Un avión sin ella (38 page)

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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

BOOK: Un avión sin ella
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Pierre la había acondicionado él mismo con la ayuda de un primo, mecánico en Neuville. Era el primo quien continuaba manteniendo de vez en cuando el vehículo. La Citroën no aparentaba su edad. Doscientos ochenta y tres mil kilómetros. «Una bestia infatigable», afirmaba el primo. Marc no tenía más opción que creerlo, a pesar de la carrocería abollada, las marcas de óxido, el limpiaparabrisas interior pegado con cinta aislante, el capó delantero que ya no cerraba del todo…

Marc consultó su reloj. Un poco más de las cuatro de la mañana. Dieppe dormía. Cruzó una ciudad fantasma extrañamente vigilada por máscaras de seda agitadas en el cielo por un viento que las arremolinaba. La Citroën funcionaba ruidosamente, pero funcionaba. Marc no quería cantar victoria demasiado rápido, tenía más de seiscientos kilómetros por recorrer. Se había tomado tiempo para consultar el mapa. Prefería evitar París y cortar por el norte. Lo había anotado todo en una hoja: Neufchâtel-en-Bray, Beauvais, Compiègne, Soissons, Reims, Châlons-en-Champagne, Saint-Dizier, Langres, Vesoul, Montbéliard, el monte Terrible. Había calculado que le harían falta cerca de diez horas para completar el camino. Si todo iba bien.

Marc bordeó el puerto. Le quedaba subir el bulevar Chanzy y saldría de Dieppe. No se cruzó con nadie en las calles. Al final del bulevar, Marc pasó por delante de la estación. Volvió la cabeza automáticamente. Una chica dormía en un banco…

La Citroën pegó un frenazo brusco. ¡Al menos los frenos funcionaban!

El claxon también.

Malvina de Carville se despertó sobresaltada. Al instante siguiente, su mano se volvió a cerrar alrededor de uno de los guijarros que se había cuidado de llevarse antes de abandonar la playa. Loca, quizá, pero prudente. Se levantó. Reconoció por fin a Marc al volante del vehículo naranja y rojo. Abrió la ventana de guillotina.

—A pesar de todo, ¿no irás a apedrear la camioneta?

—¡No tienes más que devolverme mi pipa!

—Está en mi bolsillo, ya ves. Bien guardadita. ¡Sube!

Malvina abrió unos ojos incrédulos.

—¿Te vuelves al mercadillo o qué?

—Sube, te digo. Me voy en peregrinación. Con lo pirada que estás, el viaje debería interesarte.

Malvina se acercó sin aflojar su presa alrededor de la piedra. Escudriñó con escepticismo el óxido, el hueco entre el capó y el motor.

—¿No me digas que pretendes ir hasta el monte Terrible en ese ataúd ambulante?

Marc encajó el recordatorio, evitó preguntarse si era voluntario o no.

—Estoy seguro de que nunca has puesto los pies allá en el Jura. Y de que te estás muriendo de envidia.

Malvina soltó el guijarro.

—¡Has dado en el clavo!

Marc abrió la puerta del acompañante. A Malvina le costó un poco levantar la pierna hasta el estribo de chapa amarilla elevado. Gruñó: .

—En tu asquerosa camioneta, no vamos a llegar ni a París.

—Vete a la mierda. Y no pasamos por París, acortamos por el norte…

Marc le tendió a Malvina la lista de las ciudades por las que cruzarían.

—Joder —dijo la chica—. Menudos poblachos. Más vale que no nos quedemos tirados. En realidad, ¡eres tú el más tarado de nosotros dos!

Marc no hizo caso. Siguieron silenciosamente la comarcal 1. La carretera se adaptaba con largas curvas al fondo del valle de la región de Bray. Después de diez minutos, Marc fue el primero en romper el silencio: .

—Perdónanos por lo de ayer por la noche, no te invitamos a cenar. Otra vez será, ¿verdad?

