Última Roma (12 page)

Read Última Roma Online

Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
13.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todo lo que Basilisco le ha comunicado es que deben esperar la llegada de unos guías. Indígenas que les llevarán hacia el interior por caminos secundarios, lejos de las calzadas principales.

No ha podido sonsacarle más. El viejo es tan reservado como previsor. Hay que reconocerle el cuidado que ha puesto en hasta el último detalle de ese viaje. Ha mandado que, si se les aproxima algún viajero demasiado curioso, le digan que a uno de sus cargueros se le ha abierto una vía de agua. Que, para no dejarlo atrás, toda la flotilla ha recalado en la bahía, a repararlo y hacer de paso aguada.

Qué casualidad que esté pensando en el maestro de espías justo en el momento en que capta un sonido inconfundible. El choque de la contera de un bastón sobre las losas de las calles. Se gira. Afina el oído tratando de averiguar la procedencia del golpeteo. Pero en el silencio de esta ciudad cadáver, en la que el menor sonido despierta ecos, es difícil precisar su origen exacto.

Regresa al interior de las ruinas y trata de guiarse por el resonar del bastón. Consigue captar un murmullo de conversaciones. Seguro que el ciego deambula por entre los edificios, mientras sus hombres le van describiendo hasta el más mínimo detalle.

Cuando por fin consigue encontrarlos, descubre que son tres los que le acompañan. No se sorprende. El maestro de espías es hombre precavido y jamás se metería en un dédalo de piedra como este sin la debida escolta. El propio Magnesio, su
domesticus
, le presta el brazo. Y con ellos van dos isauros más, bien armados.

Mayorio aprovecha el amparo de unas columnas para estudiar a la pequeña comitiva.

Al
magister
que camina despacio, con el báculo en la zurda y la diestra sobre el antebrazo de su hombre de confianza. La túnica alba talar, con franjas y rosetones púrpuras. La dalmática de bordados dorados. La capucha y esa venda de ojos bordados que tanto y tanto dan en todos lados que hablar.

Da casi tanto de hablar como los escudos de sus bucelarios, adornados con una cabeza de Gorgona sobre campo rojo. El emblema de la casa de Basilisco. Supone Mayorio que tanto la venda como el símbolo son elecciones conscientes. Una forma de crear leyenda y sacar partido a la ceguera. Algo que cuadra bien con el carácter retorcido del maestro de espías.

Los isauros visten pantalones blancos, túnicas verdes y gorros frigios. Algún observador poco avisado podría llegar a pensar que esos tres, con sus escudos y espadas, son poca escolta para un personaje como Basilisco, al que muchos quisieran ver muerto.

Quien crea eso no conoce a los isauros, esos vástagos de una raza belicosa que ha puesto más de una vez en apuros al Imperio de Oriente. Más les vale, a aquellos que tengan la ocurrencia de atacar al viejo estando ellos cerca, ser numerosos, bravos y diestros con las armas.

Es Magnesio el que advierte su presencia. Le estudia unos instantes con sus ojos claros, antes de comentárselo a su patrón. Se detiene este, al tiempo que contesta algo entre dientes. Mayorio abandona entonces la sombra de la columnata para acudir a su encuentro. Pero el ciego no le da tiempo ni a saludarle. Suelta el antebrazo de Magnesio para buscar el del recién llegado.

—Vamos a algún lugar donde pueda sentarme. Guíame.

Los isauros se rezagan algunos pasos. Unos pocos nada más. Lo suficiente como para que puedan discutir con intimidad. Lo bastante cerca como para estar en un suspiro junto a su patrón, en caso de que surja algún peligro.

Mayorio conduce al maestro de espías a través de esa trama urbana hasta el mismo lugar desde donde antes estuvo oteando. Le ayuda a sentarse en un sillar suelto.

El ciego se acomoda. Aspira con fuerza.

—¿Estamos de cara al mar?

—Sí,
illustris
.

Alza Basilisco la cabeza. Es como si con sus ojos bordados mirase al sol. Ensancha las fosas nasales.

—¡Qué agradable oler lo que trae la brisa marina! No hay nada que se pueda comparar con el estar al aire libre. Sentir que el mundo se abre ante ti. ¿No te parece,
comes
?

—Sí,
illustris
.

Cae luego un silencio entre ellos. Basilisco, con el báculo entre las manos, se queda con el rostro vuelto al sol. Inspira de nuevo, como si quisiera absorber hasta el último de los olores que les llegan de mar adentro.

