Taibhse (Aparición) (14 page)

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Authors: Carolina Lozano

Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico

BOOK: Taibhse (Aparición)
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El jueves intuyo por qué Alar había estado leyendo este libro, cuando llego al penúltimo capítulo. Está dedicado a los contactos entre vivos y muertos. Aquí se documentan casos reales, la mayoría de lo más inverosímiles, como gente a quien había salvado la vida su difunto pequinés o chicas del siglo pasado que decían haber sido violadas por seres invisibles (de alguna forma tenían que explicar por qué no llegaban vírgenes al matrimonio, las pobres). Pero algunos llaman mi atención. Casos de personas que han conocido a otras personas de las que después se han enterado de que llevaban algún tiempo muertas, o gente con la certeza de ver personajes de otros siglos o cosas que nadie más veía. A la mayor parte de estas personas las han entrevistado en centros de salud mental o casas que no visita nadie, pero a mí ya no me parecen tan chiflados.

Cuando cierro el libro es más tarde de lo que pensaba, así que me apresuro a guardarlo en su sitio y cerrar la biblioteca. Ahora camino más nerviosa cuando voy por la calle, temiendo cruzarme con alguien que en realidad no esté vivo. La idea me provoca tanto pavor como beligerancia. El miedo a veces nos hace reaccionar de forma extraña, animándonos al ataque tanto como a la huida. Y así me siento yo, dividida. Por un lado deseo encerrarme en casa y no volver a salir, pero por el otro siento la necesidad de buscar a los posibles fantasmas que caminan entre los vivos. Me pregunto si puedo verlos, como a Alar y a Bobby, y si no los habré visto multitud de veces ya sin darme cuenta de que no viven. Es posible, teniendo en cuenta que tampoco mis difuntos conocidos me habían parecido muertos hasta ahora.

Y por otra parte echo de menos a Alar, al que había llegado a considerar un amigo.

El viernes por la tarde y tras decirle a Aith que tengo recados que hacer, me encuentro yendo de paseo hacia la Royal Mile. Camino por el lado opuesto del puente George IV a donde está Bobby, pero no puedo evitar fijarme en él. Todavía espera frente al restaurante, seguramente lo ha hecho cada día desde hace más de cien años. Siempre solo, abandonado, pero siempre con ingenua esperanza y moviendo la cola. Siento tanta pena por él que se me forma un nudo en la garganta. Y sigo mi camino sin querer pensar en lo que estoy haciendo. Me dirijo al Mary King's Close.

El Mary King's Close, en la Royal Mile, es uno de los muchos callejones abovedados de la zona vieja de Edimburgo que están abiertos al público. Existe toda una ciudad subterránea y oculta, abandonada en su mayor parte, bajo la ciudad emergida construida sobre puentes y pilares. Pero este callejón turístico en concreto es especialmente famoso por lo bien caracterizado que está. Me recuerda al parque de atracciones Port Aventura, pero en histórico y tétrico.

Ahí, en el Mary King's Close, vivía mucha gente pobre cuando la peste asoló la ciudad durante el siglo XVII. Muchos murieron allí abajo, y a algunos los abandonaron en aquel tugurio insano tras infectarse. Se le llamaba el callejón de las almas en pena, y se dice que aún vagan los fantasmas de los muertos en él. Eso siempre atrae a los turistas ávidos de emociones extremas.

Una de esas almas es especialmente conocida en la ciudad: Annie, la niña fantasma que aún espera a su madre y que se ha convertido en una de las mayores atracciones turísticas de Edimburgo. La gente le trae muñecos y peluches para que se entretenga en su eterno vagar. Por supuesto no es más que un cuento, o eso hubiese pensado un mes atrás.

Me uno a la primera de las visitas que va a entrar en el callejón, un grupito de italianos de mediana edad y ropas demasiado veraniegas para la época. Escucho con más atención que la primera vez que estuve aquí a los guías disfrazados. Tengo los nervios a flor de piel. Pienso seriamente en la posibilidad de dar marcha atrás, pero me mantengo inconmovible.

Después de una breve explicación de la guía vestida de matrona bajamos hacia los subterráneos. Me subo el cuello del abrigo hasta la garganta. El aire se enrarece aquí abajo, en estas casas construidas bajo la ciudad digna y luminosa. Las estancias sin luz ni ventilación, pequeñas, húmedas e insalubres, habían sido el hogar de muchas personas. Y también sus tumbas. Me empiezo a poner nerviosa a medida que llegamos a la estancia en la que, presumiblemente, la niña Annie había sido abandonada por su madre al contraer la peste. La primera vez que vine aquí me pasé esa sección sin mirarla, me espeluznaba el baúl donde tanta gente deja muñecos para una niña que no existe. «Qué crédula puede llegar a ser la gente, y qué influenciable», había pensado en aquella primera ocasión. Ahora entro angustiada en la tétrica estancia casi vacía, retorciéndome las manos con temor.

