¿Por qué hicieron el tonto los editores? Porque el artículo de Sokal era una burla deliberada, tan evidentemente disparatada que cualquier estudiante de física se habría dado cuenta al instante de que era una broma para partirse de risa. ¿Se molestaron los editores en hacerlo revisar por otro físico? No. Para su eterna vergüenza, al mismo tiempo que ellos publicaban la burla, la revista
Lingua Franca
, en su número de mayo/junio de 1996, publicaba un artículo de Sokal en el que revelaba la broma y explicaba por qué la había maquinado.
Sokal iniciaba su parodia con un violento ataque a la creencia en que existe «un mundo exterior cuyas propiedades son independientes de cualquier individuo humano e incluso de la humanidad en conjunto». La ciencia, decía a continuación, no puede establecer un auténtico conocimiento, ni siquiera un conocimiento tentativo, utilizando «el llamado» método científico.
«La realidad física […] es en el fondo un artefacto social y lingüístico», afirmaba Sokal en el siguiente párrafo. En su confesión en
Lingua Franca
, comentaba: «No ya nuestras teorías sobre la realidad física, fíjense bien, sino la realidad misma. Pues muy bien: cualquiera que crea que las leyes de la física son meras convenciones sociales está invitado a intentar transgredir esas convenciones desde las ventanas de mi apartamento (vivo en el piso 22)». He aquí algunos otros absurdos que Sokal defendía en su magnífica burla:
Los campos morfogenéticos de Rupert Sheldrake son «el filo cortante» de la mecánica cuántica. (Acerca de las fantasías psíquicas de Sheldrake, véase el capítulo 15 de mi libro
The New Age
, publicado por Prometheus Books en 1991)..
Las especulaciones freudianas de Jacques Lacan han sido confirmadas por la teoría cuántica.
El axioma que dice que dos conjuntos son idénticos si constan de los mismos elementos es un producto del «liberalismo del siglo XIX».
La teoría de la gravedad cuántica tiene enormes implicaciones políticas.
Las doctrinas deconstructivistas de Jacques Derrida están apoyadas por la teoría general de la relatividad. Las opiniones de Lacan se ven confirmadas por la topología, y las opiniones de la francesa Luce Irigaray, filósofa del feminismo, están muy relacionadas con la gravedad cuántica.
La parte más graciosa del artículo de Sokal es su conclusión de que la ciencia debe emanciparse de las matemáticas clásicas para poder convertirse en un «instrumento concreto de la praxis política progresista». Las constantes matemáticas son meros artefactos sociales. ¡Ni siquiera pi es un número fijo, sino una variable determinada culturalmente! Confío en que ningún lector intente defender este argumento indicando que pi tiene diferentes cifras cuando se expresa en una notación diferente. Decir que la notación altera el valor de pi es como decir que el número 3 tiene diferente valor en Francia porque allí se le llama trois.
Pi se define con exactitud en el sistema formal de geometría euclidiana, y tiene el mismo valor en el interior del Sol y en un planeta de Andrómeda. El hecho de que el espacio-tiempo no sea euclidiano no tiene el más mínimo efecto sobre pi. Algunos nativos africanos pueden creer que pi es igual a 3, pero ésa no es una cuestión de matemática pura, sino de matemática aplicada. Esta confusión entre la certidumbre de las matemáticas como sistema formal y la incertidumbre de sus aplicaciones al mundo es un error que cometen a menudo los sociólogos ignorantes.
La prensa se lo pasó en grande con la broma de Sokal. Edward Rothstein publicó en el
New York Times
(26 de mayo de 1996) un artículo titulado «Cuando tu pi es retorcido por un auténtico pervertido». El de Janny Scott, «La gravedad posmodema desconstruida a hurtadillas», apareció en primera página del
New York Times
(18 de mayo). Roger Kimball escribió en el
Wall Street Journal
sobre «Un doloroso aguijonazo en la colmena académica». George Will, en su columna sindicada, se regodeaba con el engaño de Sokal. «
Social Text
—predecía— no volverá a ser considerada una revista culta».
Los editores de
Social Text
estaban indignados, y se comprende. Stanley Aronowitz, cofundador de la revista, es un sociólogo marxista. Calificó a Sokal de «inculto y maleducado». Andrew Ross, otro izquierdista y responsable de la coordinación del número especial, dijo que a él y los demás editores el artículo de Sokal les había parecido «un poco burlón» y «engreído». Entonces ¿por qué lo publicaron? Porque comprobaron quién era Sokal y vieron que tenía buenas credenciales como científico.