—¿Qué te preocupa, Mayorio?

El aludido, que se había perdido en la contemplación del horizonte marino, se ve pillado a contrapié.

—Nada.

—Este ciego que está aquí sentado es famoso por tener muy agudos otros sentidos. Algo pesa en tu ánimo. ¿Te inquieta el viaje que vamos a emprender?

Mayorio se acaricia la barba negra y recortada. No es la primera vez que el viejo le sorprende con una salida similar. La jactancia que acaba de permitirse no es vana. Es verdad que hay veces en las que adivina de forma casi milagrosa el estado de ánimo de sus interlocutores.

¿Cómo lo hará? Sospecha Mayorio que puede ser a través del tono de voz. Aunque los hay que lo atribuyen a facultades taumatúrgicas de este viejo con nombre de bestia mitológica.

—Inquieto no. Preocupado sí. Espero cumplir bien mis obligaciones como jefe militar de esta misión.

»Estoy contento de volver a cabalgar al frente de mis hombres. No sabes cómo te agradezco esta oportunidad que nos estás dando a mi bandon y a mí.

—Lo he hecho porque creo que sois idóneos para esta embajada. Y también porque considero que los
victores flavii
merecen algo mejor que las misiones que les han dado hasta ahora en Spania.

Eso último lo dice con una sonrisa flotando en los labios. Sonrisa que el
comes
no alcanza a descifrar. Tampoco se preocupa por ello gran cosa. Sabe que el viejo juega a ser enigmático.

—Te lo agradezco igual.

—Y yo te repito la pregunta. ¿Qué te ocurre?

—Nada. Creo que me he puesto un poco triste paseando por estas ruinas.

—¿Por qué?

—No lo sé. Tal vez porque se nota que en su tiempo debió de ser una ciudad hermosa.

—Muy hermosa. Feliz, salubre, soleada. Esta era Lucentum y en su día fue una de las joyas de estas costas.

—Por eso tal vez me he apenado. Ahora no es más que la casa de los pájaros y las culebras.

Basilisco sonríe, siempre con el bastón entre las manos, siempre con el rostro vuelto hacia el sol. Por una vez, es una sonrisa amable.

—Eso no debe ser motivo de tristeza. A las ciudades les sucede lo que a los hombres. Nacen, crecen y también tarde o temprano llegan a su fin.

—¿Pero no es penoso que la decadencia del imperio obligase a abandonar un lugar como este? Los bárbaros…

—¿Qué bárbaros? ¿Qué dices? —El humor de Basilisco cambia. Golpea con su báculo contra el suelo—. ¿Y soy yo el ciego? ¿Has visto muestras de violencia en las ruinas?

—No,
illustris
.

—¿Y eso no te dice nada?

—Me desconcierta. ¿Quién abandonaría de buen grado una ciudad así? Está junto a la calzada, con buen puerto… Si no fue un ataque de bárbaros, fue su amenaza. ¿Qué más da? Para el caso, es como si la hubieran incendiado.

El viejo exhibe ahora su vieja sonrisa de serpiente.

—Te precipitas. No todos los hombres mueren de forma violenta. Las ciudades tampoco.

»Lucentum prosperó durante siglos, hasta que alguien decidió fundar Ilici, un poco más al sur. Ilici está todavía mejor situada para el comercio marítimo e interior. Y Lucentum no pudo competir con ella. La ciudad nueva devoró a la vieja y la gente se fue marchando. Seguro que muchos se mudaron de una a otra. Eso fue todo. Así se acabó Lucentum.

Sigue a esa explicación un silencio. Calla Mayorio porque se ha quedado cohibido. También Basilisco, porque sus propias palabras han hecho surgir en su cabeza una escena. Con la imaginación se asoma a una urbe de otro siglo. Una llena de vida, con las calles abarrotadas. Puede oír el bullicio de las gentes, el batir de yunques, las voces de reclamo de los vendedores. Huele la comida que se cocina a pie de calle.

Luego a esa estampa la sustituye otra de la misma ciudad, intacta pero desierta. Abandonada al sol y al viento, a las malas hierbas y a las alimañas. Contempla calles solitarias donde la maleza crece entre el empedrado. Donde las estatuas de piedra levantan sus manos hacia la nada. Los pájaros se posan en sus hombros, los lagartos serpentean por los pedestales y el silencio es el señor absoluto del lugar.

Agita la cabeza para ahuyentar esos fantasmas.

