—¿Y qué pasó?
—Me presenté y empecé a hacer pruebas. Había una escena en la que entrábamos en un hotel y empezábamos a gritar: «¡Gente de Dios que estáis aquí! ¡Gente de Dios que estáis aquí!». Luego nos dijeron que teníamos que traer ropa de nuestra casa. Y después nos dijeron que también teníamos que traer al público. Me dije a mí mismo que ese grupo no podía pertenecer al Ministerio de Cultura, ¡teníamos que poner nuestra propia ropa y nuestro propio público! Y me borré.
—¿Y qué pasó después? —seguí interesándome.
—No tengo ni idea de qué pasó después. El mundo cambió, o fui yo el que cambió. No se lo va a creer.
—¿El qué? —pregunté.
—Es la primera vez que hablo de este tema. No me había dado cuenta de que llevo veintitantos años sin ir al cine.
—¿Y todos estos recuerdos te van a hacer volver a ir al cine?
—Casualmente, llevé a unos clientes hace una semana a Torre Sawiris, en la
Cornish
, y me enteré de que ahora la entrada para el cine cuesta 25 libras. Es decir, exactamente mil veces más que lo que costaba hace veinte años. ¡Mil veces! ¿Sabía usted que incluso después de los ochenta la entrada a los cines más caros, como Metro, Radio, Qasr El Nil, Cairo y Miami costaba dieciséis piastras y media? Ahora la mayoría de los cines a los que íbamos han cerrado. El cine Hollywood se ha convertido en otra cosa, el Misr y el Rió, de Bab El Luq, el Star, de la calle Zainab, el Isis, el Ahly, el Al Hilal Al Sayfi de Sayyida Zainab y muchos otros han cerrado. Bueno, lo que he visto, visto está; y lo que no he visto, pues no importa. Ahora les toca a mis hijos, pero no van a poder disfrutarlo. En su vida han ido al cine o al teatro, ni van a hacerlo: ven la parabólica en el café de debajo de casa. Que Dios los ampare: acabarán teniendo pájaros en la cabeza.
El taxista pulsó el botón para encender el radiocasete y surgió una voz que advertía sobre las mujeres:
«
Queridos amigos de Dios, hablemos hoy sobre las tentaciones que nos rodean. No hay duda de que la mayor de las tentaciones que rodean a los musulmanes son las mujeres. Dios, protégenos del mal de las mujeres. El Profeta, Dios le bendiga y salve, dijo que quienes primero tentaron al pueblo de Israel fueron las mujeres. Cada pueblo tiene su tentación y la de éste es el dinero, pero también las mujeres. Ellas son una gran tentación, peligrosas hasta límites insospechados. La verdad es que solía pensar que las tentaciones serían vencidas; a mediados de los ochenta aparecieron minifaldas muy cortas pero esa moda desapareció en los noventa, por lo que pensaba que el mal ya había pasado. Pero hela aquí estos días, con un auge tal que el mundo no había conocido aún
.
»Las chicas jóvenes de entre 13 y 18 años se han convertido en lo peor que hay sobre la faz de la tierra. Es triste, pero me he enterado a través de muchos jóvenes y conductores de microbuses y de taxistas que la prostitución no sólo se ha vuelto evidente, sino que además se ha extendido con el consentimiento de padres, madres, maridos y esposas. A Dios imploramos que castigue a los pecadores y proteja a los jóvenes musulmanes. Es una desgracia, ¡una desgracia! Hoy en día ponerse guapa es sinónimo de desnudarse. Las chicas se ponen camisetas y pantalones y parece que no llevasen nada. Qué razón tenía el Profeta —Dios le bendiga y salve— cuando dijo: 'Las mujeres vestidas pero desnudas, con sus cabellos arreglados como las jorobas de los camellos, ni entrarán en el Paraíso, ni encontrarán su perfume
'.
