Última Roma (17 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Renovatio Imperii (Wpedia)

Amaya

Es noche cerrada. El viento en altura levanta explosiones de pavesas. Arrastra nubaradas de chispas hacia la negrura. Envueltos en esas luciérnagas rojas, muchos de los asistentes siguen bailando pese a que puede decirse que la ceremonia ha concluido. Aunque eso último es difícil de precisar, porque casi todos los demás se han sentado en mesas largas, dispuestas al aire libre. Celebran ahora una comida que tiene bastante de ágape sagrado.

Los comensales se pasan de mano en mano los alimentos y la bebida, tal como se hacía en las cenas de los discípulos del Señor. Resuenan en la penumbra flautas, tamboriles y cascabeles. Los danzantes giran y brincan. Sus sombras se alargan a cada agitar de las llamas.

Hafhwyfar observa desde el borde de la luz. Esa danza se ha convertido ya en baile mundano, pero el éxtasis que todavía anima a los bailarines tiene un origen sagrado. Porque hasta el último de los que ahora cabriolea con ojos casi cerrados estuvo bailando hace solo un rato en la Eucaristía.

La danza era parte de la liturgia. También ese ágape, sí. Por eso circulan los panes, las jarras y las escudillas. Se sirven unos a otros y beben de los mismos recipientes.

Algunos de los britones participan de buen grado en el banquete. No Hafhwyfar, que nunca presenció una Santa Misa así. Al comienzo de la ceremonia hasta se alarmó. Ha sido al aire libre, en lo alto de la gran peña de cima plana. Comenzó justo al ponerse el sol y los cantos y las danzas han desempeñado en ella un papel fundamental. No importa que fuese oficiada por el obispo de Amaya en persona. Muchos detalles eran inquietantes, empezando por que se celebrase a la caída del sol. Olía a prácticas de gentiles. ¿Y acaso no bailan y bailan hasta la extenuación en sus misas heréticas los priscilianos?

Pero luego se fue tranquilizando. Todos esos detalles extraños no deben de ser más que una liturgia propia de los montañeses cántabros, y no signos de herejía. Pero el sobresalto del comienzo dejó huella y le ha impedido sumarse al festejo.

Hay aquí muchos cántabros de pura cepa, gente de las tribus de montaña que han bajado a abrazar a sus supuestos parientes del llano. Hombres fuertes de barbas pobladas y melenas sujetas con cintas. Visten de lana, cuero y pieles. Lucen pulseras y brazaletes de cobre y bronce. Muchos apenas chapurrean el latín. Contrastan con sus primos de la que llaman provincia de Cantabria, que cultivan apariencia, aspecto y modales de una romanidad anticuada. Casi todos van rasurados, visten ropajes blancos con listas y rosetones.

Nada de eso quita para que todos asuman un pasado común, con ancestros y lazos de sangre que les vinculan. Al verlos, Hafhwyfar es muy consciente de ello.

Nadie porta ahí arriba armas. Hasta el último de los asistentes a la misa y posterior banquete se desprendió de los hierros. Es una muestra de confianza mutua. También de respeto a ese lugar dos veces sagrado que llaman Amaya.

Hecha a bosques costeros, playas largas y mares turbulentos, Hafhwyfar se sintió más que impresionada cuando atravesó las llanuras interiores. Ese viaje por extensiones llanas de praderas y encinares fue para ella como navegar otro océano bien distinto al hasta ahora conocido.

Más impactante todavía fue cuando, tras solo una jornada por el ramal de calzada que desde Segisama Julia tuerce hacia el norte, llegaron a la vista de la peña de Amaya. La primera imagen de esta muela rocosa la dejó maravillada. Tanto que, en aquel momento, se dijo que solo por ver algo así merecía la pena este viaje.

Porque Amaya es eso: una muela pétrea en mitad de llanuras. Se divisa a gran distancia. Alta, de paredes inaccesibles y con una cima plana que podría albergar a todo un ejército. Desde allí arriba los vigías pueden otear a muchas millas en todas las direcciones.

El senador Sicorio, tal vez porque vio cómo el asombro cambiaba azul de sus pupilas, le había señalado la peña lleno de orgullo.

«Amaya. El lugar más sagrado de los nuestros.»

Tras lluvias recientes, toda la región está cubierta de hierba y de momento las heladas las han respetado. Mientras se acercaban corría una brisa que ondulaba los herbazales, lo que hizo sentir a Hafhwyfar que surcaba a lomos de caballo un mar vegetal, rumbo a una isla prodigiosa. El cielo esa tarde era limpio. Volaban cúmulos blancos, lo que aumentaba la imagen de fortaleza ciclópea de esa mesa pétrea recortada contra el azul.

