Estaba acostumbrado a las miradas concupiscentes de los hombres hacia Lylie, pero eso no le impedía estar celoso. Devoraron los quinientos metros de playa de Pourville rápidamente, empezaban ya la subida de Varengeville, la más abrupta, la más abrigada de los vientos del oeste. La vertiente donde se escondían los chalets más bonitos, a causa de la vista y del clima. ¡Cerca de cien metros de desnivel!
A Lylie le costaba un poco. Marc la seguía sin problema. Observaba el valle salvaje del Scie, a lo lejos. Sobre todo, evitaba poner la mirada delante de él. Justo delante. Las nalgas de Lylie se agitaban a la altura de sus ojos, ondulantes, saltarinas, vivaces.
Perturbador. ¿Lylie se daba cuenta? Una última curva y la costa se acabó, por fin. Marc aceleró, se puso a la altura de Lylie. Corrieron uno al lado del otro. Lylie volvió la cabeza hacia Marc. Sonriente. Radiante.
Estaba tan guapa.
Una emoción crecía en Marc. No era nueva. ¡Oh, no! Pero sí más intensa, más potente que nunca. La carretera era llana, o casi, durante cuatro o cinco kilómetros, hasta el cementerio marino de Varengeville, su objetivo. Varengeville era el municipio más arbolado de la costa de Albâtre y se agradeció la sombra. Pasaron la casa solariega de Ango, el parque floral de les Moutiers, corriendo siempre uno al lado del otro, sin tener en cuenta a los coches de detrás, a los que les costaba adelantarlos.
A doscientos metros de la llegada, Lylie hizo como si esprintara. Marc le dejó quinientos metros de ventaja. No debería haberlo hecho. El sudor corría por la espalda desnuda de Lylie. Las gotas se deslizaban hasta el final de su espalda. Piel y perlas. Como una fuente alegre en la que a Marc sólo le apetecía hacer una cosa: hundir su boca.
Calmarse. Sobre todo, debía calmarse.
Marc aceleró, adelantó a Lylie riéndose, ralentizó justo para llegar a la vez que ella. Lylie se desplomó sobre el césped, agotada. Marc apartó de nuevo la mirada del cuerpo estirado, expuesto al sol.
Caminó, empujó la puerta del cementerio marino. Lylie se unió a él unos segundos más tarde. No estaban solos, ni mucho menos. Una buena veintena de turistas circulaban por allí, buscando la tumba de Georges Braque, su vidriera en la iglesia, posaban ante las majestuosas vistas. Dieppe. Criel. Le Tréport. Todo el litoral hasta el acantilado muerto, en Ault, en Picardía.
¿Cuántas parejas de novios iban a casarse allí? En esa encantadora iglesia de arenisca suspendida entre la vegetación, entre cielo y mar.
El propio Marc. ¿Soñaba con ello?
Ahuyentó esos pensamientos estúpidos.
—¿Nos volvemos?
Se había enterado de que el acantilado retrocedía más todavía allí que en cualquier otra parte. Todo estaba podrido, por debajo. La creta estaba empapada de agua. Friable. Un día u otro, todo caería al mar. La iglesia. Las tumbas. El calvario de arenisca.
Todo. Al agua, luego barrido en dos días por la marea.
Lylie había bebido un trago del grifo que había a la entrada del cementerio y ya había vuelto a irse.
Marc la seguía, dócil.
El flujo continuo de coches de turistas desfilaba enfrente. Al estar el borde de la carretera estrecha delimitado por un talud instalado y cuidado, se hacía imposible correr uno al lado de la otra esta vez. Marc tenía que ajustar su paso al de Lylie, conformarse con contemplar delante de él esa espalda empapada en sudor, esas nalgas bien contorneadas, esa nuca de terciopelo salpicada de vello rubio.
No había que hacerlo, no obstante.
¿Por qué?
«¿Por qué?», gritaba una voz en su cabeza.
