Es obvio que ha cambiado de golpe de humor, aunque no sabría decir Cloutos por qué. Gregorio aparta la pala y se acerca a las puertas del establo. Resoplan los caballos. Entreabre y se queda en el umbral, viendo llover.
Cloutos por su parte permanece atrás, apoyado en la pala. Llenan sus fosas nasales los olores a paja mojada y a caballerías. Está pensando. Sabe que Gregorio no bromeaba hace un momento. En estas últimas semanas ha podido comprobar que la vida en el ejército romano es de todo menos regalada. Menos tal vez aún en este bandon que presume de contar con pocos servidores y de ser casi autosuficiente.
Los
equites
se pasan el día ocupados. Cuando no entrenan a caballo, lo hacen a pie. Cuando no practican con la espada, lo hacen con la lanza. Y cuando no, con el arco huno, tan difícil de dominar. Y si no, están trabajando en la construcción y remate del campamento.
Cloutos se desploma cada noche en su lecho molido. Pero está contento. El cansancio ayuda a no pensar tanto. Y tiene la sensación de pertenecer a algo. Algo que había perdido con la caída de la Sabaria y su exilio. Aunque el último comentario de Gregorio le ha dado que pensar.
—
Semissalis
…
—¿Qué? —El otro, apoyado en el quicio, viendo llover, ni se gira.
—¿Cuánto tiempo dura el adiestramiento? ¿Cuánto tiene que pasar para que un
tiro
pase a
eques
?
—No existe un plazo fijado. Varía según el hombre en concreto. A unos les cuesta más y a otros menos.
—¿Y de quién depende decidir que uno está ya preparado?
—En última instancia del
comes
. Es él quien valora y decide a partir de lo que observa y de los informes de los encargados del adiestramiento.
—Pero ¿no hay un plazo máximo?
—Claro que lo hay. No se va a pasar un hombre la vida de
tiro
. Un
tiro
tiene que hacerse a la disciplina del bandon. Adquirir una pericia mínima en la equitación y con las armas. Si pasado un plazo razonable no lo consigue, se le obliga a abandonar la unidad.
Siente Cloutos un escalofrío.
—¿Es eso habitual?
—No. Pero tampoco es tan raro. Somos una unidad de élite. Nuestras exigencias son altas.
Un lapso de silencio. Escucha Cloutos el sonido del agua, aspira los olores a establo.
—
Semissalis
. ¿Y yo…?
—¿Vas a preguntarme qué posibilidades tienes de llegar a
eques
? Te daré la respuesta que me dio a mí hace mucho tiempo Petronio, el que era entonces
campidoctor
. La respuesta es que no tienes que preguntarme a mí, sino preguntarte a ti.
—Comprendo.
Gregorio, siempre recostado contra la puerta, se acaricia la mejilla.
—También me dijo algo más. Son aceptados muchos más que son rechazados. Pero recuerda que algunos lo son. El temor excesivo agarrota, pero un poco de miedo es beneficioso. Es un acicate. Ayuda a esforzarse y a progresar.
El águila de Basilisco (vídeo)
Imágenes para una Edad Oscura
Esta noche Basilisco no lleva la venda de seda sobre los ojos, lo que no quita para que su rostro siga en sombras. Viste solo una túnica de noche y los suyos le han echado encima una manta gruesa de lana. Aun envuelto en ella, tiene que hacer esfuerzos para no tiritar. Estuvo lloviendo hasta primeras horas de la noche. Ahora paró y el viento ha encalmado.
—Magnesio. ¿Cómo está el cielo?
—Rojo, patrón.
—Va a nevar de nuevo. No sabía yo si tanto frío era cosa mía.
—No, patrón. Hace mucho frío esta noche.
Asiente Basilisco, embozado en la manta. Le rodean sus isauros con antorchas y espadas desnudas. Puede oír el crepitar de las llamas en la estopa. Siente su calor que le llega a oleadas. Huele aceite caliente que se quema.
No tiene que hacer ningún esfuerzo para imaginarse la escena. El atrio en sombras, el resplandor de las teas. El relucir débil de esas luces sobre las losas mojadas. El cadáver bocarriba, despatarrado en mitad del patio.
—¿Cómo es, Magnesio?
—De corta estatura. Flaco pero del tipo fibroso.
