El problema de la enseñanza y de las clases particulares está a la cabeza de la lista de preocupaciones del ciudadano egipcio, junto con la de ganarse el pan de cada día. Ambas cuestiones son el eje del pensamiento de la mayoría de la gente, teniendo en cuenta que la sociedad egipcia es una sociedad basada en la familia donde los niños la llenan de alboroto, amor, esperanza y preocupaciones, como es el caso del problema de la enseñanza y las clases particulares.
Para completar el ciclo astral, todo egipcio sufre por ganarse su sustento diario y acaba entregándoselo a los profesores particulares. Las clases particulares son como las marcas, se encuentran de precios tan variados que pueden satisfacer a todas las clases y estratos sociales. Las clases de matemáticas pueden costar desde diez libras hasta cien. Si tus posibilidades no te permiten pagar las diez libras, hay clases de refuerzo, de grupo, clases en centros y un sinfín de soluciones.
Basta con pulsar el botón de la enseñanza a cualquier taxista que tenga hijos en edad de aprender para que salga disparado como un cohete imposible de parar, ni siquiera por un mismísimo ingeniero de la NASA.
Un día de septiembre de 2005, tras haber pagado la matrícula del colegio de mis tres hijos, me subí a un taxi y nada más sentarme, todavía pensando en el dinero que había pagado, pulsé el botón de encendido y el taxista salió disparado:
—A mí mis hijos me van a matar de un disgusto. El enano está en sexto de primaria y no sabe ni escribir su nombre, pero al final del año le ayudan a copiar para que apruebe, porque si no el colegio tendría un problema y el Ministerio les haría una inspección. Tengo también dos chicas en secundaria, una en tercero y la otra en segundo. Gracias a Dios las chicas son espabiladas, pero lo que me trae por el camino de la amargura son las clases particulares; al mes pago por cada una ciento veinte libras. Imagínese, cada una recibe clases de tres asignaturas por cuarenta libras al mes por asignatura, que se dice pronto. Y respecto al chaval, «Álber», cuando crezca, con el coco que tiene, ¿cuántas clases le voy a tener que pagar? ¿Sabe cómo nos organizamos? Evelyn, la chica mayor, le da clases particulares y me cobra para pagarse las suyas. Tengo que enseñarle a ganarse su dinero con su propio esfuerzo.
Y continuó riéndose:
—Pero está claro que no sabe enseñarle nada y lo único que hace es cogerme dinero y punto.
—¿Y dónde está el colegio? —pregunté yo.
—¿Colegio? ¿Cómo que colegio? Ya le digo, no sabe escribir ni su nombre. ¿Usted llama a eso colegio? Ya ve cómo es la enseñanza gratuita. Se han quitado el velo de la vergüenza. Ahora, si no se paga nada no se consigue nada. Y lo peor es que nosotros sí que pagamos. En primaria pagamos cuarenta libras por los libros y en preparatoria y en secundaria pagamos ochenta y cien, respectivamente. Y si no pagamos, no nos dan los libros. Vamos, que o pagas o no hay libros. La educación para todos, señor, no fue más que un sueño que, como muchos otros, se han quedado sólo en fachada. Sobre la mesa, la educación es como el agua y el aire: obligatoria para todo el mundo, pero en realidad son los ricos los que estudian, los que trabajan y los que ganan dinero; los pobres ni estudian, ni trabajan, ni ganan nada. Están todos ahí tirados, sin hacer nada, y podría decirle dónde están; no encuentran trabajo, salvo, claro está, los que son unos genios. Y «Álber» no es uno de ellos. Pero aquí sigo intentándolo, pagando como un perro clases particulares. ¿Qué le voy a hacer? ¿Quién sabe? Quizá El Señor le espabile y se convierta en el nuevo Zawel
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Me considero a mí mismo un férreo enemigo de los derechos de propiedad intelectual por dos razones: la primera, por la diferencia que se acentúa cada día —mejor dicho: cada momento— y que nos divide en el mundo desarrollado y el subdesarrollado, el nuestro; la segunda, por mi creencia en la necesidad de que se abran todas las vías para que este pueblo al que pertenezco adquiera la cultura y los medicamentos necesarios para combatir el binomio formado por la ignorancia y las enfermedades que han lacerado mi sociedad durante siglos. Obviamente, eso no va a ocurrir con la protección de los derechos de la propiedad intelectual, pues ello causa que el precio de los medicamentos esté sólo al alcance de los ricos, y convierte a la cultura en un lujo que quizá ni los ricos pueden permitirse. Debido a todo lo expuesto anteriormente, fui a una tienda de ordenadores para instalar en el mío programas copiados o pirateados, porque los precios de la versión original son tan caros que producen risa. Cuando terminé de piratear varios programas y de instalarlos, me fui de la tienda, que estaba en Qasr Al Ainy para buscar un taxi. Mientras estaba de pie en la acera se me acercó un limpiabotas.
—¿Se los limpio, señor?
—Estoy esperando a un taxi.
