Última Roma (16 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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—No. Con el mayor de los respetos, eso habría sido un error. Los espías de los visigodos se habrían enterado de vuestra presencia de todos modos. Y una forma de obrar tan solapada habría llamado la atención. Es mejor moverse de forma abierta.

Sonríe. Una sonrisa fiera que, con esa barba roja, le dan por un instante aspecto de demonio.

—Hemos hecho correr rumores que son en parte verdad. Que eres un viajero de alto rango llegado de muy lejos. Que vienes a Cantabria a conocer al venerable Emiliano. Y que en atención a tu condición y a lo piadoso de tus motivos el obispo de Britonia te ha concedido una gran escolta.

—Si el rey Leovigildo es la mitad de prudente de lo que dicen, recelará de todos modos.

—Desde luego. Pero, para empezar, la noticia le llegará más tarde. Ganaremos tiempo.

Asiente el bardo. Atraviesan el foro entre el ir y venir de gentes, por unos instantes en silencio. Luego no puede reprimir su natural curioso.

—Senador. Discúlpame. ¿Quién es el venerable Emiliano?

La Oróspeda (Wpedia)

Por zonas montañosas,
Interior de Hispania

Hasta la quinta jornada no se les presenta a los romanos ningún contratiempo serio. Solo tienen que sufrir un par de falsas alarmas y algunos resbalones de caballerías en el barro. Eso y que el tiempo se haya ido estropeando de manera gradual. Estuvo despejado los dos primeros días, pero ya vienen sufriendo chaparrones intermitentes.

Se han visto obligados a dar primero un largo rodeo para evitar la Oróspeda. Después a internarse por tierras altas. Ahora viajan por una ruta fangosa. Un camino de herradura sin duda antiquísimo, tal vez anterior a la llegada de Roma a Hispania, que serpentea por laderas de pinos y carrascas. Cruza bosques de hayas, robles, sabinas, nogales, castaños, con las hojas teñidas ya de tonos otoñales. Desciende en ocasiones hasta valles encharcados.

Recorren ese camino en columna de a uno. A pie, con las monturas de las riendas por miedo a que estas resbalen y se rompan un remo. Delante van los del bandon. Les siguen los funcionarios y los sirvientes con las mulas. Cierran Basilisco y sus isauros. Eso es decisión del viejo en contra de la opinión de Mayorio, que porfiaba por situarle en el centro. Pero el
magister
insistió con el argumento de que sus hombres eran la mejor retaguardia si sufrían un ataque por sorpresa.

No viajan tan rápido como hubiera querido Basilisco. Pero Mayorio se ha impuesto en este punto. Prefiere ir más despacio a cambio de ganar seguridad y ha destacado jinetes delante y detrás. También exploradores a flanquear por las laderas boscosas. A la menor sospecha de peligro se detienen, no importa lo que pueda gruñir el maestro de espías.

Cerca de la hora séptima, los dos jinetes de zaga regresan a toda la velocidad que ese camino resbaloso les permite sin arriesgar a sus monturas.

Mayorio, que lleva todo el día arriba y abajo por la columna, se dirige de inmediato a la retaguardia en busca de la novedad.

Se la da Gregorio, pie a tierra. Es el más veterano de los dos. Grande de cuerpo, apuesto a su manera ruda, con una cicatriz en la mandíbula y sin pelos en la lengua.

—Nos siguen,
comes
. Hombres armados. Vienen a nuestros talones desde hace varias millas.

—¿Cuántos son?

—No lo sé. Vienen por el camino, a nuestra espalda. Hemos visto a alguno correr entre los árboles. Pueden ser tanto tres como trescientos.

—¿Armas?

—Jabalinas, dardos. Escudos pintados, pero no hemos podido distinguir los diseños.

Mayorio frunce los labios. Echa un vistazo a las cuestas arboladas. Está espeso el bosque por esta zona, tanto arriba como abajo del camino. Podría ocultarse ahí todo un ejército.

—¿Qué ordenas,
comes
?

—Avisa a Magnesio, el
domesticus
del
magister
Basilisco. Que los isauros estén alertas.

—¿Y después? ¿Volvemos a la zaga?

—Sí. Pero no os arriesguéis. No os arriesguéis, Gregorio, que te conozco. A la primera señal de peligro, volved.

Gregorio se encasqueta su corro panonio. Está sonriendo con aspereza. Eso es que le ha gustado la admonición de su superior. Para él es todo un halago.