—Ya. Un físico adecuado para un asesino nocturno. ¿Cómo va vestido?
—Túnica corta, tubrucos
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, dalmática de piel. Todo de color oscuro.
—¿Armas?
—Un puñal.
Basilisco saca la mano izquierda por debajo de la manta. Uno de sus isauros le pone en la palma la empuñadura del arma. Pasa con cuidado los dedos de la diestra por la hoja. Algo más de un palmo, con un nervio central para darle más resistencia. Un arma hecha para apuñalar.
Sonríe con dureza.
—No se necesita tanto para perforar mi viejo pecho. ¿O pensarán que duermo con coraza? ¿No traía nada más?
—No, patrón.
—Si solo tenía este puñal, ¿cómo es que no pudisteis atraparle vivo?
—No se dejó. Al verse acorralado aquí, se degolló él mismo con su propia arma.
—Un hombre decidido según parece. Vino sabiendo a lo que se exponía y dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos.
Se le ocurre que no ha captado con las yemas de los dedos trazas de sangre en la hoja. Han debido limpiarla con cuidado, sabiendo que iba a querer examinarla. Pese a sus palabras, no está impresionado. Para él no es más que otro intento de asesinato. Uno más.
Este sicario trató de colarse en plena noche. Quiso aprovechar la oscuridad, el rugido del viento que soplaba hace un rato, también el tabaleo de la lluvia, para ocultar sus pasos sobre el tejado. Pero al final, como tantos puñaleros y envenenadores, ha fracasado. No estaba escrito que fuese él quien acabase con Flavio Basilisco.
—¿Cabellos?
—Rubios. Cortos. Con barba.
—¿De qué raza dirías que podría ser?
—Tal vez de alguna germánica.
Menea la cabeza Basilisco bajo la cobertura de la manta. Un hombre menos reflexivo tal vez hubiese dado por cierto que han sido los visigodos los que han mandado a este a matarle. Pero lo cierto es que este detalle a él le dice bien poco. Las antiguas provincias occidentales están llenas de vagabundos suevos, visigodos, ostrogodos, francos, burgundios, sajones, que alquilan sus armas al mejor postor.
Si algo le da que pensar es que tal vez sean justo los visigodos los últimos sospechosos de este incidente. ¿Mandarían ellos a uno de su raza sabiendo que eso podría atraer las sospechas sobre ellos?
—¿Quién habrá tratado de matarme? ¿Qué conclusiones sacarías tú de este incidente, Magnesio?
—Pocas. La única verdadera sería que hay alguien que quisiera verte muerto. Uno más que desea eso, para ser más exactos.
Sonríe Basilisco bajo la manta.
—Cierto, Magnesio. Muy cierto.
—¿Me prestas tu brazo, hija?
Pillada por sorpresa, Claudia Hafhwyfar se detiene. Gira la cabeza. El
magister
Basilisco ha entregado su báculo a uno de sus protectores, antes de tender la mano izquierda ahora libre. La derecha sigue apoyada con firmeza sobre el antebrazo de su
domesticus
Magnesio.
—Por supuesto,
illustris
. Es un honor.
Ya ha aprendido que al viejo le agrada que se dirijan a él por su título,
illustris
. Salva el par de pasos que los separan. Él la toma del brazo y se sorprende ella de lo vigoroso de su agarrón. Tiene este ciego una mano fuerte, mucho más de lo que cabría esperar en un hombre de tanta edad.
—Gracias. Si hay algo que le cause miedo a un viejo como yo, eso son las caídas.
Entiende Hafhwyfar a qué se refiere. Acaban de salir del taller de los espaderos y se disponen a cruzar el gran patio central. El empedrado está cubierto de nieve congelada y hielo. Es fácil resbalar sobre las losas. Nada más lógico que el
magister
tome sus precauciones.
Vuelve el ciego su rostro encapuchado, de ojos cubiertos por la banda de seda, hacia donde supone que se encuentra Caddoc.
—No dudo de la fuerza de tu brazo,
dux bellorum
. Espero que no tomes como una descortesía el que prefiera apoyarme en una mujer hermosa.
El aludido se echa a reír al tiempo que se pone la capucha. Se la retiró antes, agobiado por el calor de la fragua.
—¿Qué vamos a visitar ahora,
illustris
?