Otro golpe de viento lanza a la noche miríadas de centellas. Vuelve Hafhwyfar al presente. Siente cómo alguien se aproxima a través de la penumbra. Se gira y, al resplandor de los fuegos, se ve ante Caddoc, el
dux bellorum
.

—¿No piensas sentarte al banquete, Hafhwyfar?

—No si no me lo ordenas.

No da razones para su negativa y el
dux bellorum
tampoco las pide. Aparta él los ojos de ella. Envuelto en su manto de rombos de colores, observa las evoluciones de los bailarines entre nubes de chispas rojas.

—Espero que nuestros anfitriones no se molesten. Es buena señal que nos hayan invitado a subir. Es un gran honor. No se concede a muchos forasteros. Todo esto es muy sagrado para los cántabros.

—Según el senador Sicorio, era un lugar de culto para los antiguos cántabros. Una especie de refugio y de templo…

—Esta peña es algo más que todo eso. Es un vínculo entre las tribus cántabras y sus parientes de la provincia. Aquí se reúnen en asamblea sus jefes. Refuerzan los viejos lazos con ceremonias como esta. También los cántabros, como nosotros los britones, tratan de mantener la unidad de los de su sangre. Y, en ese aspecto, Amaya es todo un símbolo.

—¿Un símbolo? ¿Solo eso? Caddoc, no pretendo saber ni de lejos tanto sobre la guerra como tú. Pero una docena de hombres pueden defender la garganta de acceso contra mil. Un ejército que ocupe esta altura podría resistir aquí arriba durante años.

El
dux bellorum
sonríe al resplandor del fuego.

—Podrían…, si aquí arriba hubiese agua.

Hafhwyfar no responde ni se incomoda por la réplica. Al contrario. Es bueno que Caddoc sea
dux bellorum
de los britones. Es un gran caudillo, no un temerario capaz de llevar a sus seguidores al desastre. Un hombre calculador que no se deja arrastrar por impulsos o corazonadas. No en vano es heredero de una larga tradición de jefes militares. También su abuelo estuvo en la batalla de
mons Badonicus

—En fin, Hafhwyfar. Haz lo que gustes. Yo sí voy a sentarme a la mesa. La liturgia ha acabado y todo esto es un banquete ya de lo más normal.

Ella observa las mesas corridas. El vino, escaso por estos pagos, ha sido sustituido por la sidra. Muchos comensales están ya alegres. Y las palabras de Caddoc le han dado a entender que sabe por qué no se ha unido a la cena. También que, hasta cierto punto, comparte sus reparos.

—Estoy cansada. A no ser que dispongas otra cosa, me iré a dormir.

Miente. No está fatigada. Pero, al igual que en jornadas precedentes, está deseando acostarse y cerrar los ojos. Dormirse, pero no para descansar sino para abrir la puerta de los sueños. Franqueársela una vez más al jinete. Su jinete.

Ha soñado con él todas estas noches. Todas. Cabalgando por la llanura inmensa, pardusca, polvorienta, envuelto en esa aura de ira y fatiga. Y a cada sueño más cerca. En el último estaban a tiro de flecha. Sabe que no tardará en llegar al alcance de sus manos.

Está convencida de que esa será la última vez que sueñe con él. Que su jinete romperá entonces la barrera que separa el mundo de vigilia del onírico. La cruzará como el que atraviesa una cortina de agua. Lo hará a lomos de su caballo, con su armadura, con esa lanza que lleva atravesada sobre la silla de montar.

Y se reunirán por fin, tras tantos años de demora.

Los clibanarios (Wpedia)

Un valle de nombre desconocido
en tierras del interior de Hispania.

Amanece frío y desapacible. La niebla cubre el fondo del valle y las laderas, aunque arriba en las cimas luce el sol. Las baña en esos oros nuevos de primera hora, tan distintos de la patina añeja del ocaso.

Son tan densas las nieblas que es imposible ver más allá de unos pasos. Mugen invisibles los cuernos de aviso. Sones largos, bramantes, que se prolongan en ecos y más ecos a lo largo de las gargantas montañosas. Asustan a las aves y bandadas enteras remontan el vuelo con estruendo de alas.

Son esos ululatos de cuernos los que han sacado al
dux
Victoriano del sueño del licor. Quienes soplan esos instrumentos son los centinelas que él mismo mandó ayer por la tarde al otro extremo del valle. Le avisan de que los viajeros a los que cierran el paso están ya en pie. Y, por lo largo de los toques, le alertan de algo más. De que están en son de guerra.

Por eso un Victoriano todavía legañoso se ha adelantado a sus seguidores. La mano sobre el pomo de la espada, tiene los ojos puestos en la niebla, como si así pudiera llegar a distinguir algo en ese puré de vapores.