Miro directamente el baúl, y se me escapa un gemido que queda amortiguado por las conversaciones del grupo de italianos con el que he entrado. Ahí, junto al baúl lleno de juguetes, hay una niña arrodillada. Tiene el pelo negro, despeinado, y viste una especie de camisón lleno de mugre. Su rostro y la parte visible de su cuello tienen el rastro de algunos forúnculos de la peste bubónica que se la llevó hace tanto tiempo. Su expresión es la más triste que he visto nunca mientras pasa los dedos por encima de los muñecos, sin llegar a tocarlos, ignorando a la gente que la mira sin verla. Porque los italianos no la ven.

Me sobresalto cuando de pronto Annie alza la vista. Al ver que una de las italianas se inclina para dejar un muñeco en el baúl atestado, estoy a punto de gritarle que no se acerque tanto. La niña se yergue y la mira, anhelante, y trata de coger el muñeco que la mujer deja en el baúl. Los dedos finos y pálidos traspasan el muñeco, cerrándose en el aire. La oigo gimotear, y en sus ojos oscurecidos brillan las lágrimas. Mientras la niña llora sin comprender, la italiana bailotea nerviosa y se ríe jurando que ha sentido algo. Sus acompañantes le ríen la gracia, pasando la mano por encima del baúl, mientras la guía disfrazada les sonríe y les explica otros casos parecidos. Todos se ríen, excepto yo.

Annie, ajena a la desafinada alegría que la rodea, se rasca las pústulas mientras llora junto al baúl lleno de juguetes que no puede tocar. A mí también se me saltan las lágrimas, mientras subo la primera por las empinadas escaleras húmedas para salir de aquí. Necesito respirar aire puro. Los visitantes que esperan para entrar comentan la expresión desencajada de mi rostro, sin duda deseosos de entrar y dejar que los asusten como a mí.

Ya es de noche cuando me encamino por el puente George IV hacia casa. Me quedo observando al pequeño Bobby, que sigue mirando hacia el restaurante con anhelo, y acabo cruzando la calle hacia él. Me detengo junto a su estatua y me agacho simulando que me arreglo los bajos de los pantalones por si alguien me mira.

—Bobby —llamo en voz baja.

El perro gira la cabeza, me mira moviendo frenéticamente la cola y se acerca contento. Lo acaricio tapando el movimiento de mis manos con el cuerpo. El perrito me lame la mano, da vueltas a mi alrededor y me pone las patitas delanteras en la pierna para intentar chuparme la cara. Debo de ser la única que lo ve y hace sin duda muchísimo tiempo que no nota la calidez de unas manos amables sobre el cuerpo; que alguien lo llama por su nombre. Me da una pena terrible, y siento ganas de llorar por él, por Annie, por todos ellos.

Le aseguro a Bobby que volveré. Me alejo oyéndole gimotear a mis espaldas, decidida ya a extender la bondad que creo poseer a todos los seres que conozco, vivos o muertos.

Vuelvo al instituto, casi corriendo para que no cierren antes de que llegue. Los viernes suelen tener abierto hasta las ocho porque algunos profesores aprovechan para adelantar tareas o corregir exámenes. Les digo a los guardas de las verjas que me he dejado algo dentro y tengo que recuperarlo. Cuando no me ven, me encamino al jardín posterior. En el bosque tomo el camino largo, no me apetece encontrarme con la nebulosa del lago. Estoy jadeando cuando llego al antiguo cementerio, y tardo mucho tiempo en atreverme a abandonar el amparo de los árboles. Cuando reúno el valor suficiente, me apresuro hasta la tumba de «Alastair: amante y amigo» y, a pesar de que siento el pánico corroer mis nervios, me quedo mirándola un rato. Alguien, hace muchísimo tiempo, le consideró un buen amigo, y un buen amante. Y de momento, yo no puedo argumentar lo contrario. Aspiro hondo varias veces, luchando contra el instinto que me impide hacer lo que debo. No es tan fácil oponerse a la sensatez. Flexiono varias veces las piernas para calentar los músculos y estar lista, lamentando no haberme puesto hoy también las deportivas. Entonces me alejo todo lo posible de la losa y su torre de piedrecillas, manteniéndola al alcance del pie. Saco la nota que he escrito en mi libreta por el camino, y la dejo en el suelo asegurándome de que no saldrá volando. Entonces estoy lista.

—Y que sea lo que tenga que ser —murmuro, pero soy incapaz de moverme—. Vale, ahora —me animo otra vez.

Cuento hasta tres. Le doy una patada salvaje a la base de la torre de piedras y echo a correr sin preocuparme de mirar atrás. Huyo con el ímpetu que me imprime el pánico, obligándome a no perder tiempo mirando a mi espalda o tratando de escuchar, hasta que salgo del instituto. Ya está hecho, ahora ya no hay vuelta atrás.