No mirar más. Concentrarse únicamente en su ritmo cardíaco, en sus zancadas. No ser ya más que una máquina sin emociones.
Volvían a bajar por Pourville. Las casas solariegas de la Belle Époque se sucedían, rivalizando en fantasía barroca. De súbito, Lylie giró a la izquierda en dirección al desfiladero de Petit Ailly, una playita al final de un valle de acantilado casi secreto, conocido sobre todo por los habituales. Sin duda numerosos, en cualquier caso, ese 16 de agosto. Marc se puso de nuevo a la altura de Lylie.
—¿Adónde vamos?
La mirada de Lylie brilló.
—¡Un capricho! ¿Quién está conmigo?
Se volvió de nuevo. A la derecha. A pleno bosque. A partir de allí ya no había camino, sólo un bosquecillo de sauces. Doscientos metros apenas más lejos, salieron del bosque. Pasaron una charquita a su derecha. Debían de haber entrado en una granja. Lylie continuó por el campo, a cielo abierto. A grandes zancadas.
Bajaban ahora hacia el mar siguiendo una cuesta bastante empinada. Lylie proseguía su carrera. Por encima de ellos, en el prado, las vacas se los quedaban mirando. A medias sorprendidas, a medias amedrentadas.
Ningún granjero, en cambio. Lylie bordeaba una cerca electrificada. Resultaba evidente que conocía el lugar. Marc hizo un esfuerzo de concentración, las guías de senderismo del camino litoral GR 21, que tan a menudo había recorrido, pasaron por su cabeza. Habían torcido al norte del desfiladero de Petit Ailly. Según recordaba, habían tenido, pues, que cruzar la granja de Pin-Brûlé, luego la de Morval. Marc ya no tenía más dudas sobre su destino: el puerto de Morval, cuya existencia no conocía más que por los mapas. Se trataba de una de esas pequeñas caletas inaccesibles para los turistas, ocultas desde otros accesos al mar. Una playa privada únicamente reservada para el campesino dueño del lugar, que sin duda no se mojaba allí nunca las botas.
En los veinte últimos metros antes de acceder al mar, el valle del acantilado se había desmoronado. La arcilla afloraba y manaba en lenguas ocres hacia el mar. Tenían que franquear un agujero de diez metros, no muy difícil de escalar, y que presentaba la ventaja de volver la playa totalmente invisible desde el campo.
Lylie se resbaló en la arcilla. Sus largas piernas y su piel Sergio Tacchini se tiñeron de barro rojo. Se quedó de pie sobre los guijarros. Orgullosa. Triunfal.
Marc la había seguido sin dificultad. El mar empezaba a bajar, despejando tres buenos metros de arena tras los guijarros.
Lylie dejó caer el coletero azul por su cabello. Cayó como una cascada de oro. Marc tuvo un escalofrío.
—¡Una ligereza! —dijo Lylie con una mueca adorable, como para hacerse perdonar—. ¿Un chapuzón?
Marc no respondió. Sobrepasado. Inquieto. Todavía con ese mal presentimiento.
—Vamos —prosiguió Lylie—. ¡Estoy empapada de sudor! Para una vez que hace bueno. ¡Es el mejor día del verano!
Lylie tenía razón. Desde un punto de vista estrictamente meteorológico al menos.
El agua en calma. El calor. La arena. El silencio.
Su intimidad.
¿Cómo resistirse?
Lylie, de todas formas, no esperó a la respuesta de Marc. Las dos deportivas avanzaron sobre los guijarros. La chica se metió en el agua. Su traje de triatleta estaba tanto adaptado para la carrera como para la natación. Marc llevaba una camiseta amplia con los colores del Stade de Toulouse y unas mallas de tela. La camiseta se unió a las deportivas sobre los guijarros. Las mallas se quedarían empapadas. Qué se le iba a hacer.
Nadaron cerca de una hora. Con calma.
