Taibhse (Aparición) (16 page)

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Authors: Carolina Lozano

Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico

BOOK: Taibhse (Aparición)
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—Volverán a funcionar de aquí a un rato —dice dándose por vencido. Alrededor de sus ojos aún quedan trazas de esa negrura ajena al mundo de los vivos, aunque ahora parece más calmado—. Puedes estar tranquila y dejar de temblar, no voy a hacerte daño.

Le creo, no porque no parezca amenazador, sino porque prefiero creerle.

—Sé lo que hice —digo tratando de que mi arrepentimiento cale en él—. Y lo siento.

—No sabes lo que has hecho —repite, testarudo. Antes de que pueda replicarle, se gira y avanza hacia mí con gesto serio, amenazador—. ¿Sabes que me has echado del mundo en el único momento en que tengo la libertad suficiente como para salir de aquí y ver lo que hay más allá de las verjas y este castillo? ¿Sabes que me has privado del único día en que me siento vivo de nuevo? ¿Y que has impedido la felicidad en ese día de muchos de los míos? Sus palabras me dejan tan aturdida que casi no me doy cuenta de que vuelve a estar a escasos centímetros de mí. Retrocedo contra la estantería. Me aterra, y lo sabe. Es su forma de castigarme.

—No, eso no lo sabía —reconozco con un hilo de voz.

Alar suspira y mira al techo, tratando de serenarse. En el fondo tiene bastante mal genio, aunque cueste despertarlo, y eso me hace recordar.

—¡Tú me golpeaste hasta dejarme inconsciente aquel día, escondiste el diario e inutilizaste mi móvil! —le acuso.

—Sí, es cierto —confiesa sin remordimientos—. Podríamos decir que estamos en paz.

Eso es bastante discutible pero prefiero dejarlo así. Ya le he visto enfadado, y no quiero repetir. Alar se queda mirándome cruzado de brazos. Está a la defensiva, espera a que se produzca el siguiente paso. Y ahora lo entiendo. ¡Se siente amenazado! Hasta ahora había pasado inadvertido, y cree que voy a delatarlo. Pero yo no estoy por la labor de salir despavorida para tratar de convencer a alguien de que realmente hay fantasmas aquí. Quizás cambie de opinión cuando me tranquilice, pero de momento prefiero ser diplomática y comprensiva. Además, nadie me creería. No creen a los científicos con pruebas, menos me van a creer a mí.

—No diré nada a nadie —musito con sinceridad, y veo que su rostro tenso se relaja un poco. Él también desea creerme a mí—. ¿Estás... muerto? —le pregunto tratando de imbuir mi voz de tranquilidad.

Para mi sorpresa, Alar no me contesta enseguida.

Está pensando, y me parece que ni siquiera él lo tiene demasiado claro.

—Es difícil de decir —decide finalmente, con voz más amable—. Estoy hablando contigo, ¿no? Pienso, así que existo. Pero sí, mi cuerpo está muerto; tú has visto mi tumba.

«Alastair: amante y amigo». Aunque sé que lo que dice es cierto, no puedo evitar estremecerme al oírle hablar de su sepulcro. Sus huesos marchitos, o sus cenizas, deben de estar allá abajo. Está muerto de verdad, y mi mente sigue incapaz de asimilarlo del todo. Con el follón me duele la cabeza. Me llevo la mano allí donde me golpeó.

—¿Tienes fuerza sobrehumana? —le pregunto. Me mira casi con dulzura, como si fuese una niña pequeña.

—Claro que no —me dice—. Pero yo era un guerrero. Era fuerte, y lo sigo siendo.

—Eso que dices no tiene mucho sentido, ¿sabes? La fuerza que tienes ahora no puede tener nada que ver con la que tuvieras antes porque ya no tienes..., eh..., tu cuerpo —le digo convencida, aunque de estar pensando con lógica no le hubiese soltado eso.

Me mira confuso, meditabundo. Creo que piensa que puedo tener razón. Está claro que él mismo no acaba de entender hasta qué punto es diferente de lo que era antes. Quizás es verdad que los fantasmas no tienen claro del todo que ya no están vivos y que no tienen un cuerpo físico de verdad. Pero, Dios mío, es que es tan real... Tiene un cuerpo, lo estoy viendo y lo he tocado, por mucho que esté hecho de energía o lo que sea; aunque el verdadero esté convirtiéndose en detritus bajo la tierra húmeda del jardín.

Sin embargo, no puedo meditar más en ello. La puerta de la biblioteca se ha abierto de reprente y no puedo evitar recibir al conserje con un gritito de culpa y miedo.

—Señorita Montblaench —dice James preocupado, y lleva los dedos a los interruptores para encender la luz—. ¿Está usted bien?

