divirtiéndose con fastidiarlo.

A veces los presos se deslizan hacia dentro a espaldas de Kromoj; así pasó Sujov una vez. Pero hoy, estando presente el jefe, no podrá pasar así. Le zurrarían fuertemente la badana hasta dejarle maduro para la enfermería.

Pronto, a la escalera, para ver si entre las muchas chaquetas negras que se divisan en la oscuridad se encuentra la brigada 104.

En este momento las brigadas se precipitan inconteniblemente hacia adelante (¿adonde si no? Pronto sonará el toque de queda), como si fueran a asaltar una fortaleza; suben el escalón primero, el segundo, el tercero, asaltan la entrada.

—¡Alto, hijos de perra! —brama Kromoj, alzando el bastón contra los primeros—. ¡Atrás! ¡En seguida haré papilla a uno de vosotros!

—¿Qué podemos hacer? —aullan los primeros—. ¡Nos empujan desde atrás!

Los de detrás empujan, naturalmente, pero los de delante no oponen resistencia seria, quieren entrar en el barracón cuanto antes.

Kromoj coge su bastón, lo mantiene ante el pecho como una barrera de paso a nivel, y se lanza con todo su peso contra los otros. También el ayudante de Kromoj coge el bastón, y el jefe tampoco repara en mancharse las manos.

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