Última Roma (18 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Valeriano
el dux
hace avanzar a su caballo unos pasos, deseoso de obtener detalles.

Pero los recién llegados guardan las distancias. Son sombras entre remolinos de niebla cada vez más tenue. Se inquieta al observar esas figuras. Le causan temor, aunque no sabría decir por qué. Siente cómo el vello de antebrazos y nuca se le eriza y se le ocurre que debiera haberse hecho acompañar por alguna bruja. O tal vez por uno de los eremitas cristianos que viven en cuevas en laderas despobladas. Ellos son capaces de ahuyentar a los demonios y de obrar toda clase de milagros.

Sacude la cabeza. Casi brama al sentir una ola de pinchazos en frente y sienes. La cefalea es terrible. Terrible. Pero consigue al menos ahuyentar al temor. Esos de ahí delante no son más que hombres. Tal vez mercaderes. Y los mercaderes son cobardes. Nunca luchan si se les ofrece otra salida. Pero tal vez el miedo a ser atacados les empuje a atacar a su vez primero. Y eso no es lo que él desea.

Va siendo hora de que les envíe un mensajero con sus condiciones.

Las siluetas de jinetes evolucionan al trote ahí delante, sin avanzar ni retroceder. Sí. Son una vanguardia. Vigilan para dar la alarma en caso de que los hombres de las montañas se pongan en marcha.

Ese que reclama el título de
dux
suma ya sus años y está resabiado. No sabrá de letras ni de números, pero sí de refriegas, argucias y asaltos. Ha sobrevivido a unas cuantas. Pero en su vida ha salido de esos andurriales y no tiene ni idea de a lo que se enfrenta.

Dicen sus espías que la comitiva la custodian cerca de cien jinetes. Mucha escolta, aun contando con que hayan exagerado. Recuerda ahora eso mientras observa el ir y venir de sombras a caballo. No logra sacudirse la desazón que le provocan esas figuras.

¿Qué le causa tanta inquietud? ¿Será el hecho de que en la niebla los caballos parecen enormes? Sera una ilusión, un espejismo.

Se le ocurre que tal vez lleven tantos guardias porque va con ellos algún notable. Pero ¿viajaría alguien así por caminos de cabras? Sí, si anduviese fugitivo. Un noble godo, un magnate hispano, un traidor o un rebelde con la cabeza puesta a precio.

Pero ya no es momento de suposiciones. La luz del sol sigue su avance por las laderas occidentales y no tardará en iluminar el fondo del valle. Por ahí la bruma ya no merece ni ese nombre. Es calina tenue, una atmósfera turbia a través de la que ve que ese puñado de jinetes viste mantos oscuros. Y que se cubren con yelmos altos, con penachos de plumas rojas.

Sus caballos son de gran alzada. No era una ilusión de la niebla. Tienen que ser corceles de guerra. Y los jinetes empuñan lanzas largas.

Hay que mandar al emisario. Ahora, antes de que se asusten ante sus guerreros agrupados y su aviso empuje a los jefes de la caravana a actuar. Además, este que se dice
dux
no se fía gran cosa de sus seguidores. Son tan impulsivos como indisciplinados. Oye sus voces rudas, huele sus cuerpos sudados. Sabe que están bebiendo. También que se están poniendo cada vez más nerviosos. Que la tensión y el licor les van enardeciendo.

Hay que obrar antes de que esa turba se vuelva ingobernable y se lance por su cuenta, porque entonces no podrá controlarlos.

Alza una mano y al gesto se adelanta uno de sus lugartenientes. Desarmado y con una rama frondosa en la diestra. Rebasa a Valeriano y sus hijos sin detenerse. No hay nada que hablar. Ya sabe qué tiene que decir a los forasteros.

Que esta sierra está bajo la protección del
dux
Valeriano. Que él mantiene los caminos libres de lobos y bandidos. Que es justo que los viajeros le compensen pagando un derecho de paso.

Los jinetes han cesado en su ir y venir entre los jirones de niebla. Ahora observan desde lo alto de sus monturas al que acude a su encuentro. Y Valeriano a su vez sigue con el alma en vilo lo que ocurre.

Se levanta a su espalda un rumor semejante al del agua de un torrente. Una suma de murmullos, susurro de ropas, roce de metales y cueros pintados, pisadas. Se gira en la silla de montar. Sus hombres avanzan. Alguno ha debido de adelantarse para tratar de ver mejor. Otros le han imitado y ahora, unos por otros, se mueven con la lentitud de una avalancha al arrancar.

Vuelve su atención al frente. El enviado está a solo unos pasos de los jinetes. Sigue agitando bien en alto la rama. Llega hasta Valeriano el zumbido lejano de su voz. A esa distancia no se entiende qué dice. No hace falta. Estará gritando que va en son de paz. Que el Señor castiga a los que causan daño a los mensajeros de buena voluntad.

Valeriano se hubiera quedado más tranquilo enviando a uno de sus tres hijos. Alguien con sentido común y autoridad para negociar. Pero es mejor no exponer a los de su propia carne en una misión así. Negociar siempre conlleva riesgos.

