Ya nos están contando disparates.
Me bajé en la estación de Giza y cogí un taxi. Las pancartas que nos rodeaban por todos lados decían: «
Sí al referéndum para reformar la Constitución y hacerla pluralista
»; pero al mismo tiempo: «
Sí a Mubarak
». La gente está en verdad confusa y es incapaz de decir: «Sí a la reforma constitucional», y punto. Tienen miedo, los pobres. Continuamos avanzando y vi otro cartel que decía: «
Los fetos en las barrigas de las madres dicen sí a Mubarak
».
—¿Qué te parecen todos estos carteles? —pregunté al taxista tras su relato.
—El mejor de todos los que he visto es uno en el que ponía «
Sí por unanimidad a Muhammad Hosni Mubarak, al hijo de Mubarak y al hijo del hijo de Mubarak
».
—Vamos, que tenemos una monarquía republicana con
tameyya
[46]
. ¿Qué te parece?
—¿Qué pasa con Mubarak y con estos carteles? Es la gente la que los cuelga. Sinceramente, creo que Mubarak no tiene la culpa, el hombre hace lo que puede. Se merece estar donde está. Además, ¿quién va a aceptar que se presente a las elecciones contra unos cuantos que no valen nada? Lleva más de un cuarto de siglo como presidente de la República, y antes de serlo fue vicepresidente. Vamos, que es un hombre que entiende su trabajo, tiene experiencia, sabe lo que hace y lo hace bien. Para favorecer la democracia ha aceptado celebrar elecciones con gente que no tiene experiencia. Nadie haría eso. Sadat, por ejemplo, ¿habría aceptado hacer eso? No. ¿A quién se le ocurriría pensarlo? Además, a Hosni Mubarak ¿sabe usted de dónde le viene su grandiosidad?
—¿De dónde?
—De que era piloto. Los pilotos tienen que ser inteligentes y estar siempre alerta y concentrados. Cualquier mínimo fallo significa la muerte. No puede permitirse el lujo de cometer un error, por eso Mubarak es perfecto. Está siempre pendiente de todo y sabe qué es lo que quiere hacer. Suficiente es lo que ha hecho en El Cairo: que si túneles, que si puentes… es algo magnífico. ¿Sabía que en los ochenta las calles estaban más atascadas que ahora? Y mire cómo ha aumentado el número de coches desde entonces, el hombre está haciendo un trabajo maravilloso. Y encima después de todo esto, permite celebrar elecciones con unos don nadie. Él sí que es bueno.
—Hoy me ha molestado cuando he visto un cartel en el Metro que decía que el Metro era un regalo de Mubarak para su pueblo.
—¿Y qué hay de malo? El Metro fue idea de Mubarak y le quitó de encima a la gente un gran problema con el transporte público. ¿Sabe que más de un millón de personas cogen el metro al día? Ya le he dicho que como Mubarak no hay dos. ¿A dónde me había dicho que iba?
—¿Tiene prisa? —me preguntó el taxista—. Tengo que echarle gas al coche.
Respondí que no, pero no esperaba en absoluto que hubiera semejante cola interminable de coches en la gasolinera. Ninguno de los coches que esperaban era particular, sólo había taxis de todo tipo. La cola, que se extendía como una serpiente moteada de blanco y negro, empezaba en el surtidor y terminaba donde estábamos, en la calle, a una distancia de al menos unos cincuenta metros.
En cuanto al avance de la cola, podría decirse que era casi nulo.
—¿Qué es lo que pasa con el gas?
—El gas es mucho más barato que la gasolina, cuesta aproximadamente la mitad. Para nosotros, que tenemos taxis, es un gran ahorro. Al día recorremos, como poco, ciento cincuenta kilómetros, y un 504 como el mío chupa muchísima gasolina Me supone una gran diferencia.
—¡He oído que la instalación cuesta miles de libras!
—Qué va, todo va a plazos. Cada vez que repostas pagas un poco más hasta que terminas de pagarlo todo. En mi caso yo lo compré de segunda mano, de otro taxi; su dueño se iba a trabajar a los Emiratos y me lo dejó por novecientas libras al contado.
Apenas se había movido la cola cuando vimos que los taxistas estaban reunidos en un lado de la gasolinera. Habían dejado los coches ahí, esperando a que los otros acabaran de repostar parar poder avanzar. Nos bajamos los dos para unirnos al resto de taxistas, que no paraban de reírse en grupo.
—Como han requisado toneladas de Viagra en el puerto, en un contenedor de azulejos, mañana vais a oír este anuncio en la radio: «Azulejos con Viagra, para que las mujeres hagan que los hombres chupen hasta las baldosas» —vaticinó con humor uno de los taxistas.
Todos se partieron de risa y rápidamente intervino otro:
—Dosis de administración de Viagra: con una chica que ves por primera vez… no es necesaria; con tu novia… medio comprimido; con tu amante… un comprimido; con tu mujer… seis comprimidos, diez cervezas, tres
whiskies
, dos porros de hachís, un canuto de marihuana y que Dios te ayude ¡Puede que funcione y puede que no!
