Última Roma (5 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Parte de la tropa goda había salido a reprimir un nuevo levantamiento campesino. No le cabía duda a Mayorio de que las intrigas de Basilisco estaban tras ese suceso. Lo lógico era que la guarnición, mermada de efectivos, al ver perdidos puerta y puente, evacuase la ciudad. Eso pretendía Basilisco. Y sin matanzas. En ese punto había insistido. Si había degollina de godos, pudiera ser que Leovigildo lanzase un contraataque masivo, por venganza o para no perder prestigio ante los suyos.

Pero nada ha salido según los planes.

Esta noche había guardia triple en la boca del puente. Y estaban alerta. Aguardaban con armaduras completas y parapetados tras sus escudos rectangulares. La multitud furiosa e intoxicada no reparó en ello o tal vez no le dio importancia. Sin arredrarse, sin vacilar, atacaron a la luz de los tizones contra el muro de escudos, entre griterío y cánticos.

Y entonces llovieron sobre ellos las jabalinas.

Una descarga cerrada desde un flanco. Gritos, chillidos, caídas. Como iban tan borrachos y los tizones alumbraban poco, la mayoría no se percató al principio de qué pasaba. Solo de que unos cuantos se habían ido al suelo y que algunos se retorcían chillando entre sus pies.

En eso llegó una segunda andanada. Y sin pausa la tercera, y la cuarta.

Los revoltosos se derrumbaban gritando. Se revolcaban heridos o, de rodillas, trataban de arrancarse los proyectiles. Los aún ilesos se revolvían aturdidos, como ovejas el día de la matanza. Y llegaban las jabalinas silbando en la oscuridad. Ahora tiraban también contra ellos desde la boca del puente y desde unas tapias a la espalda, y también desde unos corrales a la derecha.

El suelo estaba alfombrado ya de muertos y heridos cuando en esas cabezas embotadas por el alcohol se coló por fin la idea de que habían caído en una emboscada. Soltaron palos y piedras. Se desbandaron, tratando de salvarse cada uno por su cuenta en la oscuridad.

Solo que también había jinetes al abrigo de la noche. Y no bien se deshizo la piña humana, salieron al galope.

Pero para entonces el
comes
Mayorio había abandonado el lugar a la carrera. Ya llegó rezagado al puente, a la cola de la turba, tan sobrio como alerta. Por eso reconoció de inmediato esos susurros afilados en la negrura. Los oyó pese al griterío de los revoltosos y, antes de que cayese el primero de ellos, ya había girado sobre los talones y huía a escape.

Ahora sigue corriendo. Oye a sus espaldas alaridos de dolor y de espanto, pedir compasión a gritos, estruendo de pies en estampida, retumbar de cascos al galope. Echa una ojeada por encima del hombro sin reducir la velocidad. A la luz de las estrellas, advierte que no es caballería goda.

¿Serán bucelarios de algún magnate cordubés, aliado de los godos? ¿Y si fueran burgarios? Con tanta tiniebla, no le es posible ver los emblemas de sus escudos. Sí que blanden espadas largas con las que tajan y estoquean a los desbandados. Los arrollan. Hacen que sus monturas les pasen por encima hasta matarlos.

Bucelarios o burgarios, esos jinetes son hispanos. Y esa es la prueba de la traición. Algunos —o todos— los conjurados les han vendido. Por miedo, por interés, ¿qué más da ahora? Lo que importa es que usan a sus propios mercenarios para masacrar a los que iban a ser sus instrumentos en la revuelta.

La gente huye en todas direcciones. Buscan el amparo de las sombras. Saltan tapias y cercas. Corren pisoteando los surcos de las huertas. Algunos intentan incluso escabullirse entre las patas de los caballos. Silban las espadas en la oscuridad. Todo son gritos, relinchos, golpes.

Estos jinetes, no importa a quien sirvan, se están empleando a fondo. Es como si no quisieran dejar a un revoltoso vivo.

Mientras corre, resollando ya como un fuelle, Mayorio se pregunta el porqué de tanta saña. No van a sacar botín de la matanza. Y esos desarrapados son a la postre bastante inofensivos. Se han dispersado, han tirado las armas, piden piedad. E incluso así los están matando.

Su túnica gris es demasiado larga. Puede que eso le proteja más los muslos en las noches frías, pero ahora le estorba para correr. Se agarra el vuelo con la zurda y prosigue a toda la velocidad que le dan las piernas.

Oye a su espalda un chillido como de conejo. Otro al que acaban de degollar.

¿Habrá cegado la sed de sangre a esos mercenarios? ¿O será intencionada la carnicería? Tras haber tratado en estas últimas semanas con los magnates hispanos, no le extrañaría que fuera lo segundo. Quizá los curiales o el obispo —los verdaderos amos de la ciudad, gobiernen godos o romanos— han visto en esta noche una ocasión de oro para limpiar sus calles de gentes sin oficio ni beneficio. Una excusa para librarse de indigentes y desocupados.