—Tranqui, sé apañármelas. He hecho buenas migas con unos chicos de por aquí…

Nuevo silencio de diez minutos. Se acercaban a Neufchâtel-en-Bray.

—¿Qué cojones vamos a hacer allí? —soltó de repente Malvina.

—Nos vamos en peregrinación, ya te lo he dicho…

Malvina miró a Marc con cara de curiosidad.

—¿Y esto te ha dado así de repente? Creía que el caso se había acabado. Ese estúpido test de ADN que mi madre pidió. Libélula es tu hermana pequeña, está escrito negro sobre blanco. ¿Es porque te la follas por lo que estás de bajón?

Marc entraba en una localidad, dio un frenazo brusco. Malvina se vio pegada al asiento. El cinturón de seguridad, demasiado alto, le cortó en el cuello.

—Si frenas cada vez que te tire una pulla, no llegamos…

Una pulla…

Pensar que iba a tener que soportar diez horas a esa chica. Replicó como pudo: .

—Perdóname por lo del cinturón, se me ha olvidado la silla de bebé en casa de la tata…

—Ja, ja, ja —rió Malvina—. Si pones tu humor a mi nivel, presiento que no vamos a aburrirnos en la carretera.

Marc no tenía ningunas ganas de seguirle el juego. Dejó pasar de nuevo un largo silencio, luego acabó preguntando: .

—¿Es que tú te crees ese estúpido test de ADN?

—¡Antes la muerte que creer en ese papelucho!

—Entonces, está bien, estamos de acuerdo.

Malvina insistió mientras tiraba de su cinturón: .

—¡Es falso! Siempre he sabido que Grand-Duc estaba de vuestra parte. Por culpa de sus remordimientos. Por culpa de los melones de tu abuela, también…

Esta vez, Marc no frenó, pero se preguntó seriamente si no dejarla allí, en el borde de la carretera. Lo habría hecho si no la necesitara. Debía ser paciente, Malvina sería útil, se había traicionado ya, sin darse cuenta. Acababa de hablar de los remordimientos de Grand-Duc. Eso no era más que un comienzo…

Mantuvieron el silencio cerca de una hora, hasta Beauvais. La nacional se sucedía, desierta, monótona. Malvina se inclinó hacia adelante. El viejo cinturón de seguridad polvoriento, rígido, le rozó la oreja.

—Apuesto a que no funciona la radio.

—La radio está escacharrada. Eso seguro. Pero el lector de casetes todavía debe de funcionar. Los minicasetes que escuchábamos cuando éramos críos todavía estarán ahí…

Malvina rompió a reír.

—¡Joder! Minicasetes. ¿Eso todavía existe?

—Mira en la guantera, delante de ti. Vas a encontrarte una docena.

Malvina abrió la guantera.

—¿A qué se parece un minicasete?

Se volvió hacia Marc, casi con malicia en los ojos.

—¡No irás a pegar un frenazo por eso! ¡Estoy de coña!

Se pasó unos minutos escudriñando los minicasetes, luego metió uno en el lector sin enseñárselo a Marc. Un
riff
brutal de guitarra mezclado con el sonido de una sirena de policía llenó el habitáculo de chapa ondulada.
La ballade de Serge K
. La ronda nocturna de un detective privado solitario.

Marc reconoció el álbum al primer acorde.
Poèmes Rock
.

«Mañana, mañana. Mañana como ayer», cantaba la voz nasal de Charlélie Couture.

—Estaba seguro de que pondrías ése —dijo Marc.

—Me lo imagino. No quería decepcionarte…

Marc sonrió a su vez. Entraban en Beauvais. Incluso a las cinco de la mañana cruzarla se hacía pesado. Avanzaron a saltos lentos entre semáforos tricolores aparentemente regulados por un funcionario sádico para que un automovilista que respetase los límites de velocidad los cruzase todos en rojo.