Su emisario llega hasta los jinetes, que le contemplan desde lo alto de sus caballos. Las monturas se agitan y piafan. Ondean los mantos con el remover de las bestias y los copetes de plumas rojas temblequean.

El mensajero se detiene delante de ellos. Vuelve a agitar la rama por encima de la cabeza y les dice algo.

Sin mediar palabra o gesto, como fieras que pasan del reposo al ataque, tres de esos jinetes blanden a dos manos sus lanzas. Al mensajero no le da tiempo a reaccionar. Sigue con la rama en alto cuando le ensartan los tres a la vez. Le pasan con sus varas de lado a lado y las hojas le salen por la espalda y los costados.

Un clamor se alza entre los guerreros apiñados detrás de los caballos de Valeriano.

Los tres jinetes, bien asentados sobre sus sillas, mantienen con sus lanzas al cadáver en pie. Un cuarto adelanta a su caballo. Se ladea en la silla, agarra al muerto por los pelos y de dos tajos de espada le corta la cabeza. A espaldas de Valeriano, los gritos de horror y pena se convierten en un rugido de rabia.

Alguien sale a la carrera de la masa. Brama insultos y echa espuma mientras arroja con saña una jabalina. El proyectil va a caer a varios pasos por delante de los jinetes. Han calculado bien esos malditos. Los tres matadores tiran de sus lanzas y dejan que el cuerpo decapitado se desplome. El que le descabezó hace caracolear a su montura. Les muestra en alto el trofeo sangrante.

Se está burlando. Les desafía.

Un segundo montañés rebasa a los caballos de Valeriano para tirar su lanza. Otros siguen su ejemplo. Vuelan los proyectiles para caer inofensivos siempre delante.

El que se llama
dux
alza los brazos. Grita para contener a los suyos.

Imposible ya. Entre gritos, denuestos y agitar de armas, las bandas guerreras echan a correr en desorden. Ante esa marea humana que avanza, a Valeriano no le queda otra que azuzar a su montura. Lo hace muy a su pesar. Pero no puede consentir que esos impulsivos le rebasen. Le va en ello su ascendiente sobre esos hombres feroces.

* * *

—Lo imprevisible, Magnesio, es como un tigre al acecho. Cada vez que te confías y crees que lo tienes todo bajo control… ¡Zas! Lo imprevisto asoma sus garras para demostrarte de la forma más dura posible lo equivocado que estabas.

—Sí,
patronus
.

Esa afirmación del
domesticus
no significa nada en absoluto. Sirve tan solo para que el ciego sepa que está ahí. Que le está escuchando.

Apenas comenzó a adelgazar la niebla, Magnesio llevó a su amo hasta un lugar adelantado. Le ayudó a sentarse en una piedra junto a una de los últimos robles, en un punto con buena visión del valle.

Lo ha hecho porque el ciego así se lo ha ordenado, no por su gusto. Es cierto que se encuentran a unos pasos del campamento. Y que ahí están los isauros, que se han quedado a proteger las mulas y los bagajes. Basta con que dé una voz para que acudan todos como un solo hombre. Pero no por eso se siente a salvo. Sabe que a veces una braza significa tanta distancia como toda una jornada de viaje.

Con el escudo con la cabeza de Gorgona sobre fondo rojo en una mano y un venablo en la otra, observa cómo la niebla fluye por entre los troncos. Escucha el mugido insistente de cuernos en el bosque, laderas arriba. Exhala y su aliento forma vaho. Estrecha los ojos, aguza los oídos atento a cualquier movimiento o ruido sospechoso.

Ajeno a sus inquietudes, el maestro de espías está arrellanado sobre la piedra. Se ha respaldado contra el tronco rugoso del roble. Hace mucho frío. La humedad de la niebla quiere calar en los huesos. No es bueno eso para un viejo. Mas él se siente a gusto ahí. Apoya el bastón en el tronco, se frota las manos antes de meterlas en las mangas de su sago militar.

—Comencé a planear este viaje cuando no era más que una posibilidad remota. Una maniobra de repuesto por si fracasaba la acción contra Córduba, como así fue.

»Me informé sobre las rutas posibles. Envié a algunos de mis mejores agentes a reconocer el terreno, reunir datos y reclutar guías de confianza. Sopesé las distintas alternativas. Creía haber evaluado todos los posibles riesgos.

»Pero nunca se me ocurrió que pudiera irse todo al traste por la codicia de un montañés peludo. Un cacique del que nadie, fuera de estos pagos, ha oído jamás hablar.

Sonríe con dureza.

—Sería irónico que yo, Flavio Basilisco, fuese a acabar mi aventura vital aquí, en estas montañas, bajo las hachas de una banda de rústicos.

—Sí,
patronus
.

El isauro observa a través de los vapores. A un tiro de piedra de su posición están desplegados los
victores flavii
. La niebla sigue siendo en esa parte espesa. Se intuye más que se ve a los hombres y a sus monturas. Fantasmas entre el bullir blanco. Se escuchan voces de mando, relinchos, alguna tos, sones metálicos producidos por el entrechocar de las piezas de armadura.