—He querido subir y sentir el mar cerca porque vamos a darle la espalda, sabe el Señor para cuanto tiempo.

Por más brusca que haya sido esa confesión, no confunde tanto a Mayorio como otros comentarios previos. Sabe de sobra que Basilisco es tan imprevisible como el viento.

—¿Partimos ya?

—Sí. Han llegado los guías que estábamos esperando.

—Entonces me voy junto a mis hombres. Tenemos que aprestar…

Hace amago de retirarse. Pero el ciego, que de alguna forma ha intuido la acción, le retiene con una mano sobre el hombro.

—No tenemos prisa. Haremos noche aquí. Es mejor que la primera etapa sea larga para alejarnos de la costa de un tirón lo más posible… Además, es hora de que sepas a qué destino nos dirigimos.

El
comes
aguarda en silencio. El ciego manosea su bastón. Vuelve el rostro hacia su acompañante, como si pudiera mirarle con esos ojos bordados en oro sobre venda blanca.

—¿Has oído hablar de la llamada «provincia de Cantabria»?

—Algo.

—Me basta con eso. Sabrás que es una tierra interior, al norte. Sus pobladores se consideran a ellos mismos súbditos del emperador de Constantinopla. Pero de eso ya hablaremos más adelante. Tiempo no nos va a faltar. Nos espera un largo viaje.

—Entiendo que tendrá sus dificultades.

—No lo dudes. Vamos a viajar por caminos apartados para evitar a los visigodos. Pero eso nos expondrá a otros riesgos. Cuento contigo y tus
comites
para superarlos.

—Puedes confiar en mis hombres. Son buenos soldados y tienen hambre de lucha.

—Por eso he querido hablar contigo. No dudo que tu bandon, incluso tan mermado como está en estos momentos, pueda derrotar a enemigos muy superiores en número. Pero yo lo que deseo es que lleguemos a nuestro destino lo más intactos posibles.

Golpea con la contera del bastón contra el suelo, como para dar fuerza a sus palabras.

—Te voy a dar una orden que sé que será una obligación pesada para hombres como vosotros. Si surge la ocasión de combatir a lo largo del camino, tendrás que actuar con extrema prudencia. Tu objetivo principal será el de ahorrar vidas. Así que vigila a tus hombres. Como bien has dicho, están hambrientos de combate.

Mayorio roza con los dedos el pomo de la espada.

—También son veteranos. Buenos soldados que saben obedecer. Se hará como tú ordenas,
illustris
. Y descuida, que no te fallaremos.

La provincia de Spania I (vídeo)

Revista de Prensa

En la calzada que va
de Legio a Segisama Julia

Anoche, el bardo Maelogan consultó con el fuego. Aprovechó que tuvieron que dormir a campo abierto para apartarse de sus compañeros. Con el propósito, en la soledad, de encender una fogata y sentarse ante las llamas, a contemplarlas y hablar con ellas.

Hace ya muchos años que uno de sus maestros le reveló, de boca a oído, que uno siempre puede confiar en los fuegos pequeños. En las llamas de las lámparas, las velas o las antorchas. También en el de las hogueras, siempre que sean pequeñas. Esos fuegos son amigos del hombre. Le han dado luz, calor y cocina desde el comienzo de los tiempos. También brindan compañía y consejo a aquellos que conocen los secretos.

Sentado anoche ante las llamas, habló a estas acerca de esa muchacha que tanto le está dando que pensar. Claudia Aurelia Hafhwyfar. Ya la misma noche del Guel Micael despertó su atención. Y su interés no ha hecho otra cosa que aumentar a medida que han ido pasando los días.

Interés que no se debe a que sea una
ghaobela
. Tampoco a esas máscaras de antiguos héroes que custodia. Ni tampoco, o no del todo, a que ella sea una mujer bella, aunque lo es y no puede negar que le causa una atracción a la que pudiera ser que ella en cierta manera correspondiese.

Pero le ha explicado a la lumbre que siente como si entre ambos hubiera un vínculo. Siente que se han conocido antes. Es una sensación familiar, común a muchos y que algunos atribuyen a un resto de recuerdo de otras vidas.

Other books

AZU-1: Lifehack by Joseph Picard
Crying Blue Murder (MIRA) by Paul Johnston
The Green Face by Gustav Meyrink
Robin Hood by Anónimo
Botchan by Natsume Sōseki
No Mortal Thing: A Thriller by Gerald Seymour