—Son las dos de la tarde, no va a encontrar ninguno. ¿Qué le parece si se los limpio primero y luego le consigo un taxi? Además, tiene los zapatos sucísimos.
—Vale, límpiamelos.
—¿A dónde va?
—Voy a Zamalek.
—¿Sería tan amable de llevarme hasta allí? —me pidió el limpiabotas.
—Claro que te llevo, ¿por qué no?
—Que Dios se lo pague. ¿Tiene hijos?
—Sí, tres.
—Qué casualidad, yo también tengo tres. Uno está en segundo, en un instituto del Azhar, pero por desgracia se ha ido a Tanta. La segunda está en segundo de secundaria y el último de la tropa en tercero de preparatoria.
—Me llevas ventaja, aunque pareces más joven. No tienes pinta de tener tantos años.
—Tengo cuarenta y cinco años; me casé con veintiuno. Doy gracias a Dios pues Él ha sido generoso conmigo y los niños están creciendo perfectamente, son inteligentes y de los primeros de su clase. El que me tiene un poco preocupado es el que ha tenido que irse a Tanta por culpa de las notas, pero es sólo un año y luego se vuelve a El Cairo.
Sacó una fotografía de él con sus tres hijos. Parecía reciente y todos tenían una sonrisa de oreja a oreja. El padre, en el centro, abrazaba con un brazo a su hijo mayor, situado a su derecha, mientras que con el otro abrazaba a su hija, que estaba a su izquierda. El benjamín de la familia estaba delante del padre, y tanto su hermano como su hermana tenían una mano apoyada en los hombros del pequeño.
—Esta foto nos la hizo mi hermano. Vive en Arabia Saudí desde hace unos veinte años.
—Qué foto más bonita.
—Gracias a Dios, Él está satisfecho conmigo. Las cosas nos van bien, los niños van creciendo y están como una rosa. ¿Podría alguien pedir más?
—Mira, un taxi. ¡Zamalek! ¡Zamalek! ¿Vienes conmigo? —pregunté al limpiabotas.
—Sí, ¿no hemos quedado en eso?
—Sí.
Al subirnos en el taxi yo me senté delante, junto al taxista, y él se sentó detrás de mí, colocando sus bártulos sobre su regazo. El taxista miró al limpiabotas con asco y luego se dirigió a mí:
—¿Venís juntos?
—Sí, vamos juntos.
—¿Cómo que juntos? No, aquí cada uno tiene que pagar su carrera —protestó el chófer.
—Te he dicho que vamos juntos.
—Mira, que me da igual, me vais a pagar siete libras.
—Bueno, pero habla con educación —le pedí.
—Hablo como me da la gana; es que soy un borde, ¿pasa algo?
De repente el limpiabotas salió disparado y yo me bajé detrás de él, pero echó a correr en dirección contraria. Lo llamé pero no me hizo caso. Desapareció en medio de la multitud. Lancé al taxista una mirada de reproche y le dije:
—¿Pero tú qué? ¿No tienes sentimientos?
Por extraño que parezca, el taxista no respondió sino que salió disparado con el coche, así que decidí continuar a pie hasta Zamalek. Al llegar, me miré los zapatos y estaban más sucios que al principio.
Cuando la distancia es muy corta, no saco ningún tema a tratar con el taxista. Monté en el taxi en la calle Gezirat El Arab, en Mohandisin, dirección Midan Lubnan, un trayecto que no dura ni tres minutos.
El taxista estaba escuchando la canción
Todavía me acuerdo
, de Umm Kulzum, otra razón para guardar silencio y escucharla, ya que los taxistas raramente ponen canciones bonitas.
Pero esta vez el taxista no me dio tregua y me hizo una pregunta de lo más extraña:
—¿Sabe usted qué es lo más repugnante del mundo?
Al principio, pensé que estaba bromeando, pero vi que tenía cara de ir en serio.
Pensé un poco y respondí:
—¿Que Egipto hubiese perdido ayer contra Costa de Marfil?
Esto ocurrió el día siguiente a la final de la Copa de las Naciones de África, que acabó con victoria en casa para Egipto tras los penaltis contra Costa de Marfil.
—No, hay algo mucho más repugnante.
—¿Como qué?
—Que uno se enamore de una puta, y perdone la expresión —me espetó el conductor.
—¿Y tú conoces a alguien que se haya enamorado de una puta y te lo haya contado?
—Yo mismo. Me he enamorado de una puta, y disculpe mi vocabulario.
Habíamos llegado frente al café Pasqua. Allí me esperaban mi hermana y mi primo, pero el taxista había encendido en mí la mecha de la curiosidad que todos tenemos dentro. Además, él tenía una necesidad imperiosa de hablar.
Detuvo el taxi y retomé la conversación:
—¿Y cómo ha ocurrido esto?