Y siguen tocando los cuernos en las laderas sobre sus cabezas. Se oye ahora también un rumor lejano. Esos son los montañeses que les cierran el paso. Tal vez se están animando a grito pelado y cánticos. Seguro que se han despertado alarmados por los cuernos y temen estar a punto de ser atacados.

Magnesio no da gran valor a esos rústicos. Anoche se deslizó para espiarlos al amparo de la oscuridad. Los estudió a la luz de sus hogueras. Ponderó la calidad de su armamento. Pudo ver cómo bebían sin medida. Esos hombres son hijos de una tierra dura, sufridos de cuerpo y sin duda bravos. Pero carecen de disciplina y de buenos jefes. Magnesio pudo ver cómo estos últimos discutían como brutos junto al fuego, con muy malos modos, al punto de que casi llegaron varias veces a las manos.

—No temas,
patronus
. —El vaho forma nubes tenues entre sus labios—. Esos de ahí enfrente no les llegan a los tobillos a los
comites
. Y menos en campo abierto. Si tuvieran algo dentro de la cabeza habrían tratado de tendernos una emboscada.

—Nos han salido al paso porque quieren desplumarnos con poco esfuerzo. Sacarnos parte de lo que ellos creen que transportamos a cambio de dejarnos pasar.

Saca las manos para frotárselas. Aprecia el peso del sago sobre el cuerpo, su tacto áspero. Devuelve las manos al abrigo de las bocamangas y gruñe.

—Son unas malas bestias. Peores que bárbaros. Y a veces el enemigo, cuanto más estúpido es, más peligroso resulta.

El
domesticus
vuelve a observar a los jinetes. Se está levantando la niebla. Lo que tenga que suceder no tardará en producirse.

—Creo que debieras confiar en el
comes
. Es un hombre muy capaz.

—Confío en él, amigo mío. Claro que confío. De no ser así, no hubiera dejado la protección de esta embajada a su cargo. Pero ya sabes lo mucho que me disgusta librar nada al azar. Ni siquiera el azar mismo. Procuro que la suerte sea un elemento más en mis cálculos. No sabes lo que me disgusta no haber pensado que podía ocurrir algo parecido.

—Quédate con lo bueno del asunto,
patronus
. Hoy es un buen día para que el
comes
se afiance en el mando sobre sus hombres. Hoy podrá ganar prestigio a sus ojos.

—Bien pensado, Magnesio. Todavía haré de ti un hombre sabio.

El viejo está casi riendo entre dientes. Tiene razón su
domesticus
. Y tampoco le sorprende tanto esa salida. Puede que sea un isauro de pura cepa, guerrero como un leopardo. Pero su padre fue mercenario de Belisario. Él mismo nació y se crió en la ciudad romana de Magnesia, en el Asia Menor. Se educó en una escuela municipal y todo eso le hace más inclinado a la reflexión que sus hermanos de raza. Es por eso que Basilisco lo eligió para factótum y jefe de sus guardias.

Y tiene razón en lo que dice. El
comes
es casi nuevo en su cargo. Le dieron el mando cuando destinaron al bandon a la provincia de Spania. Hasta ahora solo ha dirigido a sus hombres en acciones de frontera. Nunca tuvo ocasión de encabezarlos en algo parecido siquiera a una batalla. Es obvio que hoy va a tener ocasión de remediarlo.

* * *

El
comes
está pensando justo en Basilisco sin imaginar que este lo hace a su vez en él. También ignora que el
magister
ha ido a sentarse en un lugar desde el que su
domesticus
podrá ver y por tanto narrarle cuanto acontezca en esta jornada que promete ser sangrienta. Podrá ver, en futuro, porque de momento no puede. Por esta parte del valle, la niebla sigue cerrada. Más todavía en la linde del bosque. Es como si los bancos de vapor se hubieran quedado enredados entre las matas y los árboles. Si el
comes
volviera la cabeza, no acertaría a ver al ciego y a su hombre de confianza, pese a la poca distancia que los separa.

No la vuelve. Tiene toda su atención puesta en la dirección contraria. Por ahí la niebla levanta con relativa rapidez. Y a medida que aumenta la visibilidad, crece en él la sensación de combate inminente. Se lo dicen las entrañas y se lo dice también la razón. Los lugareños no van a dejarles pasar. No han bajado de sus castros al valle para darse ahora la vuelta y marcharse por las buenas. Y ellos no pueden pagarles con parte de unas mercancías que no transportan.

Con el caballo al paso, recorre la fila de sus jinetes desplegados. Cabalgan a su lado el
draconarius
con la enseña en lo alto y su
vicarius
Balambor. No es que necesite comprobar que cada cual está en su puesto. Sabe que lo están. Pero esas idas y venidas a lo largo de la línea de combate fortalecen el ánimo de los hombres. Por muy veterano que uno sea, se hace duro el estar ahí sobre la silla de montar. Ese mantenerse en la posición, entre la niebla, a solas con la incertidumbre de la espera.

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