»Dios, protege a las hijas de los musulmanes y oculta las partes pudendas de los musulmanes
.
»¡Qué desgracia, qué desgracia! Los jóvenes, miren por donde miren, ven cuerpos desnudos, miradas lujuriosas, sonrisas indecentes, desinhibidas… mujeres libertinas
.
»Cuando voy paseando con jóvenes y alguno me dice: 'Mire, Sheyj'; le respondo: 'Me refugio en Dios del maldito Satanás'; y pienso: '¿Qué padre respetable permite que su hija salga de su casa así?', como si le estuviera diciendo 'Sal y que te follen'
.»
Esta última frase del erudito
sheyj
[18]
destruyó lo que me quedaba de paciencia y sin poder contenerme le dije:
—¿Qué chorradas son éstas?
—¡¿Chorradas?! ¿Pero cómo que chorradas? Son palabras del
sheyj
Muhammad Husein Yaqub, y tiene razón en todo lo que dice. Las mujeres, válgame Dios, son una desgracia, que Dios nos proteja. Todas se han convertido en putas, con perdón de la expresión. ¿Es que cuando sale a la calle no ve todo el maquillaje que se ponen, ensuciándose con el alma del Diablo?
Intenté cortarle pero sin éxito, porque hablaba como una metralleta hacia mis oídos.
—No se deje usted engañar por el
hiyab
[19]
que se ponen. Fíjese en los pantalones ajustados que llevan y en los coloretes con los que se ensucian. Y no hablemos ya de lo que ocurre en verano. Que Dios nos libre de su maldad. Llegan los árabes y ocupan todo el barrio de Mohandisin. En las calles Gameat El Duwwal El Arabeyya y El Batal Ahmed Abdel Aziz hay tantas mujeres como hormigas. Es una desgracia, que Dios nos ampare. A las mujeres habría que degollarlas. Bueno no, eso sería demasiado suave: habría que quemarlas vivas —sentenció, sin dejar ahí el discurso—. Seguro que es una señal de que la Hora está cerca. Porque la Hora está muy cerca. La decadencia y la corrupción están por todas partes y ya no hay moral Todo esto son señales de que la Hora está cerca.
Desistí de mi intento de dialogar con él, así que me contenté con seguir escuchándole.
—¿Ha oído usted que hay países en los que el número de mujeres supera con creces al de hombres? Ni que decirle tengo en qué estado de decadencia moral se encuentran esos países. Es otra de las señales de la Hora.
Y no necesité preguntar cómo sabríamos que había llegado la Hora:
—Lo más importante es el nivel del agua en el Lago Tiberiades. Cuando llegue la Hora, el lago se secará completamente, y he oído que ahora se está secando y que queda muy poca agua —y prosiguió sin dejar de lado la política—. ¿Y lo que ocurre en Palestina y en Jerusalén? Está clarísimo. Unos cuantos años más y ya está: quien se haya esforzado por Dios subirá al Paraíso, y el resto, si Dios quiere, irá al Infierno. Aquellos que tienen poder y no hacen más que chupar la sangre irán al Infierno, si Dios quiere.
Y por fin concluyó:
—Y luego será el turno de las mujeres. Se abrasarán en el Infierno hasta decir basta.
* * *
Agradecí a Dios de todo corazón el haber llegado.
Salí huyendo del taxi antes de que sus maldiciones me alcanzaran, y di gracias a Dios por no ser una mujer, ya que podría haber muerto afligido por toda aquella injusticia que ese hombre habría descargado sobre mí.
Me acordé de la bonita novela de Amin Maalouf
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El Viaje de Baldassare
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, que está basada en hechos históricos y en la que la gente espera la llegada del Año de la Bestia, el Fin de Mundo, con la aparición del Anticristo en 1666. En ella la gente está a la espera de las señales del Día del Juicio Final.
Cada época tiene su propia gente con la esperanza de que llegue el Día del Juicio Final y les libre de la injusticia y la opresión.
