—¿Estás. estás al corriente de lo que pasó? Grand-Duc tenía que suicidarse, según su cuaderno. Una bala en la cabeza encima de un periódico viejo…
—No…
Malvina había dudado un breve instante, apenas el rato de tres postes eléctricos por la ventana. Insistió: .
—Por lo visto ese gilipollas no sabía apuntar.
¡Mentía! En ese punto al menos, ¡mentía! ¿Grand-Duc había contactado con los Carville antes de ser asesinado? ¿Había revelado algo más que lo que había escrito en su cuaderno?
—¡Grand-Duc había descubierto algo! —dijo Marc casi gritando—. Por fuerza, había informado a tu abuela. ¿Qué os contó?
—¡Antes la muerte!
Era casi una confesión. Malvina cruzó los brazos y volvió la cabeza hacia la ventana, como para evidenciar que no diría nada más. El cristal estaba abierto unos diez centímetros y un ligero viento agitaba los pocos cabellos de Malvina que se escapaban de su lustroso pasador de pelo. Los ojos de Marc se posaron en el bolso de la chica.
—Ok —dijo él—. Si no quieres decirme nada. Voy a servirme yo mismo.
La mano libre de Marc se coló en el bolso.
—¡No toques eso, Vitral!
Malvina saltó como un resorte. La furia propulsó su mandíbula contra la muñeca que tenía el Mauser, con la boca abierta, sacando los dientes, tratando de desgarrarle las venas. El brazo libre de Marc se desdobló, su palma bloqueó el pecho de la chica, y luego la empujó violentamente contra el fondo del asiento.
—Cabrón —susurró Malvina mientras se agarraba al brazo de Marc.
Sus piececitos molieron a golpes las rodillas de Marc. Dudó si sacudir a la chica de una vez por todas, luego renunció a ello. Se contentó con estirar el brazo y continuar manteniéndola a distancia. Malvina se aferró a la chaqueta de Marc, tratando de pellizcarlo, destrozarlo, desgarrar lo que podía, con todas las que fuerzas que le quedaran.
Eran insuficientes frente a Marc. La lucha era desigual. Sus dedos soltaron la presa. Se encontró de nuevo empujada contra el fondo de los asientos, con la cabeza contra cristal.
Marc resopló. Malvina disimuló bajo su largo cabello despeinado una sonrisa de júbilo. En la lucha, un sobre azul había caído del bolsillo de Marc, se había deslizado bajo la silla sin que se diera cuenta. No tenía más que esperar a estar sola para recuperarlo. Tal vez no fuera nada: un boletín de notas, una factura de teléfono. O tal vez era otra cosa…
Marc había abierto su bolso de piel de cocodrilo.
El sobre podía esperar, pensó Malvina, ese hijo de puta no se atrevería de todas formas a…
—¡No hagas eso, Vitral!
Malvina rabió, impotente.
—¿Caliente? ¿Qué ocultas aquí dentro, pilluela?
La mano de Marc examinó a ciegas el contenido del bolso. Unas llaves, un teléfono, una barra de labios, un monedero, también de piel de cocodrilo, un bolígrafo de plata, una agenda pequeña…
Las dos manos de Malvina se pusieron a temblar como si ya no las controlara.
¡Marc se quemaba! Era la visión de esa agenda lo que la ponía histérica. No era exactamente una agenda, por otra parte, más bien una simple libreta, de alrededor de siete centímetros por diez. Marc ya había adivinado el motivo del terror de Malvina: un diario íntimo, o algo que se le parecía.
—Como la abras, Vitral. estás muerto.
—Empieza a cantar entonces. ¿Qué es lo que sabes de Grand-Duc?
—¡Estás muerto! Te lo juro…
—Peor para ti.
Con una mano, Marc manipuló el cuadernito. Las hojas estaban dispuestas casi todas de la misma forma. Malvina había ilustrado las páginas de la izquierda con dibujos, fotos, collages, y había escrito simplemente en las páginas de la derecha, con una caligrafía infantil, tres líneas. Tres líneas cortas, caligrafiadas como poemas breves.