Mayorio le observa mientras desanda camino a lomos de su caballo parto, por delante de su compañero. También está él al borde de la sonrisa, pese a la mala nueva que le acaba de dar. Conoce a ese veterano desde siempre. Cuando ingresó en este bandon del que ahora está al mando, Gregorio llevaba ya alistado unos cuantos años.

El tiempo pasa volando. ¡Cuánto llevan ya cabalgado! ¡Cuántas cargas juntos con la lanza a dos manos…!

Luego se obliga a vaciar de esas ideas la cabeza. Hay que centrarse en lo inmediato. Tiene que pasar la voz, dar órdenes. Que los hombres estén en armas. Que la columna se disponga para cualquier contingencia.

Tal vez los que les siguen sean solo guerreros de alguna tribu montañesa enviados por sus ancianos para vigilarles mientras cruzan por su territorio. O ladrones que les rondan con la esperanza de matar y desvalijar a algún rezagado.

Si hay suerte, solo serán eso.

* * *

No hay suerte. En el fondo tampoco lo esperaba Mayorio. Después de todo, son ya casi tres lustros de servicio en los
victores flavii
. Desde que Gregorio le alertó sobre la presencia de hombres armados a su zaga, algo en el tuétano le ha estado diciendo que de esta no van a salir por las buenas.

De hecho, desde que Basilisco le explicó el trayecto que habría de llevarles hasta la que llaman provincia de Cantabria, tanto el olfato como la razón le alertaron de que antes o después tendrían problemas.

No es que la ruta esté mal trazada. Todo lo contrario. Cuando en noches pasadas, al calor de las hogueras, el ciego le explicó los pormenores, el
comes
no pudo sentir otra cosa que asombro y respeto. Es admirable la forma en la que, encerrado en su ahora lejano
officium
en Carthago Spartaria, reunió toda esa información sobre los caminos del interior de Hispania. Calzadas principales y secundarias, ramales y caminos de herradura, sendas de montaña. Todo está en un mapa mental almacenado en las profundidades de su cerebro.

Por algo Basilisco es maestro de espías. No por nada corren sobre él tantas leyendas.

La ruta elegida obedece a ciertas premisas. Pasar lejos de guarniciones godas. También de poblaciones y villas desde las que pueda correrse la voz de su presencia. Hay que desplazarse en secreto. Evitar choques con las tropas del
rex gothorum
o las privadas de algún noble godo o
potente
hispano.

Pero eso tiene su precio. Un periplo más largo, más lento, con otros peligros.

La imagen que Mayorio se está haciendo de Hispania a lo largo de este viaje es la de un país agreste entrecruzado de sierras. Peñas, precipicios, bosques, ríos turbulentos con pocos vados. Territorios hostiles que es preciso sortear. Caminos retorcidos por los que hay que transitar alertas a posibles emboscadas.

Y los
victores flavii
son caballería pesada. Un bandon creado para terrenos abiertos y llanos. Fue en las planicies al norte del Danubio, así como en las de Asia, en los grandes choques de caballería, donde lograron sus mayores glorias. En las cargas masivas de jinetes y monturas acorazados de herraduras a yelmo.

Estos terrenos les resultan incómodos, no importa que hayan tenido que operar en otros muy parecidos desde que los destinaron a Spania.

Prosiguen un par de millas. Lo hacen a pie y llevando los caballos de las riendas. Ahora caminan callados, atentos, con los arcos montados. El silencio es total en la columna. Solo se escucha el chapoteo de botas y cascos en los charcos, relinchos, el susurro del viento entre las hojas. Hay veces que alguna ráfaga suelta echa sobre ellos una lluvia repentina de hojarasca muerta.

Los de avanzadilla regresan con novedades. Dos de sus
comites
a caballo y un guía a pie. Este último es uno de los que los agentes de Basilisco reclutaron con anterioridad al viaje para conducirles por esas montañas. Un hombre rudo de túnica tosca de lana y gorro cónico de piel, armado con cetra y dardos. Es él quien anuncia con un latín casi incomprensible.

—Enemigos delante.

—¿Cuántos?

—Muchos.

Mayorio —el arco en la zurda y las riendas del caballo en la diestra— ni se inmuta. Ya ha cambiado impresiones antes con este guía. Puede que conozca como a su parentela a cada árbol, peña y fuente de estas montañas. Pero desde luego que el Señor no fue generoso con él en cuanto a dotes de comunicación.