El taxi no podía moverse del atasco que había en la calle Abbas El Aqqad, en Madinat Naser. Eran las nueve de la noche y los escaparates de las tiendas resplandecían por las luces de neón, hasta el punto de tener que cerrar los ojos por el cegador brillo. La voz de Kazem Al Sahir cantando a su amada entraba en el taxi proveniente de una de las cafeterías o de las tiendas.
Chasqueó los labios y dijo suspirando:
—¡Pobre Iraq, tengo el corazón destrozado por ti!
—¿Has ido a Iraq?
—Allí he pasado los años más bonitos de mi vida. Los iraquíes son de lo mejorcito que hay. Todavía soy incapaz de entender lo que ocurre en Iraq. Esto no es en absoluto lo que me había imaginado. ¡Pobre Iraq! —se quejó amargamente el conductor.
—¿Y qué era lo que habías imaginado?
—Para ser sincero, daba por hecho que Sadam vencería a los americanos. Incluso cuando vi con mis propios ojos los tanques americanos entrando en Iraq, pensé que se trataba de un plan de Sadam para hacerles entrar en Bagdad, acorralarlos y después acabar con ellos. Aún no puedo creerlo. Pero incluso así se comportan como verdaderos hombres: no pasa un solo día sin que maten a varios americanos. Ojalá se los carguen a todos, uno a uno.
—Dios te oiga. Pero, ¿no crees que Sadam tiene la culpa de todo?
—La verdad es que Sadam me gusta. Se portaba muy bien con los egipcios. No se olvide de que estudió en El Cairo. En los ochenta, cuando estuve en Iraq, hubo algunos roces con los egipcios, pero Sadam pronunció un discurso en el que dijo que cualquier iraquí que se pasara de la raya con un egipcio se tiraría seis meses en prisión. Así, a la cárcel del tirón. Un gesto inolvidable, sinceramente. Después de eso, andábamos con la cabeza bien alta. Lo que pasó en Iraq fue una ocupación en toda regla, que no tenía relación ni con Sadam ni con nada. Dijeron que tenía armas peligrosas y ya ve, no han encontrado nada. Quieren su petróleo. No son más que unos ladrones que se juntaron con unos sinvergüenzas, hicieron lo que les dio la gana y destrozaron el pobre Iraq.
Y retomó el relato personal:
—Pero como le iba diciendo, pasé diez años con ellos y los conozco perfectamente. Son un pueblo de hombres, y se las van a hacer pasar canutas a los americanos. En unos meses los hijos de puta saldrán huyendo con el rabo entre las piernas; querrán salvar el pellejo antes de que les pase lo que les ocurrió en Vietnam. Ya verá cómo Iraq acaba siendo peor.
—¿Y cuándo te diste cuenta de que no era una jugada de Sadam y que Bagdad, efectivamente, había caído?
—Tenía esperanzas hasta que detuvieron a Sadam. Ese día lloré como una magdalena y me daba la impresión de que nos aplastaban como a insectos. Me sentí como una hormiga a la que cualquiera puede pisotear. Me sentí humillado y pensé en todos mis amigos de allí, en si habrían muerto o si seguirían vivos. Pero quédese con esto que le voy a decir: es Iraq el que va a vencer al final y quien ríe el último ríe mejor.
Una ola de optimismo recorrió mi interior.
Me bajé del taxi debajo de mi casa y vi a cuatro chavales fumando Marlboro y bebiendo Coca-Cola. Uno de ellos calzaba unas zapatillas Nike y otro vestía una camiseta con la bandera de Estados Unidos en la manga derecha. Se esfumó la ola de optimismo y subí a casa cabizbajo.
—Si le cuento lo que me acaba de pasar… no se lo va a creer. En los veinte años que llevo conduciendo taxis he visto infinidad de cosas raras, pero lo que me acaba de suceder es de las cosas más curiosas que jamás me han pasado.