—Tienes razón —dejó caer Marc entre dos semáforos—. Lo confirmo.
Poèmes Rock
es el mejor álbum de rock francés jamás escrito…

—Pues ni idea. No conozco más que una canción. Ya te imaginas cuál. Pero como no tienes CD, hay que chuparse toda la cara A…

—¿Qué escuchas normalmente?

—Nada.

La voz de Charlélie Couture llenó el silencio que siguió. Salieron, por fin, de Beauvais. La cara A se terminó. Malvina le dio la vuelta al casete, sin decir una palabra, y subió el volumen de la radio. Demasiado alto. La chapa vibró con los primeros acordes de piano.

Como un avión sin ala

he cantado toda la noche,

sí, he cantado por aquella

que no me creyó en toda ella.

Un escalofrío recorrió la nuca de Marc. Malvina había cerrado los ojos, abría los labios, cantaba la letra; movía los labios más bien, su boca deformada no producía ningún sonido.

Aunque no pueda echar a volar,

llegaré hasta el final,

oh, sí, quiero jugar,

aunque no tenga buenas cartas.

A su pesar, Marc había reducido un poco la velocidad. Había escuchado esa canción centenares de veces. Cuando estaba solo. Cuando se protegía, cuando dudaba. Siempre sin Lylie. Lylie no la soportaba. Se ponía a chillar en cuanto la oía. Cuando tenía ocho años, Lylie había roto en pedazos un transistor de una amiga, Manon, contra los azulejos de la cocina, simplemente porque sonaba la canción por la radio.

Escucha la voz del viento,

que se desliza, se desliza bajo la puerta,

escucha, cambiemos de cama,

cambiemos de amor, cambiemos de vida,

cambiemos de luz.

A Malvina parecía embargarla la emoción. El desgarrador solo de guitarra no ayudaba nada. Marc miraba fijamente al horizonte.

Ay, libélula, tú tienes las alas frágiles,

yo, yo tengo la carlinga rota.

La voz de Charlélie Couture se alejó poco a poco. Malvina sorbió por la nariz. Marc no dijo nada. Continuaron su camino. La nacional pasaba, atravesando tristes pueblos que, en el vano intento de un rodeo, mostraban con profusión de carteles el número de muertos en carretera y el número de vehículos pesados que pasaban cada día. Veinte minutos más tarde se acercaban a Compiègne. La circulación comenzaba a ser más densa.

A la salida de Compiègne, Marc se volvió hacia Malvina.

—En el próximo pueblucho, si vemos una panadería abierta, podríamos parar a comer algo.

Malvina se volvió hacia la parte trasera de la camioneta.

—¿Y eso? Creía que ibas a dejarme el volante, y mientras conducía, te ibas a deslizar a la parte trasera de la camioneta para prepararlo todo. Creps. Gofres. Como el yayo y la yaya.

Marc no respondió nada. Ya no valía la pena, había tomado una decisión. Era el momento. Después de todo, en cierta forma, era Malvina quien había abordado la cuestión. Cruzaron un pueblecito, Catenoy, cuyo centro, iglesia, colegio y ayuntamiento habían sido prudentemente construidos lejos de la nacional. Marc aparcó en un vasto aparcamiento polvoriento. Al fondo del parterre asfaltado, todas las casas, todos los comercios estaban cerrados, incluso el restaurante, que mostraba orgulloso su menú completo para camioneros a cuarenta y nueve francos. Marc comprobó que el Mauser estaba todavía en su bolsillo, quitó las llaves del contacto, luego bajó de la Citroën. Algunos abedules de hojas ennegrecidas por el flujo incesante de vehículos pesados bordeaban el aparcamiento. Marc se alejó un poco, hizo pis detrás de un árbol y volvió a la camioneta.

Malvina no se había movido. Marc se acercó a la puerta del acompañante. La abrió. Sacó del bolsillo trasero de su vaquero cinco hojas arrancadas y se las tendió a Malvina.

—Toma, lee esto.