Esta vez las bombillas sí responden. Estoy acurrucada contra la estantería, envuelta en mi abrigo mientras Alar sigue cruzado de brazos entre el atónito conserje y yo. Los miro a ambos alternativamente, incapaz de reaccionar.

—No puede verme —me dice Alar, observando con chocante familiaridad al conserje.

—¿Señorita Montblaench? —repite James, empezando a asustarse.

—Eh..., sí —digo esforzándome  por apartar la mirada de Alar y parecer tranquila—. Se han ido las luces de pronto y la calefacción también, y he cogido el abrigo para calentarme. Usted me ha asustado al entrar —miento, y le dedico una sonrisa tranquilizadora.

—Lo siento, señorita Montblaench —dice James con una elegante inclinación de cabeza (siempre he pensado que este hombre podría trabajar en el palacio de Buckingham)—. No se preocupe por lo de las luces. En este castillo a veces sucede eso, y más.

Sin poder evitarlo desvío la mirada hacia Alar. James dirige la mirada hacia el mismo lugar al que miro yo, pero él no ve nada más que la mesa del bibliotecario y la pared de piedra tapizada que hay detrás.

—La falta de calefacción ha dejado este sitio demasiado frío. Venga conmigo, señorita Montblaench —me anima James—, le daré un chocolate caliente.

Me quedo bloqueada. No puedo decirle que no, al fin y al cabo no hay nadie más en la biblioteca. pero tampoco puedo irme así, sin hablar con Alar. Los segundos pasan sin que yo sea capaz de decidir qué hacer. Ambos me miran.

—Vete —me dice Alar al darse cuenta de que mi comportamiento empieza a ser alarmante.

Pero yo sigo siendo incapaz de moverme sin decirle nada, sin llegar a algún tipo de conclusión. Si algo me enseñaron mis padres fue a ser educada, y no puedo irme sin ni siquiera decir adiós. Sin saber si volveré a verle.

—Nos veremos mañana, Liadan —insiste Alar con vehemencia—. Ya no estoy enfadado, y podremos hablar mañana. Ahora debes irte con él, antes de que piense que te pasa algo grave.

Nuevamente está claro que ha sabido lo que pasaba por mi mente. Asiento con la cabeza. Reaccionando a tiempo, le dedico una sonrisa al conserje como si el gesto hubiese ido dirigido a él.

—Aceptaré ese chocolate, James —digo. El anciano sonríe, más relajado. Cojo la mochila y paso junto a Alar que me da las buenas noches. Tengo que hacer un esfuerzo increíble para no hablarle. Sigo al conserje hacia la puerta forzándome a no volver la cabeza y mirar atrás, donde se queda Alastair.

Capítulo 15
Alastair

S
é que Liadan no se ha dado cuenta pero yo llevo el tiempo suficiente observando a las personas como para saber que el conserje ha intuido que sucede algo extraño. Eso puede ser peligroso, ya que puede llevar a que se fije demasiado en Liadan como le pasó a la otra joven, medio siglo atrás. Así se lo expongo a Caitlin cuando me reúno con ella en el lago, pero a ella no le preocupa que puedan acabar tachando de perturbada a Liadan. Lo que preocupa a Caitlin es lo que pueda suceder con nosotros, ahora que yo he convencido a uno de ellos de que existo de verdad.

—¿Y si se le ocurre hablar con alguien o intentar que nos echen? ¿Y si hacen pruebas en el castillo? Recuerda que en el castillo de Edimburgo y en la torre de Londres han conseguido reunir pruebas de que existimos, me lo dijiste tú —me dice muy seria, como siempre me parece que la mujer madura que nunca llegó a ser—. Y no tardará en llegar el día en que acaben creyéndoselas. Mátala —me insiste—. Que se caiga por las escaleras, como la otra. Si no te atreves, tráemela y lo haré yo.

—No —digo tajante en ese punto.

Pero las palabras de Caitlin me han hecho dudar. No sólo me estoy poniendo en peligro a mí, y a Liadan misma, sino también a Caitlin, a Jonathan, a Annie y a Bobby, al soldado del castillo, a los chicos del cementerio... A todos, tanto aquí en Edimburgo como en el resto del mundo. Precisamente yo, que llevo centurias convenciendo a los recién llegados de que debemos mantenernos ajenos a ellos y ocuparnos sólo de nuestra propia existencia.

Me siento un poco culpable, así que llamo a Jonathan para preguntarle por Liadan.

—¿La chica? —me dice—. Ha pasado por aquí hace un rato, corriendo como alma que lleva el diablo. Y mirando al suelo, como siempre. Es una mujer rara.

Me tranquilizo, pues Liadan ya era rara antes y si sigue siéndolo ahora es que todo va bien.

