Desde ahí puede observar con más comodidad al bardo. El viento rola una y otra vez. Hay ocasiones en las que esos cambios lanzan sobre él una nube de chispas rojas. Y entonces adquiere a sus ojos ese halo sobrenatural que ella siempre ha atribuido de manera inconsciente a los bardos.
¿Quién será? ¿De dónde viene? Observa su manto azul a la luz del fuego. Parece de muy buena lana. Una prenda cara. Sin duda es un bardo de alcurnia.
Canta ahora sobre la traición de los jutos. De cómo Vortigern, queriendo ser rey de todos los britanos, destruyó Britannia y condenó a los suyos al exilio y la dispersión.
La elección de este cántico, justo esta noche, no puede ser casual.
Su abuelo, Tremayne el Viejo, aprendió de sus preceptores filosofía, matemáticas, derecho, retórica. Ellos le enseñaron también que el universo se rige por leyes. Que todo tiene un origen y que todo obedece a un motivo. Y él a su vez procuró inculcar tales ideas a su nieta.
Todo tiene su por qué.
Hafhwyfar sabe que los cantos son depositarios de las tradiciones de la raza. Que sirven para reforzar su sentido de identidad. Por eso no se cantan en latín sino en britón. En la lengua de los antepasados. La que comparten con sus hermanos de las Islas y de la Pequeña Bretaña.
Los britones escriben en latín. En latín se comunican con galaicos, astures y suevos. Hasta lo hablan entre ellos a menudo si están en presencia de extraños. Pero las viejas historias se transmiten en britón.
Cantos que son la memoria colectiva de un pueblo expulsado de su suelo natal. Contienen enseñanzas. Alertan sobre la desunión, la vanidad, la locura que supone aliarse con extranjeros contra los de la propia sangre.
Seguro que el obispo Mailoc ha pedido al bardo este cántico, esta noche. Esa idea, por algún motivo, hace a Hafhwyfar intuir que habrá guerra.
Mailoc es un obispo todavía más astuto que sus predecesores, que ya lo eran en grado sumo. Si ellos instauraron la fiesta del Guel Micael en estas costas, él la abrió a sus vecinos galaicos. Una jugada maestra, no importa que algunos britones la critiquen entre dientes.
La celebración del equinoccio de otoño es tan vieja como el hombre. Los primeros abades-obispos britones querían evitar que los suyos se entregasen a ceremonias gentiles. Cuando los de la raza arribaron a Gallaecia, era tierra de paganos y herejes. Y sus guías espirituales temían que el contacto les hiciese caer en nuevos o viejos errores.
Aquellos abades-obispos eran hombres sabios, conscientes del vigor de los mitos vinculados a la tierra, a las cosechas y al ciclo de la vida. Sabían que es más fácil arrancarle las entrañas a un hombre que desarraigar de él las viejas tradiciones. Por eso obraron con habilidad.
Los primeros britones no llegaron a esta costa como derrotados sino en misión sagrada. Enviados del emperador Magno Clemente Máximo para combatir con su presencia a la herejía priscilianista. Y para cumplir tal misión era preciso que no se contaminasen de paganismo.
De ahí su empeño en fomentar el Guel Micael.
Acaba el canto. El bardo acepta con dignidad los aplausos, vítores y muestras de aprobación. Un clérigo tonsurado a la céltica toca a Hafhwyfar en el hombro. Con un gesto, le indica el asiento vacío. Ella lo ocupa al mismo tiempo que el bardo se sienta en el suyo, a la zurda del obispo.
Cree Hafhwyfar que el forastero del manto azul ni ha reparado en su existencia. No sabe cuán errada está.
Incluso mientras cantaba, Maelogan se fijó ya en esa chica de rasgos finos y cabellos rubios sueltos. Tras tantos años, ha desarrollado la capacidad de reservar un rincón de su mente para observar o pensar, mientras el resto toca y canta.
¿Una mujer en esta reunión nocturna?
Ahora, con el rabillo del ojo, advierte que se ha sentado a tres sillas de distancia de la del obispo. A dos de la suya propia. Es muy joven. Rubia como una sajona. Y hermosa. Siente cómo le late el pulso en las sienes al observarla de reojo. Se fuerza a mirarla con los ojos del erudito y no los del hombre. Esa melena suelta… ¿Será esta una de esas
ghaobelas
de las que ha oído hablar?
El obispo le apoya una mano sobre el hombro en señal de reconocimiento por el canto. Luego tiende la diestra por un segundo en dirección a la recién llegada. Comprende Maelogan que ese gesto es un esbozo. Una estilización de dar a besar el anillo obispal. Ella responde juntando las manos como si rezase o en súplica.
Ya ha comprobado el bardo que el obispo Mailoc cultiva una mezcla de sencillez y lejanía muy a propósito. A ojos de su grey, eso debe convertirle en una figura misteriosa a la par que benévola. Buena forma de ganar ascendiente sobre esas gentes sencillas que viven de la pesca, las huertas, la bellota y algo de comercio marítimo.