—El obrador donde se montan las armaduras. Al otro lado del patio.
—Como tú consideres. Pero vamos con cuidado, que nos atropellan.
Se apartan ante un carromato. Sus dos conductores fustigan a los mulos sin cuidado de quién pueda haber en su camino. No consigue ver Hafhwyfar qué carga transporta, porque va cubierto con cueros engrasados. Pero parece ir hasta los topes.
Pone su mano izquierda sobre el dorso de la del ciego y le hace retroceder un paso, no sea que las ruedas le salpiquen de aguaza y nieve sucia. Basilisco entiende el gesto. Se gira hacia ella y le sonríe.
Se aleja el carro con estruendo. Tras ellos resuenan incansables el soplo de los fuelles, el bramido del fuego aventado, el batir de yunques. Sienten en las espaldas el calor que sale por las puertas abiertas de las forjas. Bajo estos soportales se agrupan la espadería, la herrería, los broncistas, los fabricantes de puntas, los de yelmos y los de defensas metálicas.
Hafhwyfar está embelesada por este lugar. Jamás había, no ya visto, sino ni siquiera oído hablar de algo parecido.
Fabrica
es el nombre que le da Basilisco, que es quien oficia de anfitrión, aunque todo esto sea propiedad de Magno Abundancio.
Fue él quien dio al senador la idea. También se ocupó de que algunos maestros de oficios de los
victores flavii
enseñasen ciertas técnicas a los artesanos locales. El senador fue quien convocó a estos últimos y los instaló en el lugar.
Porque el emplazamiento es suyo. Un recinto cuadrado, porticado, alrededor de un patio central muy amplio. Por los cuatro lados, a la galería bajo el pórtico, se abren las puertas de los talleres.
—Nunca había visto nada igual —admite también Caddoc mientras cruzan el patio, pisando con cuidado.
Sonríe críptico el viejo.
—Tampoco yo,
dux bellorum
.
—¿Cómo? Yo creía…
No acaba la frase. Basilisco vuelve a sonreír. Permite que le conduzcan varios pasos antes de contestar. Hay por todas partes montones de nieve sucia, manchada de fango y hollín. Muy distinta a esa otra recién caída e inmaculada que conoció Hafhwyfar hace unas semanas en la quietud del hayedo.
—Yo le di la idea a Magno Abundancio. Sí. Pero él la ha realizado a su manera. La verdad es que esto no es exactamente como las
fabricae
militares del Imperio de Oriente.
—No sabría qué decirte. Carezco de elementos de juicio. No tenemos en la Gallaecia nada parecido.
—Por eso te he invitado a esta visita.
Ladea la cabeza como si quisiese escuchar mejor los ruidos de los trabajos.
—No será de un diseño muy ortodoxo. Pero esta
fabrica
está a pleno rendimiento y se ha conseguido en un tiempo muy corto. No cabe duda de que el senador Abundancio es un administrador eficaz y un hombre activo.
»Escucha,
dux bellorum
. Las
fabricae
son una pieza fundamental en la maquinaria militar romana, al punto que nuestro ejército, tal como es hoy en día, no se concibe sin ellas. Por eso los buenos estrategas le dan tanta importancia como a la recluta o el adiestramiento de tropas.
»En las
fabricae
se manufactura todo lo necesario para equipar a nuestros soldados. Armas, armaduras, arneses para los caballos. Eso hace que todo se produzca con mayor rapidez y también que las piezas sean más homogéneas.
—Ni se me ocurre cuestionar ese extremo. A la vista están las ventajas de agrupar a todos los artesanos militares en un único establecimiento. Pero dices que las
fabricae
imperiales no son así…
—No, porque responden a otras necesidades. Nuestras
fabricae
están especializadas. En cada una de ellas se manufacturan una o dos piezas de equipo, tres como mucho. El imperio es muy extenso y hay que suministrar material a miles de soldados, no a unas decenas o unos cientos, como aquí.
No se extiende más. Deja a la inteligencia de Caddoc el resto. Aquí todos los maestros de oficios están agrupados. En esta
fabrica
, ahora mismo, se están produciendo ya casi todas las piezas que podría necesitar un soldado de caballería romana. Desde sillas de cuatro pomos a yelmos, desde lanzas a espadas.