Era sin duda el primero que abría ese cuaderno, y, todavía más, que lo leía. Tuvo cuidado de continuar apuntando el cañón del Mauser hacia Malvina. La chica parecía estar al acecho de la más mínima distracción por su parte para saltarle a la garganta. Se detuvo al azar. En la página de la izquierda estaba pegada la piadosa imagen de un crucifijo. Pero, sobre el cuerpo desnudo del Cristo, la cabeza coronada de espinas había sido reemplazada por la de un chico joven de mirada ardiente, sin duda una estrella cualquiera de la tele que Marc no conocía. Leyó en voz baja la página de la derecha: .
Manosear tus curvas, con mi rosario Tocar tu cuerpo, sobre su cruz Entregarme a ti
.
—Menudos secretitos —gruñó Marc—. ¿Eso es lo que piensas durante la misa cuando miras al niño Jesús.?
Malvina vociferó: .
—¡Eres demasiado gilipollas para comprenderlo! Son haikus. Poemas japoneses. ¡Eres demasiado corto para entenderlo!
—¿Y tu abuela? ¿También es demasiado gilipollas para entenderlo?
Malvina frunció el ceño, como una cría pillada en falta. Marc insistió: .
—¿Entonces? Hablas o continúo. ¿Qué es lo que sabes de Grand-Duc?
—Vete a la mierda…
Los dedos de Marc arrancaron la pequeña página del cuaderno, hizo una bolita con ella y luego la lanzó por la ventana entreabierta del tren.
—Tienes razón. Voy a serte sincero. Ése es pésimo. ¿Lo intentamos con otra página? Venga, vamos a jugar a un juego. Te hago mi pregunta, si no respondes, leo una página. Si no me gusta, una bolita; si me gusta, un SMS para la abuelita Carville.
Marc les dio vueltas a las páginas entre los dedos mientras dejaba escapar una risa ruidosa. Demasiado ruidosa. Trataba de mostrar una fachada de seguridad mientras se sentía cada vez peor invadiendo la intimidad ajena. Malvina se acurrucó en el fondo del asiento, con una postura de gorrión sin defensa. Cada página que Marc desgarraba era como una pluma de ala arrancada.
Las páginas pasaban. Marc se detuvo en la foto de un avión, un Airbus, recortada con cuidado y luego plantada en el hogar de una chimenea.
Pájaro de fuego, Ángel en el infierno Mi carne
.
—Éste es bonito —comentó Marc.
Una bola en la garganta le impedía tragar. No quería dejar traslucir nada.
—Salvo la última línea, «Mi carne». Deberías haber añadido al menos un signo de interrogación, mi pequeña Malvina. Venga, ¡bolita!
Las dos hojas desaparecieron por la ventana del tren. Malvina tuvo un escalofrío. Marc prosiguió: .
—Entonces ¿nada que decirme, Malvina? ¿Qué hacías en casa de Grand-Duc?
—¡Vete a la mierda!
—Como quieras…
Las páginas pasaron de nuevo. Marc detuvo la carrera de las hojas ante la fotografía de una habitación de niña pequeña, sin duda meticulosamente recortada de un catálogo cualquiera de muebles. En el lado derecho de la página, Malvina había pegado una fotografía de
Banjo
, el enorme oso de peluche marrón y amarillo. En medio de la habitación, sobre la cama, una segunda imagen había sido añadida: una fotografía de Lylie, por supuesto. Estaba sentada con las piernas cruzadas, debía de tener ocho o nueve años. Otra fotografía robada por Grand-Duc…
Marc se esforzó por leer con voz neutra. Le ardía la garganta: .
Juguetes olvidados ¿Me has echado de menos Abandonada
?
—Vitral de mierda —susurró Malvina—. Pensar que te he enseñado el cuarto de Lyse-Rose…
—Estoy esperando…
Malvina le extendió a Marc un dedo cordial, inequívoco.
Bolita. Ventana.
Marc buscó en las páginas con más atención. Debía violarla todavía más, más profundamente. Sus dedos se detuvieron en una página, casi la última. La página de la derecha estaba ilustrada con una fotografía de Lylie y de él. Era fácil de fechar: 10 de julio de 1998, por tanto, menos de tres meses antes. Lylie acababa de recibir los resultados de bachillerato. ¡Notable! Marc y ella se abrazaban en el paseo marítimo de Dieppe.