Mailoc gobierna sobre toda esta costa entre los ríos
Masma y Egoba
[11]
. Es el guía mundano y espiritual de todos los que aquí moran, sean britones o galaicos. El interlocutor último de los reyes suevos, amos teóricos de estas tierras.
Mailoc se conserva fuerte. Su barba sigue gris y espesa. Viste manto oscuro de capucha, ornada con listas y rosetones bordados con cruces, hojas y peces. Así como ha reservado el asiento izquierdo para Maelogan, el de la derecha se lo ha dado a Caddoc. Algo que no significa gran cosa para el bardo.
Sí y mucho para Hafhwyfar.
Caddoc,
dux bellorum
de los britones. Muy alto y grande de cuerpo, calvo, barbudo. ¿Cuántas veces habrá acaudillado a los suyos en la guerra? En las luchas dinásticas de los suevos. En la mar contra los piratas. En tierra contra incursores godos y forajidos. No debe de haber nadie en toda Britonia que sepa tanto de la guerra como Caddoc.
¿Por qué se sienta esta noche a la diestra del obispo? Mailoc es amigo de diplomacias, no de guerra. Sigue la política de sus predecesores. Mantiene buenas relaciones con la corte sueva. El obispado de Britonia es un factor de cohesión y estabilidad en este reino turbulento. Los obispos britones siempre han mediado entre el episcopado galaico y el trono suevo. Han apaciguado innumerables veces las aguas políticas. Y algo tuvieron que ver en la conversión de los suevos al catolicismo.
Arrecia el viento. Ruge. Aviva las llamas. Agita las ropas de los presentes. Advierte en ese instante el bardo que el manto de la chica rubia luce algunos rombos púrpura entre otros rojos, verdes, ocres. ¿Qué significa ese detalle? No ha visto rombos de ese color en ningún otro manto local. ¿Indicará nobleza como entre los antiguos romanos? ¿O será un distintivo militar? Después de todo, si lo que le han contado es cierto, las
ghaobelas
tienen el privilegio de portar armas incluso en presencia del obispo…
Ese mismo obispo que interrumpe con su voz el curso de esos pensamientos. Toma la palabra para dirigirse a él. Todos escuchan con respeto. Por la forma en la que Mailoc comienza, supone Hafhwyfar que reanuda una conversación dejada en suspenso por el cántico.
—La situación es grave, noble viajero. Lo es a pesar de que no ha ocurrido nada todavía. Al menos, no en nuestra tierra. Un carbonero o un pescador podrían creer que todo sigue igual que siempre. Como hace dos años o como hace cincuenta. Pero el hombre informado sabe que vivimos las vísperas de grandes conmociones.
»La caída de la Sabaria ha sido solo el anticipo de lo que se avecina.
Al decir esa frase ha girado el rostro a la derecha, como si diese así la palabra a Caddoc. Pero el
dux bellorum
se limita a asentir con hosquedad. Se pasa luego la mano por la cabeza calva. Un gesto muy suyo. El resentimiento que transmite es tan palpable que Hafhwyfar aparta los ojos de él para ponerlos en el fuego.
Se le ocurre que, puesto que están hablando en britón, un espía que lograse colarse entre los guardias y llegar al borde del resplandor podría escuchar sus palabras, mas no entender lo que dicen. Y que, sin embargo, gracias a las expresiones y ademanes, podría adivinar que los reunidos están tratando de asuntos graves.
El bardo de manto azul se frota las manos como si tuviera frío. Por un instante, parece incluso que está a punto de tenderlas hacia el calor de las llamas.
—Disculpa mi ignorancia, venerable, que no es fruto del desinterés sino de que vengo de muy lejos. ¿Qué es la Sabaria?
Mailoc tiende la mano abierta hacia Caddoc, cediéndole ahora sí la respuesta. Eso es muy propio del obispo. Dejar que sean otros los que hablen por él refuerza su aura de ajeno a los asuntos mundanos. El
dux bellorum
se vuelve a pasar las palmas por la calva.
—La Sabaria, maestro de los caminos, es el país de los astures
[12]
sappi
. Una tribu asentada al suroeste de este reino suevo.
»Se han gobernado a ellos mismos durante generaciones. No conocían otra ley que la tribal ni más autoridad que la de su senado. Se dice que así ha sido desde que desapareció el poder de Roma en estas tierras.
»Pero su independencia acabó este mismo año. Los godos les invadieron no bien comenzó el deshielo. Se han anexionado todo el territorio y sometido a sus habitantes.
—Pido perdón de nuevo por mi ignorancia. ¿Qué importancia puede tener para los britones que los visigodos hayan sometido a esos…?
—
Sappi
. Importa porque la Sabaria está al sudeste del reino suevo.
Caddoc alza sus manos fuertes, como si quisiera trazar un mapa en el aire.
—Los guerreros de los
sappi
eran bravos. Sus ancianos estaban decididos a no doblegarse ni ante
potentes
hispanos ni ante reyes bárbaros. Eran una barrera entre la Suevia y los godos.