Oye cascos a su espalda. Gritos de guerra. No necesita girar la cabeza para saber que le han visto, que azuzan a sus monturas en su persecución. Por los ruidos, deben de ser dos. No tiene instante que perder. Salta un muro de tapial medio derruido. Corre por entre higueras.

A sus espaldas, un estruendo. Sus perseguidores no han dudado en embestir con sus corceles contra la tapia y el barro prensado ha cedido al impacto. Quieren sangre. No van a dejar escapar así como así a su presa.

Él a su vez no tiene intención de dejarse matar como un cordero. Oye las voces destempladas de esos dos. Latín cordubés. Salta una segunda tapia. Corre hacia la orilla del río, siempre sujetándose los bajos de la túnica. Siguen los relinchos, las voces y los chillidos por todas partes. No van a salir muchos con vida de esta.

Pero, ocupado en salvar la piel, no tiene tiempo de reflexiones. Si lo tuviese, no le remordería lo más mínimo haber provocado tantas muertes. Primero porque no era su intención. Segundo porque son las reglas del juego. Él jamás sintió rencor alguno contra sus oficiales cuando, siendo jinete raso, le enviaban en cargas frontales, lanza a dos manos, afrontando nubes de flechas enemigas.

Le han localizado. Vienen al galope. No tendrá la suerte de que alguno de esos caballos tropiece entre las sombras y mande a su jinete por los aires. Corre por las arenas. Se mete a toda prisa por entre los cañaverales.

Ahora sí que se detienen sus perseguidores. Oye relinchos y gritos de ira. Que rabien. Está claro que no se atreven a meter a sus monturas en ese terreno fangoso.

Llega a creer por un instante que van a desistir. Pero luego oye cómo una piedra golpea contra las cañas. Cae lejos pero le siguen dos más. Y otras dos. Y están gritando para que acudan sus compañeros.

Mayorio se abre paso entre las cañas, chapoteando. Casi le puede el pánico a caer en una de esas pozas orilleras de fango que se tragan a un hombre en cuestión de latidos. Una muerte así le causa más temor que todos los proyectiles del mundo.

Siguen cayendo las piedras. Alguien arroja una antorcha. Pasa llameando como un cometa, alumbrando el cañaveral.

El agua le llega ya a medio muslo. Se echa de cabeza al río y comienza a nadar.

Los britones (Vídeo)

Britannia Gallaecica,
Guel Micael (noche del equinoccio de otoño)

Justo en el instante en que Mayorio,
comes
de los
victores flavii
y espía accidental, se zambulle en las aguas lejanas del río Betis, Claudia Aurelia Hafhwyfar sufre un gran sobresalto. Un vuelco del corazón. Un sofoco de repente que la obliga a pararse.

Luego pasa. Pasa pero no se olvida. Le queda un palpitar, un rebullir de la sangre que no sabe a qué obedece. Sin motivo alguno se le viene a la cabeza el jinete de su sueño. Volvió a soñar con él la noche pasada. El mismo sueño de siempre. Otra vez ese jinete cansado, polvoriento, furioso, que cabalga en soledad a través de llanuras interminables.

En esta ocasión estaba a menos distancia que la anterior. Es como si entre ambos sueños hubiera cubierto una etapa en su camino hacia ella. Ahora, cada vez que le sueña, está más cerca. Y eso para ella es una señal.

Está convencida de que por fin, después de tantos años de cabalgar hacia ella, les separan un contado número de jornadas. Tiene la certeza de que su encuentro no tardará en producirse. Pero ha de procurar calmarse. Sosegar el latido en sienes y en muñecas. No debe presentarse alterada en la hoguera del obispo.

Ha tenido el sobresalto mientras atraviesa la gran pradera, al resplandor de las fogatas que arden por toda la campa. Son fuegos grandes, alimentados con troncos. El viento marino alza torbellinos de chispas. La gente ríe, canta, baila en torno a las llamas. Se escuchan tambores, arpas, gaitas.

Una procesión humana recorre los límites de la pradera. En columna de dos en fondo. Muchos de sus integrantes llevan teas. Es como si una serpiente de fuego culebrease por la noche. Eso es justo lo que se pretende, porque esta noche celebran aquí el ciclo eterno de la vida, de las cosechas, del paso del Sol.

Cuatro gaiteros van en cabeza de la serpiente de fuego. Y no son las únicas gaitas que resuenan esta noche en los prados costeros. Hay muchos galaicos presentes y ellos son todavía más dados que los britones a tocar las gaitas.

Los britones celebran el Guel Micael en esta pradera desde hace generaciones. Desde que los primeros de la raza arribaron a estas costas, hará ya dos siglos. Y, desde que Mailoc es obispo de Britonia, los galaicos están invitados al festejo.