Capítulo 13
Alastair

P
erplejo, miro a mi alrededor y me doy cuenta de que es de noche. Las hojas de los árboles susurran con el viento, y las del suelo húmedo apenas crepitan. No sé cómo, pero soy consciente de que ha pasado algún tiempo desde la última vez que estuve aquí. Miro al suelo para oír el crujido de un papel bajo mi pie, y me inclino para recoger la nota:

«A cambio, no vuelvas a acercarte a mí.»

Es de Liadan, estoy seguro de ello, y estoy furioso y me siento decepcionado, traicionado. Aprieto el papel entre los dedos, hasta que se me ponen los nudillos blancos. Miro a mi alrededor, consciente de que estoy haciendo que la temperatura baje varios grados, pero estoy solo, y es una suerte que ella no siga aquí, porque en este momento podría haberla matado. No me entretengo más, y me voy rápidamente al lago para ver a Caitlin porque debe de estar muy preocupada. Soy consciente de que las ramas de los árboles se agitan con mi furia a medida que avanzo.

Veo a Caitlin desde lejos, pues se pasea nerviosa arriba y abajo, un borrón blanco contra la oscuridad sobre la orilla del lago.

—¡Alastair! —grita con un alivio demente cuando me ve.

Espera a que llegue al borde del lago, su límite, para lanzarse a mis brazos llorando. Sólo después de apretarse fuertemente contra mí se fija en la dureza de mi expresión.

—Fue la chica, ¿verdad? —me pregunta demasiado aliviada para enfadarse todavía.

—¿Qué día es hoy?

—No lo sé, Alar —me contesta compungida, pues le es difícil calcular el paso de los días.

Pienso en utilizar el teléfono móvil para averiguarlo, pero a estas alturas estará sin batería. Tendré que ir al castillo y enchufarlo.

—No sé qué día es, pero... —dice Caitlin cohibida—. Ya pasó hace días la Noche de Brujas.

Mi ira va en aumento, tanto que Caitlin se aparta cautamente de mí. Soy consciente de que la hierba a mis pies se ha vuelto loca, agitándose hasta arrancarse de entre la turba húmeda, y lucho por serenarme pese a que tengo ganas de gritar. Luchando por mantener la sensatez, le aseguro a Caitlin con suavidad que no debe preocuparse más y que volveré en breve, y regreso al castillo vacío. Enciendo las luces por el camino hasta la biblioteca, demasiado furioso como para preocuparme. De hecho, y para mi vergüenza, preferiría que alguno de ellos se pasara por aquí para que yo pudiera descargar mi ira sobre alguien que no fuera Liadan. Ya en el archivo, tan familiar y añorado pese a que no soy consciente del tiempo que he pasado fuera, busco el cargador del teléfono bajo la losa suelta, lo enchufo en la toma de la pared y lo enciendo. Enseguida recibo varios mensajes de llamadas de Jonathan, pero también de otros conocidos que pueden usar los teléfonos, pues parece que mi ausencia se ha hecho notar en la Noche de Brujas. Busco el calendario y miro el día actual: cinco de noviembre. Creo que he estado once días ausente, entre ellos la Noche de Brujas.

El teléfono empieza a sonar enseguida; se trata de Jonathan.

—¿Alastair? —pregunta nervioso.

—Estoy aquí.

—Dios misericordioso, Alastair, qué susto nos has dado —contesta Jonathan aliviado.

Me explica que Caitlin había empezado a ponerse nerviosa el miércoles veintisiete, después de que ya hubieran pasado dos noches sin que fuera a visitarla al lago. Y después de ver volver a una chica corriendo el lunes al anochecer desde la senda del bosque por la que suelo llegar yo. Sin embargo, la pobre Caitlin no pudo hacer nada, pues a ella le cuesta muchísimo entrar en contacto con las cosas del mundo físico y no puede utilizar un móvil ni prevenir a nadie. Fueron días duros para ella, hasta que el Día de Brujas le permitió moverse con total libertad por una noche. Para los vivos de ahora la noche de Todos los Santos no es más que una fiesta más, una en la que lo tenebroso se vuelve divertido, pues no son conscintes de que en esos momentos los muertos conviven con los vivos.

Entonces habían ido a buscarme. Alguna Noche de Brujas anterior les había enseñado dónde estaba mi tumba, así que se dirigieron allí en cuanto Jon llegó a su encuentro. Vieron el sortilegio de piedras y adivinaron que alguien me había exorcizado o como se llame tamaña perfidia. Habían tratado de desmontar la torre de piedras, pero mientras que Caitlin la traspasaba con las manos, Jonathan no podía acercar los dedos lo suficiente para tocarla. Así somos nosotros, sujetos a unas normas que ni tan siquiera comprendemos. Reunieron entonces a todos los conocidos de Edimburgo para tratar de liberarme, pero no lo consiguieron. Y se había acabado la Noche de Brujas sin que nadie la hubiera disfrutado como en otros años anteriores.

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