Marc sonrió para sí. Así que Crédule Grand-Duc o Nazim Ozan habían jugado a los
paparazzi
. ¡Era lícito! Después de todo, todavía tenían un contrato, pagado por los Carville. Grand-Duc no lo había ocultado, por otra parte, en su diario. Salvo que Malvina-Manitas se había entretenido recortando. No era Lylie quien abrazaba a Marc en la imagen pegada en la agenda, era el rostro de Malvina, pegado al cuerpo perfecto de Lylie. Un montaje burdo. Una cabeza canija, como reducida por los jíbaros, puesta en un cuerpo de diosa.
Marc leyó con voz monocorde: .
Comerme a tus amantes con los ojos Gemir, tener a tus amantes Sola, juego delicioso
.
Malvina cerró los ojos. No era más que un ratoncito entrampado, sin ratonera donde refugiarse. Marc luchaba contra las ganas de tenderle la libreta, de levantarse, de dejarla allí, de irse. Malvina no era más que una víctima, machacada en el inmenso choque en cadena de esa catástrofe del monte Terrible. Desamparada, jodida.
Como él.
Un niño que al levantarse una mañana se había cruzado con un monstruo en su espejo. Un niño sumido en un fango sórdido de sentimientos prohibidos. Marc se oyó, no obstante, pronunciar unas palabras más mortales que las balas del Mauser que seguía encañonando: .
—¿Guardo éste, Malvina? ¿O prefieres que se lo envíe a tu abuela?
Malvina, con la mirada perdida en la inmensidad de los campos de maíz de la región de Caux, se retorcía los dedos como si fuera a acabar arrancándose uno. Marc clavó todavía un poco más la estaca. Su garganta ya no era sino un desierto árido.
—O mejor, se lo enseñaré a Lylie. ¡Creo que le parecerá muy divertido!
Los dedos de Marc empezaron a desgarrar la página. Malvina abrió los ojos y habló con una extraña lentitud: .
—Crédule Grand-Duc telefoneó a mi abuela. Anteayer. En aquel momento, todavía completamente vivo. Le dijo que había encontrado algo. La solución de todo el caso, parecía. Así, a cinco minutos de la medianoche, ¡el último día! ¡Justo en el momento en que iba a pegarse un tiro en la cabeza encima de la edición de
L’Est Républicain
del 23 de diciembre de 1980! Necesitaba todavía un día o dos para reunir las pruebas, pero afirmaba estar seguro de su jugada, había resuelto el misterio. Necesitaba ciento cincuenta mil francos, también…
Marc volvió a cerrar despacio el cuaderno de Malvina.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Lo escuché por el otro teléfono. Sé pasar desapercibida. Eso se me da muy bien, incluso…
—¿Tu abuela lo creyó?
—Ni idea. Ante la duda, aceptó pagar en cualquier caso. Le importa un bledo la pasta, después de todo. Grand-Duc la ha estado mareando durante dieciocho años. Un día más o menos…
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Creíste a Grand-Duc?
El rostro de Malvina se quedó paralizado en una expresión de incredulidad: .
—¿Es que a ti te parece eso creíble? Encontrar así la solución, de un toque de varita mágica, justo antes de las doce campanadas de medianoche, ¿te parece que eso se sostiene?
Marc no respondió nada. Por la ventana, los manzanares del valle del Scie sucedían a los campos de maíz. Malvina se volvió hacia Marc y continuó hablando en voz baja: .
—He ido a casa de Grand-Duc para encontrarme con él. Para decirle que deje de tocarnos los cojones. Que todo se había acabado, que Lyse-Rose tenía dieciocho años, que ya tenía edad de decidir por sí misma. Los dos conocemos los detalles de la investigación. La esclava, el piano, la sortija. ¡No hay duda! Lo acabas de decir hace un rato en la Rosaleda: es Lyse-Rose quien vive. Émilie se quemó en el avión hace dieciocho años; podrás decirle eso a tu abuela. Es lo que tú piensas, ¿verdad? Es lo que también piensa ella, ¿no?