Malvina abrió unos ojos de sorpresa. Marc recalcó: .

—Son unas páginas del cuaderno de Grand-Duc, su célebre libreta. Su investigación. Lee esto, es un pasaje muy instructivo. Luego tengo otra cosa que enseñarte.

Capítulo 52

3 de octubre de 1998, 06.13

Mathilde de Carville rascó la cerilla y la acercó al gas. Un círculo azul de llamitas lamió la cacerola de agua. Se volvió, observó una última vez el ejemplar de
L’Est Républicain
del 23 de diciembre de 1980 y luego arrancó la primera página. La retorció haciendo una vela de papel, la acercó a las llamas. La vela se convirtió en antorcha. Mathilde de Carville no la soltó, encima del fregadero, más que cuando el fuego le ennegreció las uñas.

Esa portada de periódico ya no servía de nada. Había encontrado el sobre dejado en el
hall
de la entrada el día anterior, por la tarde. El periódico estaba doblado en el interior, como le había pedido a esa secretaria. Una espabilada, al final. Lo había leído. No había tardado ni un minuto en entenderlo. ¿Cómo no entenderlo?

Grand-Duc no iba de farol. Tenía toda razón. La verdad saltaba a los ojos, nunca mejor dicho, pero con una condición, una sola. Abrir ese periódico dieciocho años más tarde.

¡Qué ironía!

Así que habían ido desencaminados desde el comienzo.

Peor. Su marido se había comportado como el más despreciable de los criminales. Había matado. Por nada. Ella no valía mucho más. Había cerrado los ojos. Por Lyse-Rose. Lo había aceptado, con conocimiento de causa. Habían castigado a unos inocentes. Unas víctimas, como ellos. La verdad saldría a la luz un día de ésos. No tendría valor para enfrentarse al juicio de los hombres. En cuanto al juicio de Dios…

Mathilde de Carville mojó un dedo en el agua sin vacilación alguna. Estaba templada, sin más. Linda estaba allí arriba, en el cuarto de invitados. Dormía. Se había desmayado en el
hall
después de haber descubierto el cadáver de Léonce. No había dado ni diez pasos antes de desplomarse sobre el parquet. Mathilde le había dado un calmante, luego un somnífero, la había tumbado en la cama, había avisado a su marido de que su esposa dormiría en la Rosaleda, cosa que pasaba a veces cuando Léonce se encontraba mal. No le había hecho preguntas, pagaba bien, lo bastante como para que su tata hiciese horas adicionales.

Mathilde abrió un armario, sacó de él un cristal envuelto en papel de periódico. Linda iba a despertarse. La primera cosa que haría sería correr a la policía, por supuesto. Mathilde no iba a impedírselo. ¿Qué podía hacer ella? No iba a asesinar a esa pobre chica. Pensándolo bien, la tarde anterior debería haber esperado unas horas, debería haber aguardado hasta que Linda volviera a su casa. Entonces se habría quedado a solas con Léonce, como todas las noches. Todo habría sido mucho más simple. ¡salvo que estaba más allá de sus fuerzas! Esperar varias horas, después de haber recibido el periódico, después de haberlo entendido todo. Mil veces, todos estos años, había pensado en hacer justicia ella misma. «Hacer justicia». Palabras muy grandes. Todo de lo que podía fanfarronear era de haber acortado los sufrimientos de un enfermo. Justicia, Dios ya la había dictado.

Era ahora su turno de presentar el peso de sus remordimientos en la balanza.

Así que, la policía, el escándalo…

Daba igual. Ya no estaría allí para hacerles frente.

El dedo de Mathilde de Carville removió de nuevo el agua sobre el gas. ¡Casi quemaba! Resopló de alivio. Pronto, todo habría acabado. Cortó el gas, vertió el agua a punto de hervir en un gran bol de terracota ocre, lo dejó en una bandejita de plata, con el frasco, una cucharita, y salió de la cocina.

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