—A ver… cuéntame.
—Una mujer con
niqab
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se ha montado en Shubra y me ha dicho: «A Mohandisin». Llevaba un bolso y se subió en la parte de atrás. Nada más subir por el puente de Sitta October, la veo mirando de derecha e izquierda. De repente, coge y se quita el
niqab
. Miré por el retrovisor… Verá, debajo del retrovisor grande tengo uno pequeño para ver qué ocurre detrás… Uno tiene que andar con ojo. Tampoco le voy a decir que tenga que estar siempre vigilando y pensando que se la van a jugar, pero a lo que iba, me la encuentro sólo con el
hiyab
; me extrañó pero me callé. Al rato se quitó el velo; llevaba rulos en el pelo. A esto que se los quita y los mete en el bolso. Después saca un cepillo redondo y empieza a peinarse…
Continuó con el intrigante relato:
—Al mirar por el retrovisor que tengo enfrente ella me gritó: «¡Mira hacia delante!». Y yo le dije: «¡¿Pero qué es lo que estás haciendo?!». A lo que me respondió con un grito: «¡A ti que más te da, conduce y calla!». Entre nosotros, pensé parar el coche y bajarla, pero luego me dije: «¿Y a mí qué más me da?». Así que esperé a ver qué era lo último que se quitaba.
La historia siguió subiendo de tono:
—Poco después, la vi quitándose la falda y pensé: «Genial, cine gratis». Volví a mirar y llevaba una minifalda y unos leotardos negros que no transparentaban nada. Dobló la falda larga y la guardó en el bolso. A continuación empezó a desabrocharse la camisa. Me quedé atontado mirando por el retrovisor, y cuando el coche que tenía delante frenó, casi me choco con él. Me gritó como una loca: «¡Viejo verde! ¡Estate a lo tuyo!». Llevaba una blusa ajustada y bonita. Si le soy sincero, ni le contesté. Guardó la camisa en el bolso y empezó a sacar varios productos de maquillaje. Se pintó los labios de rojo y se puso colorete en las mejillas. Sacó un cepillo para las pestañas y se las rizó. En fin, nada más bajar por el puente de Sitta October a Doqqi, era otra completamente distinta. Le juro que era otra persona, tan diferente que no podría decir que era la mujer con
niqab
que se había montado en Shubra. Por último se quitó las sandalias, sacó unos zapatos de tacón ancho y se los puso. Le dije: «Mira, chica, cada uno tiene sus cosas pero, por Dios, dime qué es lo que pasa». La muchacha me miró y me dijo: «Me bajo en Muhi El Din Abul Izz…». Así que me callé y no repetí la pregunta. Poco rato después me estaba contando algo más: «Mire, trabajo de camarera en un restaurante en el que me exigen ir arreglada. Es un empleo decente, como yo, y necesito tener buena presencia; le juro que trabajo tan duro como el que más. En mi casa y por mi zona no puedo moverme si no es con el
niqab
. Una amiga mía me ha conseguido un contrato falsificado de un hospital de Ataba. Mi familia cree que trabajo allí, pero la verdad es que me viene mil veces más a cuenta trabajar aquí. En un día me puedo sacar en
tips
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el sueldo de un mes de ese asqueroso hospital. Mi amiga, la del hospital, es una muchacha interesada que no piensa más que en ella misma y se lleva cien libras al mes por encubrirme. Yo paso a diario por su casa para vestirme pero hoy no he podido, y no me ha quedado otra que coger un taxi para cambiarme dentro. ¿Alguna otra pregunta, ilustrísimo fiscal?». Le contesté: «Oye chica, ni fiscal ni ocho cuartos; es más, si viera a uno me caería redondo Quería saber por qué te estabas cambiando en mi coche: si hubiera sido por algo malo no habría querido participar en ello. Ahora que ya lo sé, no me extraña, gracias por contármelo».