Sí, eso era lo que Marc pensaba. Malvina tenía razón, de medio a medio.
—Si no has sido tú, ¿sabes quién ha matado a Grand-Duc? —preguntó Marc.
—Ni idea. Me importa un carajo.
—¿Tu abuela? ¿Para no pagarle?
Malvina rió sarcásticamente.
—¿Ciento cincuenta mil francos? Busca otra cosa…
Marc lo encajó antes de hacer una nueva pregunta: .
—¿Grand-Duc le dijo a tu abuela cómo pretendía reunir las últimas pruebas?
—Claro. Le contó que iba a husmear en el Jura. En una casa rural, en el Doubs, cerca del monte Terrible. Era allí adonde mi abuela debía enviar el resto de la pasta.
¿En el Jura? ¿Su célebre peregrinación? ¿En octubre? ¿Por qué jodida razón?
—¿Qué iba a hacer allí? —preguntó Marc—. ¿Buscar las pruebas prometidas a tu abuela?
—¡Nos tomaba el pelo! Eso es todo.
Marc no respondió nada. Se levantó, guardó celosamente el Mauser en el bolsillo de su chaqueta y luego le tendió el cuadernito a Malvina.
—Entonces ¿sin rencores?
—¡Que te den por el culo!
2 de octubre de 1998, 18.10
Marc volvió a su asiento. Pasó en silencio por delante del adolescente de los cascos todavía pegados a sus orejas y del tipo dormido, que había dejado caer sus dos Doc Martens sobre el asiento. El Ruán-Dieppe cruzaba Longueville-surScie y los últimos manzanos desaparecían de nuevo, en un océano amarillo de maíz y de colza. Llegaron a Dieppe en menos de un cuarto de hora.
Marc se sentó y se bebió con avidez más de la mitad de la botella de San Pellegrino. Se aseguró de que el Mauser seguía metido en su bolsillo y luego echó una mirada hacia el fondo del compartimento. Malvina, postrada, no se había movido. Marc sacó febrilmente el cuaderno de Grand-Duc. Había tomado la decisión de terminar la lectura de un tirón. Le quedaban menos de cinco páginas. Todo iba demasiado de prisa. Si no quería volverse loco, debía subir uno detrás de otro los escalones de esa espiral infernal, tan en calma como fuera posible, aunque ignorase adónde le llevaba ese entramado de misterios. Cuando hubiese cerrado el cuaderno, sería el momento de reflexionar sobre las revelaciones de Malvina, ese último giro que Grand-Duc se había sacado de su chistera antes de ser condenado para siempre al silencio.
Diario de Crédule Grand-Duc
Mathilde de Carville me hizo su petición con toda sencillez en el transcurso del año 1995: comparar el ADN de la sangre de la pequeña Lylie Vitral con el de todo el linaje de los Carville. Tenía conocidos en la policía científica, sabía igualmente que me había convertido en íntimo de los Vitral. Pónganse en mi lugar. ¿Cómo rechazarlo? No era fácil, como comprenderán, ser recibido por la tarde en casa de los Vitral como amigo de la familia y luego ir a contarles todo al día siguiente a los Carville. Un culo de mal asiento, si lo prefieren. Pero dejémoslo, una vez más, pasen de mis cambios de humor de espía depresivo, ¡tienen mucha razón!
Si nos situamos en un punto de vista puramente técnico, no iba a presentarme con la tarta de cumpleaños de Lylie y pedirle a Émilie Vitral, o a su abuela, una muestra de su sangre. Mi estratagema estaba cantadísima, se lo concedo, le hice como regalo de cumpleaños a Lylie un florero resquebrajado que no tardaría en romperse entre sus dedos. Aquello funcionó más allá de mis esperanzas. El jarrón estalló en cuanto Lylie lo tuvo entre su pulgar y su índice. Confuso, recogí los pedazos de cristal ensangrentados, los tiré a la basura, salvo aquellos que deslicé en una bolsa de plástico en el fondo de mi bolsillo.
Un juego de niños. Visto y no visto.