»Este reino suevo que habitamos da al mar por el norte y el oeste. Por el sur y el este limita con varias regiones independientes. Estaba la Sabaria y, al oeste de la misma, el país de los araucones, que ocupan zonas montañosas y están gobernados por un
senior loci
y no por un senado…
Con un ademán expresivo, indica que renuncia a enumerarlos todos.
—En buena medida, el reino suevo ha sobrevivido hasta ahora gracias a la existencia de esas tierras libres y no por la fuerza de sus propias armas. Unas nos separan de los godos. Otras impiden a estos maniobrar con libertad, por miedo a verse atacados por la espalda.
—Esos
sappi…
¿se resistieron?
—Ante la superioridad del ejército de Leovigildo, su senado se dividió. Algunas
gens
eligieron rendirse sin lucha con la esperanza de salvar así sus vidas y sus tierras. Otras decidieron luchar.
Observa ceñudo el fuego.
—Esos segundos lucharon con coraje. Puedo dar fe.
Se queda con los ojos puestos en los troncos que arden. El bardo le contempla intrigado. Habla Mailoc:
—Caddoc es nuestro
dux bellorum
, como bien sabes. Él en persona acudió con una tropa en auxilio de los
sappi
. Por eso puede narrarla con conocimiento de causa.
—Entiendo que teníais algún tipo de pacto con los
sappi
.
—No, noble viajero. No es prudente para nuestro pueblo meterse en política ajena. Mejor dejamos eso a la corte sueva. No debemos despertar recelos que pudieran resultar peligrosos para nuestra supervivencia.
—¿Entonces…?
Ahora es Caddoc el que otra vez contesta, sin apartar la mirada del fuego.
—Fue el propio rey Miro el que nos pidió que enviásemos un contingente en ayuda de los
sappi
. Como podrás comprender, lo último que deseaba era que Leovigildo conquistase la Sabaria y abriese frontera con su reino por el sureste.
—¿Y por qué no envió a sus propias tropas?
—Miro cuida cada paso que da. Sus propios nobles están al acecho. Esperan una ocasión para rebelarse y usurpar el trono. Es el mal de los suevos, como lo era de los visigodos antes del ascenso de Leovigildo.
»Tenía que impedir la conquista de la Sabaria. Quería a la vez evitar romper la paz con los godos y verse obligado a combatir contra ellos.
—Y por eso recurrió a nuestro pueblo.
—También acudieron varios nobles suevos con sus
comitatus
[13]
. Allí estuvieron luchando.
—Pero aun así nos fue adversa la suerte de las armas.
—Muy adversa.
No añade más Caddoc. Algo le dice al bardo que es mejor no insistir sobre ese punto. El resto de asistentes contempla el fuego o la oscuridad circundante. Maelogan no puede saber que respuestas tan lacónicas son la asunción por parte del
dux bellorum
de que aquella derrota tuvo una parte muy personal.
Tampoco puede saber que los suevos, desde hace años, cambian correspondencia secreta con los romanos de la provincia de Spania. Gracias a estos, que mantienen una red de espías por buena parte de la Península, supieron con antelación que los visigodos planeaban anexionarse la Sabaria. Y eso les dio tiempo a enviar socorros armados.
Una ayuda que sirvió de bien poco.
Sappi
, suevos y britones fueron batidos por la caballería visigoda. Caddoc, ante la certeza de una derrota inevitable, organizó la retirada. Los britones no perdieron demasiados hombres. Pero para él todo eso es una espina clavada, ya que en esa campaña murió uno de sus hijos.
En el silencio que ha caído alrededor de esa hoguera se escucha el silbido del viento y el rugir de las llamas. Les llega de lejos el redoble de tambores y el son de las gaitas. El bardo se frota las manos de dedos ágiles mientras pregunta de nuevo.
—¿Y a pesar de todo lo ocurrido estás dispuesto a una aventura similar?
Hafhwyfar no aparta los ojos del fuego, pero abre bien los oídos. ¿Se prepara una campaña, tal como había intuido? Pero ¿contra quién? ¿Y qué tiene que ver todo esto con ella? ¿Por qué la ha convocado Mailoc a su hoguera?
Caddoc responde tras una pausa. Pero lo que dice tampoco le da demasiadas pistas.
—¿Dispuesto? No. Nada más lejos de mi deseo. Pero ha de hacerse. Al ocupar la Sabaria, los godos han metido una cuña por el sur. Si siguen conquistando territorios libres, los días del reino suevo estarán contados.
—He oído que nunca hubo paz entre godos y suevos. A pesar de ello, por lo que veo, los segundos han defendido su reino.
—Soplan nuevos vientos. El gran rey Leovigildo no es como sus predecesores. Ha sofocado sin piedad los intentos de sedición. Ha ajusticiado a unos cuantos nobles intrigantes. Arrebató el año pasado Córduba a los romanos…