—¿Sabes quiénes son?

—No. En cuando los he visto me he vuelto a avisar. Es lo que ordenaste.

—Has hecho lo que debías.

Por sus palabras entiende el
comes
que iba por delante de los dos jinetes. Que estos no han visto nada y que por eso asisten al diálogo desde lo alto de sus corceles, sin despegar los labios.

Se encara con el rústico.

—Voy a avantear. ¿Me guías?

—¿Qué saco?

—Medio
follis
[28]
por acompañarme.

—Voy.

El
comes
pone al mando a su
vicarius
Balambor. Le encomienda que tenga al tanto a Basilisco de cualquier novedad que pueda surgir. Y se adelanta con los dos
comites
y el guía.

Enseguida dejan atrás a la expedición. Hombres y caballos desaparecen tras la siguiente recurva y solo quedan los ruidos cada vez más lejanos, propios de una comitiva tan numerosa. Los tres jinetes siguen al trote al guía. Avanza este a la carrerilla con la cetra y uno de los dardos en la zurda, y el otro dardo listo en la diestra.

El camino serpentea todavía no poco por las laderas. Baja luego hacia un valle fluvial largo y con forma de huso, atravesado en toda su longitud por un río bravo.

No hace falta que desciendan al valle. Desde ahí arriba, si se asoman a la última de las recurvas, antes de que el camino baje, tienen todo el valle a la vista. Y desde ahí comprueba el
comes
que no le engañaba el guía.

Allá abajo, en el extremo más alejado de ese valle ovalado, se agolpa lo que desde esa altura y distancia parece un pequeño ejército. Una muchedumbre de la que no se pueden distinguir muchos detalles, pero sí que es de hombres en armas.

Bien erguido sobre la silla de montar, Mayorio achica los ojos. Intenta captar detalles que puedan resultarles útiles. Van a pie. Portan grandes escudos oblongos. Juraría que se arman sobre todo con lanzas de diversas longitudes. ¿Tendrán arcos?

Hay ahí en el valle un puñado de jinetes. Los únicos. ¿Es un estandarte eso que llevan con ellos? Se gira sobre la silla de cuatro pomos para preguntar al guía, que se asoma al borde mismo del despeñadero.

—¿Los reconoces?

—Son hombres de Valeriano.

Mayorio le observa de hito en hito, desconcertado por el aplomo con que ha respondido. Vuelve a lanzar la mirada hacia el fondo del valle.

—Por Dios que tienes aguda la vista.

—La tengo. Pero aunque no la necesito en este caso. Caballos y estandarte. Solo pueden ser el
dux
Valeriano y sus hijos.

—¿
Dux
?

Mayorio sonríe sin alegría al oír ese título tan elevado. Seguro que se lo ha dado a sí mismo ese tal Valeriano, que debe de ser un cacique local.

—Sí.
Dux
. El
dux
. El más fuerte de estas tierras. Su palabra es ley. Más ley que la de los ancianos.

—Ya. —Señala con su arco—. ¿Y todos esos son sus
fideles
?

—No. Valeriano tiene autoridad sobre varios cabecillas. Cuando él convoca para la guerra, ellos acuden.

—Así que se han reunido para cerrarnos el paso.

—Sí.

El
comes
, bien asentado sobre su silla romana, deja vagar la mirada por ese valle largo entre montes. Valora su anchura en la parte media, lo llano del suelo cubierto de pastos verdes. También la pendiente de las laderas, lo boscosa de estas, el caudal del río.

—¿Es ahí abajo donde se supone que íbamos a acampar esta noche?

—Sí.

Desde luego, el guía no es locuaz ni explicativo. Observa de nuevo a esa multitud guerrera que bloquea el extremo del valle.

—¿Y qué se supone que pretende el
dux
cerrándonos el paso?

—Un tributo. Un peaje. Querrá oro o parte de lo que transportéis a cambio de dejarnos pasar.

Sonríe otra vez Mayorio. Esta vez la sonrisa es ancha, deslumbrante en mitad de esa barba tan negra suya y un rostro tostado por el sol y el aire. Al guía no se le escapa el gesto ni lo que parece significar. Rezonga huraño.

—Yo que tú pagaría.

La sonrisa de Mayorio se hace no más grande pero sí de repente feroz.

—Ya. Pero tú no eres yo.

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