Marc empezaba a volver en sí. El cuerpo de Lylie se perdía en el agua gris de la Mancha. Alternaban la braza y el crol, uno junto al otro, cómplices, felices.
Lylie tenía razón, como siempre. Había cedido a un capricho delicioso.
¿Qué se había imaginado?
¿Una trampa?
Era su mente pervertida la que había fantaseado con ello…
Un chorro de agua inundó sus pensamientos. Lylie rompió a reír y salpicó a Marc una segunda vez. Él respondió. Lylie protestó para que no se dijera, dejó que Marc se volviera a ir, luego, con un rápido movimiento de cintura, se encaramó a sus hombros y le hundió la cabeza bajo el agua. Marc no se resistió, aunque Lylie no pesaba tanto.
Marc recobró la respiración escupiendo agua salada. Lylie había tomado dos metros de ventaja, riéndose a carcajadas.
—Nooo…
Marc la cogió primero por un pie. Ella protestó sin convicción: .
—¡No vale!
Tiró de ella hacia él. Había jugado tantas veces así con Lylie cuando eran pequeños, en la misma agua jabonosa de una bañera minúscula. La mano firme del chico agarró la cintura de Lylie. Ligera como una pluma. El látex tenso que ceñía las nalgas de Lylie se pegó al torso de Marc.
—Estás haciendo trampas…
Lylie se reía todavía.
Marc subió la mano, atrapó un brazo, un hombro. Empujó suavemente, justo para hacerle una ahogadilla a Lylie, unos centímetros, sin hacerle daño. Marc se sirvió de su peso como apoyo. Salió del agua mientras Lylie se hundía en ella. El pecho de ella se apretujó contra el vientre de Marc, bajó más. Los hombros, luego el rostro de la chica, los ojos cerrados por el miedo a la sal, rozaron su torso.
Un metro más bajo el agua.
El rostro de Lylie se pegó a la tela mojada de las mallas de Marc. Su boca tocó el sexo del chico, por accidente, casi.
Marc estaba teniendo una erección.
Muy grande.
¿Cómo podía ser de otra manera?
A lo lejos, en la balsa de aceite del mar, un ferry abandonaba el puerto de Dieppe, en dirección a Newhaven. Algunos triángulos blancos se agitaban en su estela, gaviotas sin duda, o pequeños veleros, era difícil distinguirlos a esa distancia.
Lylie y Marc no decían nada. Nadaron con calma hacia la playa. La arena estaba casi seca. Lylie se tumbó boca abajo.
—¿Me seco un poco antes de irnos?
Las únicas palabras que había pronunciado, con voz de circunstancias. Una voz nueva, como si le hubiese mudado. Una voz de adulta. Marc se quedó sentado, encogido, rodeando con los brazos sus rodillas dobladas, mirando fijamente al horizonte.
¿Cuánto tiempo duró aquello? ¿Unos minutos? ¿Horas?
El ferry había desaparecido desde hacía mucho tiempo en el horizonte, hacia Inglaterra, y las gaviotas, o los veleros, habían regresado al puerto. El mar parecía tan vacío como un desierto.
Lylie se levantó de repente. Silenciosa. Marc no distinguía más que su sombra sobre la arena. La chica se cruzó de brazos y de un solo gesto hizo que se deslizara por encima de su cabeza el top de su equipación. Dejó con cuidado la camiseta sobre la arena, bien extendida, para que se secara. Cuando se inclinó, Marc no necesitó volver la cabeza para ver cómo se destacaba el perfil de dos pechos. Pequeños y firmes. En sombras chinescas, como los de una geisha.
Por si no era suficiente…
Lylie bajaba las manos por la cintura. La sombra ondulaba, casi como si bailara. La tela se deslizó primero lentamente, milímetro a milímetro. Su segunda piel se despegaba. Sí, la chica estaba mudando. La tela cayó a la arena.
Como una piel muerta. Flácida. Inútil.