Obtuve el resultado del laboratorio unos días más tarde. Si les digo que tuve remordimientos, se burlarán un tanto. Se lo advierto sólo para explicarles por qué le pedí un duplicado a mi contacto del laboratorio científico. Un único análisis. Dos sobres. Uno para Mathilde de Carville, uno para Nicole Vitral. Les remití el sobre azul en mano.
Igualdad.
Así que conocen la verdad desde hacía tres años. ¡La ciencia ha hablado!
¡Listo! Podría quedarme aquí, decirles que les di los sobres a las dos familias y basta. Chao, abuelitas. ¡Apáñenselas con eso!
Pero no soy un ángel. No, por supuesto que no, no resistí la tentación. Sí, leí el resultado. Piénsenlo, quince años de investigación sin ninguna certeza. Me precipité sobre el resultado como un presidiario que después de quince años en el talego se abalanza sobre una puta…
La metáfora es justa. Una putada de resultado.
Decir que ese resultado me sorprendió sería, como dicen los eruditos, un eufemismo. Me caí de culo, sí, el que tenía de mal asiento. Como si alguien en los cielos, el dios o la virgen del monte Terrible, siguiese tomándonos el pelo.
Fue el resultado de los tests, creo, lo que definitivamente me hizo caer por la vertiente de la depresión, lo que me hizo rodar sin fin hacia el fondo, al agujero. Un resultado absurdo, risible, para echar todos estos años de búsquedas a una hoguera, y para tirarme a ella yo también, luego, a falta de haber encontrado a la bruja escondida detrás de todo este caso.
A pesar de todo, desde 1995, seguí siendo leal, como un viejo perro policía fiel. Apenas si proseguí con la investigación. A medio gas. Nazim lo había dejado desde hacía tiempo. Hacía sus chapucillas en negro y a veces ayudaba a Ayla en el kebab, en el bulevar Raspail.
En diciembre de 1997, emprendí mi última peregrinación al monte Terrible. Les confío ahora la última pieza del rompecabezas. No la menos inquietante. Júzguenlo ustedes mismos…
De camino a mi última peregrinación en el Jura, pues. Contaba con paladear hasta el final mis placeres postreros: el cancoillote, el comté madurado y el vino de Arbois de Monique Genevez. Pisar las últimas briznas de hierba, agarrar las últimas ramitas, antes del salto final. Mi peregrinación, mi propio Lourdes. Igualito. El mismo milagro esperado que no se produce jamás.
La última idea me vino durante la noche, en la casa rural. Vayan ustedes a saber por qué. Sin duda me hacían falta sesenta y dos centilitros de vino amarillo para tener imaginación. Mathilde de Carville había tenido mucha razón al darme dieciocho años para investigar. Por lo visto soy más bien lento con el gatillo y ella lo había adivinado. Subí de nuevo por la mañana al monte Terrible con una pala y una bolsa de basura grande. Cavé como un condenado al lado de la cabaña, en el emplazamiento exacto de la tumba. Durante una hora. ¡Diez kilos de tierra! Sin cribar, nada. Cogía todo lo que me venía a la pala. Llevé el total sobre mi espalda como un presidiario. Dos kilómetros. Al llegar al camino, Grégory, el guapo del parque natural, me volvió a bajar en todoterreno con la bolsa. Al día siguiente, enguarré el maletero de mi BMW subiendo en él los diez kilos de tierra y circulé hasta Rosny-sous-Bois para llevárselo todo a mi colega de la policía científica.
No es necesario contar qué morros me puso. ¡Diez kilos de residuos para examinar con microscopio! ¿Para buscar qué? ¿El último capricho de un loco furioso?
Jérôme, el tipo en cuestión, acababa de cargarse con un tercer chaval y una casa en Bondoufle a pagar en veinte años: no dudó mucho tiempo ante el sobre de billetes que doblaba su trimestre de salario de funcionario de la policía científica, contratado con un doctorado y pagado apenas un cuarto del salario de un médico. Eso bien podía llevarle horas, me daba igual.
Me llamó, una semanita más tarde.
—¿Crédule?
—¿Sí?
—He jugado a los jardineros como tú querías. ¿Quieres el pH, el humus, la acidez de tu estúpida tierra? ¿Qué quieres plantar con esto, un huerto para tu vejez?