El ataque más furioso contra la broma lo hizo Stanley Fish, un inglés que es profesor de la Universidad de Duke y director ejecutivo de la editorial universitaria, que publica
Social Text
. Pish ha estado mucho tiempo bajo el hechizo del deconstructivismo, un abstruso movimiento francés en rápido declive que sustituyó al existencialismo como la última moda filosófica francesa. En su artículo «La broma pesada del profesor Sokal», publicado en la página Op-Ed del
New York Times
(21 de mayo de 1996), Fish negaba enérgicamente que los sociólogos de la ciencia crean que no existe un mundo exterior independiente de las observaciones. Sólo un tonto pensaría eso, decía. Los sociólogos sostienen únicamente que lo que los observadores dicen sobre el mundo real está «condicionado por sus capacidades, su educación, su formación, etc. No es el mundo o sus propiedades lo que está [sic] socialmente construido, sino el vocabulario con cuyos términos lo conocemos».
En lenguaje llano, Fish nos está diciendo que claro que «ahí afuera» hay un mundo estructurado, con propiedades objetivas, pero que el modo en que los científicos hablan de esas propiedades es cultural. ¿Se puede concebir algo más trivial? Evidentemente, la manera de hablar de los científicos forma parte de la cultura. Todo lo que los humanos hacen y dicen forma parte de la cultura.
Después de reconocer que ahí afuera hay un vasto universo que no fue hecho por nosotros y que es independiente de nuestras pequeñas mentes, Pish procede a difuminar la distinción entre verdad científica y lenguaje, ¡comparando la ciencia con el béisbol! Admite que el béisbol implica hechos objetivos, como la distancia desde el montículo del lanzador hasta el
home plate
.
Y a continuación, pregunta: «¿Hay bolas y strikes en la naturaleza (entendiendo por naturaleza la realidad física independiente de los agentes humanos)?». Fish responde: no. ¿Son artefactos sociales las bolas y los strikes? Sí.
Examinemos esto más atentamente. Lo de que las bolas y los strikes están definidos por una cultura es obvio. Ni los chimpancés ni los ingleses (la mayoría) juegan al béisbol. Las reglas del béisbol, como las del ajedrez y el bridge, no forman parte de la naturaleza. ¿Quién podría negar esto? Tampoco Fish niega que las pelotas lanzadas estén «ahí afuera», recorriendo trayectorias objetivas hasta que un arbitro declara si son bolas o strikes. Ni siquiera es necesario un arbitro. Una cámara conectada a un ordenador haría esa tarea igual de bien o mejor. Por supuesto, esas decisiones se basan en reglas culturales, pero la trayectoria de la pelota y su paso (o no) sobre el
home plate
dentro de ciertos límites es tan parte de la naturaleza como la trayectoria de un cometa que hace strike con Júpiter.
La cuestión profunda que se oculta bajo estas banalidades es si las reglas del béisbol son similares o radicalmente diferentes de las reglas de la ciencia. No cabe duda de que son radicalmente diferentes. Las reglas del béisbol, como las del ajedrez y el bridge, están hechas por seres humanos. Pero las reglas de la ciencia no. Se descubren por observación, razonamiento y experimentación. Newton no inventó sus leyes gravitatorias, excepto en el sentido obvio de que pensó en ellas y les dio forma escrita. Los biólogos no «construyeron» la hélice del ADN; la observaron. La órbita de Marte no es un artefacto social. Einstein no inventó E = mc
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como se inventan las reglas de un juego. Considerar que las reglas de la ciencia son similares a las reglas del béisbol, a las normas de tráfico o a las modas en el vestir es hacer una falsa analogía que no conduce a ninguna parte.
Ni que decir tiene que los sociólogos no son tan idiotas como para negar la existencia de un mundo exterior, y ni que decir tiene que los científicos no son tan tontos como para negar que la cultura influye en la ciencia. Por citar un ejemplo conocido, la cultura puede determinar en gran medida qué clase de investigación se subvenciona. Y claro que hay modas en la ciencia. La última moda en física de partículas es la teoría de las supercuerdas.
Puede que pasen décadas antes de que se decida, mediante experimentos que ahora no son posibles, si la teoría de las supercuerdas es fructífera o resulta ser un callejón sin salida. Pero que la ciencia avanza inexorablemente hacia la verdad objetiva es algo que sólo pueden negar filósofos peculiares, críticos literarios ingenuos y científicos sociales desorientados. El fantástico éxito de la ciencia en lo referente a explicar y predecir, y sobre todo en los increíbles avances de la tecnología, demuestra que los científicos van aprendiendo cada vez más sobre la manera de comportarse del universo.
Las afirmaciones científicas se distribuyen en un espectro continuo entre la probabilidad 1 (certeza) y la probabilidad O (indudablemente falso), pero miles de sus descubrimientos han sido confirmados hasta un grado que se expresa mediante una coma decimal seguida por un montón de nueves (0,999999…). Cuando las teorías se confirman hasta ese punto, se convierten en «hechos», como el hecho de que la Tierra es redonda y da vueltas alrededor del Sol, o el de que la vida evolucionó en un planeta que tenía más de un millón de años.