Marc contemplaba la sombra negra, inmóvil, pigmentada de millones de granos claros. La sombra era la misma, igual a la de los instantes anteriores. Misma estatura, mismas piernas, mismos muslos. La silueta era idéntica, con o sin segunda piel.
Y aun así…
Lylie volvió a tumbarse. Siempre boca abajo.
Marc esperó horas. Minutos.
Nadie fue en su auxilio, ni vela en el horizonte, ni turista extraviado, ni granjero enfurecido.
Lylie sintió la mano caliente de Marc ponerse en la parte baja de su espalda. La arena pegada volvía su palma un poco rasposa. Ella tuvo un escalofrío y se volvió.
¿A quién más podía entregarle sus dieciocho años?
* * *
Marc abrió los ojos. Estaba cubierto de sudor. Por la ventana del tren, una serie interminable de postes de alta tensión se abalanzaban sobre su cara.
Esbozó un movimiento hacia atrás.
¿Era un monstruo?
Marc sentía cómo los veinte gramos del sobre azul del laboratorio pesaban en su chaqueta. El test de ADN.
¿Eran unos monstruos?
Abrirlo. Saber. Tener la prueba…
La puerta del vagón se abrió y entró Malvina de Carville.
2 de octubre de 1998, 17.29
El agua hirviendo caía en forma de lluvia sobre el cuerpo desnudo de Lylie. Tenía los ojos cerrados bajo el chorro, tratando de recobrar un mínimo de serenidad. De calma, al menos. Su mano ciega apretó la pera blanda de jabón antiséptico. Se frotó el cuerpo hasta la histeria: los pechos, el vientre, el pubis. La crema blanca chorreaba, lechosa, hasta sus pies. Lylie se enjuagó largo rato. Se esforzaba por estar limpia, tanto como fuera posible. La fachada, al menos. Salvar las apariencias.
Acabó saliendo, enrollada en una gran toalla blanca. El cabello mojado goteaba sobre la tela rizada. Lylie limpió el espejo empañado de un manotazo. Su reflejo borroso la asustó, como si el rostro de una desconocida hubiese reemplazado el suyo. La quimera del espejo desapareció de nuevo en el vaho. Lylie se cepilló los dientes, fuerte, demasiado fuerte, hasta hacerse sangre.
Lo había echado todo, hacía un momento, en la calle, en el cruce de la avenida Choisy. Había derramado sobre la acera sus entrañas radiactivas. El vodka, el whisky, el tequila. Un policía joven la había recogido, a cuatro patas, al borde de la alcantarilla. Le había tendido un clínex. Se había secado, todavía doblada en dos, mientras una madre de familia hacía rodar el cochecito de su bebé por encima de su vómito. El policía habría podido meterle un paquete. Lo habría hecho si no lo hubiese mirado con sus ojos de cordero degollado, unos ojos húmedos.
«Es la primera vez, señor agente.» .
Había colado. Por los pelos.
Había devuelto una segunda vez. Media hora antes, en la habitación, al pie de la cama. Ya no tenía nada más que echar, aparte de las tripas. Le había dolido a morir.
Lylie salió del cuarto de baño.
La chica tumbada en la otra cama, en la habitación, esperaba de forma evidente su vuelta con impaciencia.
—Han venido a limpiarlo todo mientras te estabas dando tu ducha…
La chica aún no tenía dieciséis años, cabello pelirrojo cortado a cepillo y dientes ya amarilleados.
—Tienes suerte, en un sentido —prosiguió la chica—; yo me quedo con todo. Tengo la impresión de pudrirme por dentro, a veces. Me muero por poder potar.
Lylie tenía todo menos ganas de charla. A Dientes-Amarillos le daba igual. Buscaba una oreja disponible, nada más.
—Es la segunda vez que estoy aquí —prosiguió—. ¡Soy una reincidente! ¡Así que se ponen de morros! Ayer tres horas de sermón. Están dejando que me pudra, los muy maricones.