—Abrevia, Jérôme.
—Ok. Es tierra, Crédule. nada más que tierra.
Había dudado un poco antes del «nada». Conservé la esperanza. «Crédulo» hasta el final.
—¿Nada más?
—Sí. pero aquí nos metemos realmente en lo micro micro. Nada fiable…
—Arranca…
—Como quieras. En la tierra, hay también residuos de hueso. Nada. Partículas. Motas. Unos gramos. Nada que no sea lógico encontrar en un bosque. La tierra no es nunca más que compost, acumulación de diversas cosas muertas encima…
Insistí de nuevo. Jérôme Larcher era el mejor a su manera. Un hacha. Con el mejor material de Francia a su disposición.
—¿Huesos de qué, Jérôme?
—Unos gramos de hueso, te digo, Crédule. A partir de eso, científicamente, no se puede decir nada…
—Vale. científicamente. Pero ¿tú qué dirías?
Jérôme Larcher dudó: .
—Mi intuición, ¿eso es lo que quieres saber? Entonces vale, pero eso no estará en el informe, te lo advierto. Mi intuición es que yo diría que son antes huesos humanos que huesos de animales.
¡La puta!
¡Huesos humanos!
Tenía que exprimirlo todavía más a este Jérôme. No me había dado todo su jugo. Estaba al corriente de la investigación en la que trabajaba desde hacía años.
—¿Puedes datarlos, Jérôme?
—Imposible. No puedo darte una horquilla de menos de diez años, ¿sabes? Eso no va a hacerte avanzar…
—Datar la edad del tío enterrado, quiero decir, Jérôme. No el año de su entierro.
Jérôme hizo un largo silencio. Sentía que no me iba a gustar lo siguiente.
—Crédule. Aquí entramos en el dominio de lo subjetivo. De lo improbable total…
—Ahórrame el preámbulo, Jérôme…
—Vale, vale. Según mi opinión, son fragmentos de hueso de un humano más bien joven…
Unas gotas de sudor helado me corrían por la espalda.
—¿Cuánto de joven?
—Pues…
—¿Un crío?
—Que te quemas, Crédule.
Mi cabeza estaba como atrapada en un torno y cada nueva palabra era como una vuelta de tornillo adicional: .
—¿Qué quieres decir, Jérôme? ¿Un bebé? ¿Jodidos fragmentos de hueso de bebé humano?
—Aquí curro sin red. Ya te lo he dicho. La fiabilidad es cero. Pero eso es claramente lo que yo diría. Fragmentos de un lactante humano.
¡La puta!
¿Qué habrían hecho en mi lugar? ¡Enterarme de eso después de dieciocho años de investigación! Francamente, ¿qué habrían hecho? ¿Aparte de pegarse un tiro en la cabeza?
Los ocho últimos meses no cuentan; ni los diez últimos días, pasados redactando este cuaderno. Ya está. Queda todo dicho. Es 29 de septiembre de 1998, son las doce menos veinte. Todo está en su sitio. Todo ha terminado. Lylie va a cumplir sus dieciocho años en unos minutos. Voy a poner mi bolígrafo en ese bote, enfrente de mí. Me voy a sentar detrás de este escritorio, desplegar
L’Est Républicain
del 23 de diciembre de 1980, el periódico de ese día maldito, y, tranquilamente, voy a pegarme un tiro en la cabeza. Mi sangre se confundirá con el papel amarillento del periódico. He fracasado…Sólo dejo este testamento detrás de mí. Para Lylie. Para quien quiera leerlo.
He hecho recuento en este cuaderno de todos los indicios, todas las pistas, todas las hipótesis. Dieciocho años de investigación. Todo está aquí en este centenar de páginas. Si las han leído con atención, saben tanto como yo. ¿Tal vez serán más perspicaces? ¿Tal vez sigan por un camino que he pasado por alto? ¿Tal vez encuentren la clave, si es que existe una? Tal vez…
¿Por qué no?
Para mí todo ha terminado.
Decir que no me arrepiento de nada sería exagerado, pero lo he hecho lo mejor que he podido.