El curioso concepto de que «verdad» no significa «correspondencia con la realidad», sino únicamente que se han pasado con éxito unas pruebas de veracidad, recibió un golpe mortal de manos de Alfred Tarski y su famosa definición semántica de la verdad: «La nieve es blanca» es cierto siempre y cuando la nieve sea blanca, y sólo en este caso. La definición se remonta a Aristóteles. Casi todos los filósofos del pasado, todos los científicos y todas las personas normales aceptan esta definición de lo que quieren decir cuando dicen que algo es cierto. Sólo la niega una pequeña minoría de pragmáticos que se siguen creyendo la obsoleta epistemología de John Dewey.
A los que consideran que la ciencia es como una mitología, y no una búsqueda cada vez más eficaz de la verdad objetiva, se los suele agrupar bajo el término genérico de «posmodernos». Aquí se incluyen los deconstructivistas franceses, algunos marxistas trasnochados, y unas cuantas feministas airadas y afrocentristas que piensan que la historia de la ciencia ha sido gravemente distorsionada por el chauvinismo masculino y blanco. ¿Por qué los hombres estudiaron la dinámica de los sólidos antes de prestar atención a la dinámica de los fluidos? Cuesta creerlo, pero una feminista radical asegura que fue porque los órganos sexuales masculinos se ponen rígidos, mientras que los fluidos sugieren el flujo menstrual y las secreciones vaginales.
Un ejemplo típico de antirrealismo posmodemo es el libro de Bruce Gregory,
Inventing reality: Physics as Language
(«Inventando la realidad: La física como lenguaje»). El título lo dice todo. En mi columna «El relativismo en la ciencia» publicada en el
Skeptical Inquirer
del verano de 1990 y reproducida en el libro
On the Wild Side
(Prometheus, 1992), se reseña este curioso libro. Si buscan un ataque más sonoro a todas estas paparruchas, les recomiendo encarecidamente un libro recién publicado:
Einstein, History and Other Passions: The Rebellion Against Science at the end of the Twentieth Century
, del eminente físico de Harvard e historiador de la ciencia Gerald Holton.
El famoso libro del difunto Thomas Kuhn,
The Structure of Scientific Revolutions
, ha sido responsable de muchas fechorías posmodemas. El pragmático Kuhn veía la historia de la ciencia como una serie de «paradigmas» que cambiaban constantemente.
El capítulo final de su libro contiene la siguiente e increíble declaración: «Podemos, o para ser más exactos, debemos renunciar a la idea, explícita o implícita, de que los cambios de paradigma llevan a los científicos, y a los que aprenden de ellos, más cerca de la verdad». ¡Como si Copérnico no se hubiera acercado más que Ptolomeo, o Einstein más que Newton, o la teoría cuántica no se hubiera acercado más que las anteriores teorías sobre la materia! Basta con echar una mirada a un aparato de televisión en funcionamiento para ver lo absurda que es la afirmación de Kuhn.
Fish y sus amigos no llegan a esos extremos en su rechazo de la verdad objetiva. En lo que se equivocan es en su insistencia en lo mucho que la cultura influye en la ciencia, y sobre todo en su oscurantista estilo de escritura. Examinar las interacciones entre las culturas y la historia de la ciencia es una empresa válida, y hasta puede que algún día proporcione valiosos conocimientos nuevos.
Pero hasta ahora ha dicho muy poco que no hubieran dicho antes Kari Mannheim y otros sociólogos del conocimiento. Mientras tanto, sería de agradecer que los posmodernos aprendieran a hablar con claridad. Los científicos y la gente normal hablan en un lenguaje que da por supuesta la existencia de un mundo exterior con estructuras y leyes que no hemos hecho nosotros. El lenguaje de la ciencia distingue claramente entre lenguaje y ciencia. El lenguaje de los sociólogos de la ciencia difumina esta distinción de sentido común.
Es casi como si Fish quisiera asombrar a todo el mundo declarando que los peces no forman parte de la naturaleza y sólo son artefactos culturales. Si se le pidiera que aclarara tan extravagante opinión, lo resolvería explicando que no se refería a los peces «reales» que están ahí afuera, en el agua real, sino sólo a la palabra «pez». En un sentido básico, puede que los científicos y los sociólogos de la ciencia no discrepen. Es sólo que los sociólogos y los posmodernos hablan de manera ridícula. Tan ridícula que cuando Sokal habló de manera aún más ridícula en una de sus revistas, fueron incapaces de darse cuenta de que les habían tomado el pelo.
Lingua Franca
en su número de julio/agosto de 1996, publicó un artículo de Bruce Robbins y Andrew Ross, codirectores de
Social Text
, en el que hacían lo que podían por justificar la aceptación de la brillante burla de Sokal. Entre sus razones no mencionaban la auténtica: su ignorancia de la física.