Las carcajadas ascendían hasta el cielo, y antes de que se le adelantara nadie, intervino otro de los taxistas:
—A un
saídi
se le muere el padre y va y se toma una pastilla de Viagra. Cuando le preguntan: «¿Qué haces, loco?». Él les responde: «En estos difíciles momentos necesito a alguien en quien apoyarme».
—Había un taxista que tomaba mucha Viagra y tenía escrito en la cremallera del pantalón: «
Cuidado, levantamientos continuos
» —contestó otro taxista.
El taxista que estaba a mi lado empezó a reírse de forma histérica, por lo que todo el mundo lo miró. Luego uno de ellos prosiguió con otro chiste:
—Un taxista que se había hartado de su mujer escribió un anuncio: «
Cambio esposa en buen estado, interiores de fábrica, pechos eléctricos, muslos sin cámara, 10.000 Km. recorridos y cinco años sin usar
».
Cuando el taxista que se estaba riendo se cayó al suelo tronchado de risa, saltó otro sobre él, lo cogió por el pelo y le gritó en la cara: «¡Contrólate!». A continuación se levantaron los dos riéndose y un grupo de taxistas se movió para acercar los coches a la gasolinera.
Después continuó otro el repertorio de chistes:
—¿Sabéis cuál es el mejor regalo que podéis hacer a vuestras esposas? Un billete para el transbordador Al Salam. ¿Y sabéis cuál es la teoría del matrimonio? Antes del matrimonio, tú hablas y ella escucha. Después del matrimonio, ella habla y tú escuchas. Y después de tres años de matrimonio, habláis los dos y se enteran hasta los vecinos.
Estallaron en risas histéricas y se nos unió un nuevo grupo de taxistas que había dejado los coches en la cola. Uno de ellos empezó a contar un chiste:
—¿Sabéis cómo serán las noticias dentro de cien años?: «Hosam Hasan recibe la Copa de África de manos del presidente Luay Haizam Gamal Mubarak, y la salud de Sharon mejora».
Todos soltaron carcajadas justo antes de que llegara nuestro turno para mover el coche y repostar. De camino al coche, oí a uno de ellos decir:
—Escuchad, este chiste es muy egipcio. Esto es un mono en la selva que se encuentra a unos tigres corriendo y detrás de ellos a un burro que les persigue. El mono coge y le pregunta al burro que por qué corren, y le responde que han dicho que van a capturar a los tigres. El mono le dice: «Bueno, ¿y qué tiene que ver contigo?». Va el burro y le responde: «Me va a costar Dios y ayuda demostrar que no soy un tigre».
Me reí con todas mis fuerzas y le agradecí al taxista aquella parada porque hacía mucho tiempo que no me reía en compañía.
Tomé la decisión de que, siempre que me sintiese angustiado, iría a esa gasolinera y compartiría unas risas con los taxistas. Pero unas ruidosas, escandalosas, que surgieran de la tripa y no del corazón.
Yo no sé qué vamos a comer, le juro que no lo sé. La carne está carísima, y no sólo eso, es que encima tiene fiebre aftosa. El pescado está el doble de caro. Solíamos tirar a base de pollo, cocinando con el caldo. No tengo ni idea de qué vamos a comer.
—Dicen que si se cocina el pollo lo suficiente, el virus de la gripe aviar muere.
—¡Sólo se vive una vez! ¿Cómo que el virus muere? ¿Y a mí quién me lo garantiza? Usted no se hace una idea de lo que ha pasado donde vivimos. ¡Una faena! Vivo en Sign Yussef, junto a Saqqara. Fuimos la primera zona de Egipto afectada por el virus de la gripe aviar antes de que la histeria se extendiera. Tenemos más de una granja de pollos y murieron miles de aves. Nos pusimos en contacto con el Gobierno, pero al parecer todavía no estaban listos así que nos dijeron: «No podemos hacer nada por vosotros, incineradlos». Y eso es exactamente lo que ocurrió.
—¿Los incinerasteis?
—Los listillos que tenemos allí, en vez de incinerarlos o enterrarlos, cogieron y tiraron los que estaban muertos al canal de irrigación. Es lo más estúpido que he visto y que veré en mi vida. Pero eso es lo que ocurrió. Nos dijeron: «¿Ahora vamos a ponernos a incinerar, y después a cavar y a enterrar? Menudo quebradero de cabeza». Y después empezaron a decir que el agua estaba contaminada, y que si bebíamos moriríamos por la gripe. Ya sabe que éste es el país de los rumores y que la gente es cobarde, y yo el que más. Vaya por donde vaya, en nuestro pueblo hay plumas de pollo por todas partes, porque cuando fueron a tirarlos, se levantó viento y esparció las plumas. Y luego cogen y dicen que las plumas son peligrosas. Pero, gracias a Dios, hasta ahora nadie del lugar ha pillado la gripe aviar.
—Que Dios nos proteja.
—¿Ha oído lo que se siente cuando uno tiene la gripe aviar?
—¿El qué?