Y los cuernos siguen sonando.

Junto a él, su hijo mediano sujeta las riendas de dos caballejos peludos. Unos pasos más atrás, los guerreros se aprestan al combate. Son poco más que sombras que deambulan entre el arremolinar lechoso. Se oye entrechocares de armas y arreos, y el escándalo es tremendo. Cada cual procura acudir junto a su cabecilla. Se buscan entre las brumas y se llaman con voces ásperas.

Visten túnicas de lana, dalmáticas de cuero, capas de pieles o cuero. No pocos llevan las piernas desnudas a pesar del frío y la humedad. También los cabellos largos y anudados como los bárbaros. Presumen mediante detalles como esos de lo indómito de su carácter. Casi nadie porta espada y sí escudos, lanzas, hachas, mazas.

Les está costando organizarse, pero no toda la culpa es de la niebla. Los hay que van dando traspiés entre blasfemias. Muchos sufren los efectos de la borrachera de anoche. Somnolencia. Resaca espantosa. Eso le sucede a Victoriano, que siente arder los ojos y la cabeza a punto de reventar.

Anoche se reunieron en asamblea junto al fuego. Victoriano discutió con los cabecillas de los congregados. La junta se prolongó y se fue haciendo tumultuosa a medida que corría el licor entre los hombres. Acabó en gritos, insultos, amenazas, amagos de recurrir a las armas. Y todo para al final no llegar a acuerdo alguno sobre qué hacer.

Ya se lo temía Victoriano.

Los espías les han informado de que la caravana es grande. Viaja con muchos mulos cargados, protegida por gran número de guardias a caballo. Y todo eso da alimento a las fantasías.

¿Por qué evitan las calzadas? ¿Por qué viajan por caminos de montaña? ¿Será que quieren evitar pasar por ciudades y puentes?

Si es así, solo puede deberse a una causa. Será que transportan una carga valiosa. Tal vez géneros de lujo. Puede que armas. Quién sabe si metales preciosos. Tiene que ser eso. Seguro que viajan de esa forma para evitarse el pago de tasas o la requisa.

Por eso los hay partidarios de atacarles sin más. Matarlos a todos y apoderarse de sus tesoros. Pero algunos no olvidan que en la caravana van muchos jinetes armados. No se harán con la carga sin combate. Y en ese combate sufrirán no pocas bajas. Es mejor saber antes qué hay en esos fardos.

Eso opina Valeriano. Es preciso saber si la lucha merece la pena. Lo primero es cobrarles por el derecho de paso. Y averiguar con alguna astucia qué transportan. Solo después y si el botín lo vale, les tenderán una emboscada camino adelante, cuando viajen ya más confiados.

Y los cuernos siguen sonando.

El sol asciende. Llena de luz temprana las laderas occidentales, donde está la salida del valle. Ahí acampan el que se titula
dux
y los suyos. Y ahí, gracias al sol, la niebla va aligerando. No como en el oriente del valle, todavía en sombras, donde sigue espesa.

Valeriano ladea la cabeza. Abre las orejas. Eso que acaba de oír, ¿habrán sido cascos de caballos?

Los viajeros bajaron al valle casi al crepúsculo. Acamparon en aquella parte oriental, en la boca del cañón que forma el río al entrar. Los de Valeriano no trataron de impedírselo ni les hostigaron tras el ocaso. Así se lo ordenó el que se llama
dux
, que no les envió tampoco mensajeros. Era mejor dejarles en la incertidumbre y que se macerasen en ella toda la noche.

Así estarán más dialogantes hoy por la mañana.

Bandadas de aves aletean entre graznidos sobre el valle, expulsadas de sus ramas por el atronar de los cuernos. Las faldas de los montes occidentales están ya libres de nieblas. Lucen ahora al sol los colores del otoño en los bosques. Un mar de amarillos, marrones, rojos que tiemblan a cada roce de la brisa.

Abajo, la niebla aligera, deviene bruma con bancos espesos que flotan como islas ingrávidas. Valeriano vuelve la mirada. Las bandas se han organizado por fin entre los velos de neblina.

Se coloca el yelmo. Es un viejo casco romano que ha ido pasando de generación en generación. Se ajusta la dalmática de piel. Monta a caballo y sus tres hijos le imitan. El menor lleva su estandarte. Un simple cuadrado de cuero con pinturas azules y blancas. Las mismas que lucen sus seguidores en los escudos.

Los torbellinos de neblina se agitan. A través de cortinas como gasas blancas, entrevé a un grupo de jinetes. Siluetas negras. Un puñado. Cinco o seis. Tal vez una partida enviada en descubierta.

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