Es deseo del obispo que britones y galaicos formen una sola grey. Constituye uno de sus objetivos principales, tal vez porque él mismo es oriundo de la Pequeña Bretaña y es capaz de mayor amplitud de miras que otros de la raza.

Poco hay de casual o improvisado en esta celebración ancestral. Hasta el más pequeño detalle obedece a algún motivo concreto. No obstante, son contados los presentes capaces de darse cuenta de tal circunstancia. Hafhwyfar es uno de ellos. Su abuelo le explicó en su día lo que se esconde tras las hogueras, las celebraciones y los cantos.

Se enternece por un instante Hafhwyfar al recordar a su abuelo paterno. Es noche para ello. Tremayne al que llamaban
el Viejo
era un hombre muy sabio. Sabio porque nació con inteligencia despierta y sabio porque tuvo preceptores romanos, así como porque llegó a vivir muchos años y con provecho.

Fue él quien le enseñó a preguntarse por la verdad que muchas veces se oculta bajo lo evidente.

Arrecia el viento. Sopla, brama como si quisiera recordar a los congregados que ya está aquí el otoño. Que este año entra con fuerza. Alborota las llamas, aventa lluvias de ascuas. El aire trae a Hafhwyfar olor a leña quemada. Luego la envuelve en aromas de un mar tan próximo que solo tiene que prestar oídos para, bajo la música y los cánticos, escuchar los golpes del oleaje contra los acantilados.

Lleva los ojos al borde de la pradera. Las siluetas negras de los árboles se agitan contra el telón de estrellas. Sí. Ya está aquí el otoño. El vendaval agita los extremos de su manto de rombos de colores. Le echa los cabellos rubios sobre los ojos.

Dirige sus pasos hacia una hoguera que resplandece un poco apartada. Tiene que cruzar hasta tres perímetros de guardias que patrullan por las sombras con escudos y lanzas. Nadie le da el alto ni le pregunta nada. Están avisados de que el obispo la ha convocado. ¿Y quién no conoce a Claudia Aurelia Hafhwyfar, la hija menor de Galieno Aurelio Morthwyl?

En la hoguera, una docena de varones se sientan cara al fuego en sillas romanas sin respaldo. Y tras ellos está de pie el triple de ese número. Personajes —muchos de ellos clérigos— de menor rango que los sentados.

Guardan silencio y procuran ni moverse. Entre el crepitar de las llamas, escuchan a un hombre de manto azul que canta acompañándose de una arpa de gran tamaño.

¡Un bardo! Fascinada, Hafhwyfar contornea con sigilo por el borde de la luz de las llamas. Observa al bardo como si volviera a ser una niña y se hubiera topado con un ser mágico. No hay bardos entre los britones de la Gallaecia.

A la primera impresión le ha tomado por viejo. No lo es ni mucho menos, pese a que su poblada barba castaña está salpicada de canas. ¿Por qué habrá pensado eso si es un hombre en la plenitud de sus fuerzas? Tal vez porque asocia a los bardos con la sabiduría y a esta con la edad avanzada.

Le estudia con avidez desde la zona de penumbras. El manto azul propio de su rango. Cabellos largos trenzados. Un arpa muy hermosa, grande, de madera muy trabajada. Se sienta de cara a sus oyentes y un poco en ángulo para dejar el fuego a la izquierda. Evita así quitarles a ellos luz y a sí mismo recibir exceso de calor en la espalda.

Sus manos vuelan como pájaros entre las cuerdas. Está cantando en britón con voz vibrante. Viejas tonadas que Hafhwyfar conoce de memoria.

Ella afloja un poco su agarrón del manto. No suelta del todo para evitar que el viento lo abra y lo haga aletear. Entorna los párpados, se deja acunar por el cántico. Es la canción que narra cómo el Desastre se fue acumulando cual nubes de tormentas sobre las Islas.

Con los ojos entrecerrados, siente el fuego en el rostro. Deja que esa canción pulse las cuerdas de su propia alma. Son estrofas sobre la ponzoñosa enemistad entre Ambrosio Aureliano y Vortigern. Hablan de ambiciones desmedidas, de agravios y de odios. Cuentan cómo Vortigern pidió ayuda a los bárbaros jutos a cambio de tierras. Recuerdan cómo ese pecado abrió las puertas de los Infiernos en las Islas.

Pero no debe quedarse ahí de pie por más tiempo. No es correcto. Se desplaza unos pasos más a la luz del fuego. Hay una silla libre a la izquierda del obispo, a tres asientos de distancia. Sabe que está reservada para ella. Pero no puede ocuparla ahora. No mientras el bardo siga cantando. Así que, sin cambiar palabra con nadie, se suma discreta a los que escuchan en pie detrás de los notables.

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