—Uno se siente como una gallina enfrente de su mujer, y en el dormitorio siente que tiene las alas rotas —se rió—. Lo triste es que somos así sin necesidad de la gripe aviar. ¡Y qué cierto es!
—Bla, bla, bla, bla, bla….
A continuación, el taxista miró hacia atrás para fijarse en mi cara.
—Parece un buen hombre.
—Muchas gracias.
—No se ofenda, pero todo lo que le he dicho eran bobadas. Le voy a hablar con sinceridad, para que lo vea desde mi punto de vista. Si ahora mismo pudiera matarle y robarle todo lo que tuviese encima, lo haría del tirón; y si me arrestasen, me daría igual, al menos en la cárcel encontraría a alguien que me diera de comer.
No supe qué contestarle.
—Le juro que vivo como si estuviese muerto. Bueno no, un muerto vive mucho mejor que yo. Trabajo dieciséis horas al día, y a final de mes sigo debiendo cien libras. Como se lo digo, señor, una mula vive mil veces mejor que nosotros.
El taxista era un joven de unos veinticinco años o un poco menos. Prosiguió hablando con ímpetu:
—¿Conoce a los críos que se hicieron explotar en el Huseín y en Tahrir? Esos sí que valían. Ni se le ocurra creer que son terroristas, no eran más que unos pobres críos que vieron cómo iban las cosas, lo vieron claro y se dieron cuenta de que la muerte es mucho mejor que la mierda de vida que vivimos.
—¡Pero no exageres! —le dije intentando tranquilizarlo.
—¿Que no exagere? Pero si es la verdad. ¿Sabe? Si el suicidio no fuera pecado, todos los que conozco se habrían suicidado hace tiempo. Esos críos hicieron lo correcto, mataron dos pájaros de un tiro: se mataron a sí mismos y pensaron que de paso irían al Paraíso. Todo lo demás da igual. Lo de que eran de un grupo extremista, lo de la novia y todo eso no eran más que bobadas.
Tras un breve silencio el taxista me gritó en la cara:
—Ésos no eran más que unos desgraciados, los pobres críos ni siquiera sabrían preparar la bomba. Contenía dos o tres libras de clavos de esos que compras en ferreterías. ¿Pero de qué grupo iban a ser? Si los pobres no sabían ni hacer la o con un canuto.
—Sí, sí que saben, están cargándose nuestra economía.
—¿Pero qué economía? —dijo el taxista mirándome con asco—. Estamos muertos de «hampre» —se refería a hambre—. Hace tiempo que estamos arruinados, hemos tocado fondo. Y además la gente en este país no hace más que robarse unos a otros. Ésa es nuestra economía.
—Déjame aquí.
—¿No sabrá cómo se hacen estas bombas de clavos? —me dijo tras detener su vehículo—. Esto que quede entre nosotros, pero me quiero bajar en la próxima estación e ir directo al Paraíso.
Me bajé corriendo del taxi y una oleada de calor proveniente de esa contaminada calle me dio una bofetada en la cara.
—¿No le gustaría presentarse a las elecciones después de la reforma constitucional y convertirse en Presidente de la República? Si ya debe de conocer a la mitad del país de tantas vueltas que da a lo largo del día.
El taxista se rió como alguien aplastado por la carga de la humanidad y el peso de los sesenta años que, según reflejaban las arrugas de su rostro, parecía haber superado.
—¿Y tiene la intención votar a Hosni Mubarak?
—Él pasa de mí, ¿por qué tendría que preocuparme yo por él? —dijo muy en serio.
—¿Y por qué pasa de usted?
—¿Tiene un millón de libras? —preguntó mirándome.
—No —respondí totalmente extrañado.
—Entonces también pasa de usted. A este hombre sólo le interesan los que tienen más de un millón de libras.
—Esto no es una cuestión de amor, no se va a casar con él. Se vota por el bien del país.
—Para votar tendría que interesarme. Aparte, nunca he votado. No tengo carné electoral y no conozco a nadie que lo tenga. ¡¿Se puede creer que en toda mi larga vida no he visto a nadie que tenga carné electoral?! ¿Usted lo tiene?
—No.
—Esos son unos cuantos alcaldes, cabecillas y directores que reúnen a los campesinos y a los funcionarios a la fuerza para que voten; todo ello para sacar un poco más de dinero. No es más que un negocio. Si quiere que le diga lo que ocurre de verdad, de los cuatro gatos que van votar, no hay uno de ellos que vaya por su propia voluntad, excepto unos pocos millonarios que son unos ladrones y van a hacer negocios.
—Está claro que lo ve todo muy negro.
—Le juro que de los setenta millones de egipcios no hay ninguno que vote por su propia voluntad, sin contar a los millonarios, como ya hemos dicho antes —dijo enojado el taxista.
—Vamos, que no le gusta el gobierno.
—¿Le gusta a usted?
—Sinceramente, opino que el doctor Nazif es un hombre que juega limpio y hace mucho tiempo que no tenemos a nadie que juegue tan limpio.
—Ése es guiri —protestó el chófer.
—¿Y eso?
—Es canadiense y allí hizo el juramento.
—No conozco esta historia.