—Se subió una
muhaggaba
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, de aspecto muy respetable, hacia las once de la noche, y me pidió que la llevara a Mohandisin. Esto fue a finales de agosto, hará unos cinco o seis meses. La llevé hasta la calle Dimashq y me dijo: «Voy a visitar a un enfermo, recógeme aquí en dos horas porque si no me va a costar volver a casa tan tarde, y que Dios te lo pague». Yo, que soy
saídi
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, me dije: «Una mujer sola de noche, con lo peligroso que es… », así que acordamos que volvería a por ella después de dos horas. En efecto, volví, bajó y me pidió que la llevara a Manshiet Naser. Cuando le pedí veinticinco libras, me contestó: «Te voy a dar el doble, te voy a dar cincuenta porque el cliente ha sido doblemente generoso conmigo». En cuanto dijo la palabra «cliente» sentí que me entraba por el oído como un misil y que me estallaba la cabeza. Se me cayó el alma a los pies. Amal, ése es su nombre, me preguntó: «¿Qué querías que te contara? ¿Qué crees? ¿Que una mujer va a visitar a un enfermo en mitad de la noche? Tendrías que ser más espabilado». Hablando, hablando, la chica me dio pena y quedé con ella en llevarla al día siguiente a la misma dirección a las diez de la noche. En resumidas cuentas, le diré que estuve llevándola durante una semana y al acabar me dijo: «Muchas gracias, tío; si necesitas cualquier cosa, aquí tienes mi móvil: llámame». No sé qué me pasó. No hago más que pensar en esa guarra y repetirme: ¡pero si es una puta!, ¡una puta! Y lo peor de todo es que cuando voy por la calle, la veo. Al frenar para verla de cerca, resulta ser otra chica igual de alta, otra
muhaggaba
, u otra que no tiene nada que ver con ella. He pensado incluso que me he vuelto loco, que seguro que me ha echado un mal de ojo. Llegué a llamarla al móvil y cuando la vi, no sé cómo, pero se me escapó «Te quiero». Se partió de risa y me preguntó: «¿Quieres echar un polvo o nos metemos mano?». Le contesté: «Quiero casarme». Me respondió: «Pero qué tonto eres». ¡Y no sé qué hacer! ¿Puede creérselo, un
saídi
, de Sohag, enamorado de una puta, y enamorado de verdad? Pienso en ella día y noche, y veo su cara en todas las otras chicas. La quiero.
Me apeé del taxi y le dije por la ventanilla:
—Ni has echado un polvo, ni le has metido mano, ni te has casado. ¡Estás apañado!
Apenas habían pasado ni unos minutos desde que arrancamos y ya habíamos estado a punto de chocar con más de un coche; cada vez era la Divina Providencia la que nos salvaba de un accidente de verdad. El taxista era un joven temerario con la cabeza rapada, tan delgado que parecía estar a punto de desintegrarse. La ropa le quedaba ancha, probablemente porque su talla se encontrara exclusivamente en tiendas de ropa infantil. Era bajo y tenía la cara pálida por culpa de una continua mala alimentación. Su aspecto físico y su estado de salud me recordaron a la escalofriante estadística según la cual un 10% de los niños del Said padecen retraso mental debido a la mala alimentación. Me recordó, también, a un informe que escuché en Radio Egipto, según el cual hay problemas a la hora de reclutar nuevos pilotos de combate, ya que todos los solicitantes, salvo en raras ocasiones, son rechazados debido a causas relacionadas con su forma física o su estado psicológico; el general responsable explicó que eso demostraba, sin lugar a dudas, la situación de malnutrición general de la sociedad egipcia.
Este pobre taxista era un vivo ejemplo de esta desgracia. Pero no era ese el momento para pensar en problemas mundanos, pues parecía que podría morir en un accidente en cuestión de minutos. No entendía cómo todavía no habíamos colisionado con otro coche. Gracias a Dios acabamos entrando en una calle concurrida y nos detuvimos por completo.
—¿Dónde has aprendido a conducir?
—En el ejército, es que acabo de terminar.
—¿El qué?
—La mili, era chófer. Allí aprendí a conducir y trabajaba de chófer. Estábamos en la carretera de Suez y conducía camiones del ejército.
—¿En el desierto?
—Sí, en el desierto —me confesó.
—Deberías conformarte con conducir en el desierto.
No entendió mi broma y siguió hablando.
—Los días que estuve en el ejército fueron los mejores. Pasé tres años y no creo que me lo vaya a pasar tan bien como entonces. Eso sí que es compañerismo y amistad. Ahora tengo un montón de amigos, amigos de verdad, que cuando los necesitas, están ahí a tu lado. Sinceramente, todo lo que sé ahora lo he aprendido en el ejército, y no me refiero sólo a conducir, no; es todo. El ejército es una escuela de verdad, una escuela de la que salen hombres hechos y derechos. Después de acabar la mili quise alistarme como voluntario, pero ahora me ha surgido esto del taxi y me ha enganchado un poco.
—¡¿Querías alistarte como voluntario?!
—Sí, es una buena vida. Es un sueldo fijo y además si pierdes ese trabajo pierdes un chollo.
—Y si te alistaras como voluntario y cogieses ese trabajo fijo, ¿cuánto ganarías?
—Un buen sueldo, en torno a trescientas cincuenta libras al mes. ¿Quién cobra eso? Pero como le he dicho, el taxi me ha enganchado.