Para mi propia sorpresa hoy ya no me siento enfadado, pues ayer la hice sufrir, disfruté aterrándola y me siento desahogado. Supongo que es verdad que somos un poco neuróticos, que nuestras emociones se proyectan sin medida. Y yo sé que tengo poder sobre Liadan, el poder de matarla de miedo. No me gusta, pero estoy íntimamente complacido por ello.

Cuando llega la mañana me siento curioso, excitado, olvidados ya los recelos de ayer. Observando a Liadan en su rutina de asistir a las clases y mantener conversaciones con sus compañeros, la veo tranquila y tan poco desenvuelta como siempre, pero ésa es su normalidad. Aunque mira mucho a su alrededor, con gesto expectante, y yo sé que me busca. Espero impaciente el fin de las clases, sorprendido porque hacía décadas que no lidiaba con la inquietud.

Liadan aparece en la biblioteca sólo diez minutos después de que hayan terminado las clases. Me mira con una mezcla de sorpresa, satisfacción y temor que hace brillar sus opacos ojos negros. No debía de estar segura de si me iba a encontrar aquí ni de qué ánimo, y no sabe cómo reaccionar al respecto. Siento lástima por ella, así que me limito a permanecer apoyado en la mesa que está frente a la del bibliotecario porque me gustaría poder volver a mantener una conversación civilizada con ella. Si pierdo su confianza, perderé mucho más que eso. Perderé mi único contacto con el mundo.

—Hola —la saludo al ver que no reacciona.

Liadan parpadea rápidamente.

—Eh..., hola. Aún no me puedo creer que no estés aquí de verdad —confiesa, dejando la puerta y poniendo sus cosas lentamente sobre la mesa del bibliotecario, como si pensara que puedo saltarle encima si hace un movimiento repentino—. Y estar hablando contigo.

—Pues ya somos dos.

Me mira fijamente.

—¿Es esto tan raro para ti como para mí? —me pregunta confuas—. Es decir..., ¿nunca habías hablado con nadie?

—Tú eres la primera con la que mantengo una conversación —le respondo con cuidado, sabiendo que cualquier traspié que pueda cometer la llevará a pensar en el diario que hasta ha seguido olvidado—. Y me agrada hablar contigo, que me trates con normalidad.

Parece que mis palabras la tranquilizan, porque me doy cuenta de la tensión que estaba soportando cuando ésta la abandona.

—A mí también me gusta hablar contigo. Y he estado investigando, ya sé lo que eres —dice orgullosa—. Eres una infestación.

Yo quería que nos lleváramos bien, mantener aplacada mi furia siempre latente, pero así no empezamos con buen pie.

—Gracias —le digo con tono mordaz intentando tomarme a broma el asunto.

—No, en serio —me asegura alarmada ante mi tono serio. Creo que se arrepiento de haberse sentado, pues eso le impediría escapar con rapidez—. No es un insulto, lo he leído.

Alzo las cejas, esperando una explicación mejor. Lo cierto es que me divierte hasta cierto punto que se haya documentado.

—Sois el tipo más común de apariciones —me asegura, como si supiese más de mí que yo mismo—. Sois fantasmas de tipo obsesivo..., o sea —vuelve a reaccionar con rapidez— que estáis ligados a personas o lugares. Tú estás vinculado al castillo, ¿verdad?

—Así es —realmente se ha informado bien—. O más bien al torreón que hubo antes aquí. En sus aledaños fue donde morí, en una batalla.

—Ya... —se queda descolocada, porque parece no ser del todo consciente de que no estoy vivo. Se olvida de que estoy muerto tan pronto como deja de meditarlo, porque su mente se niega a asimilarlo. Supongo que si me creía uno de ellos, debe de ser difícil para ella aceptar la realidad de que no soy como ella y de que nosotros existimos. Vuelve a parpadear y toma aire, supongo que en un intento de volver a centrar sus pensamientos—. Bueno, se supone que la mayoría de vosotros no sabe que existen los vivos.

—Tampoco hay muchos de vosotros que sepan que existimos nosotros —le respondo; en rarezas, ella me supera—. Es como debe ser. Es lo mejor para nosotros, ¿comprendes?

Claro que comprende, porque es muy lista. Me mira con solemnidad, a los ojos y sin parpadear apenas.

—Comprendo —dice, y sé que eso quiere decir mucho más: que no se lo va a decir a nadie, que quiere que confíe en ella.

A esa extraña comunión silenciosa entre nosotros sigue un breve silencio, que se rompe cuando la incansable curiosidad de Liadan la hace sobreponerse al miedo que aún me tiene.

—También existe de verdad la chica muerta del lago, ¿no es así? —me pregunta.

Lo de chica muerta no me gusta, ella fue una persona también.

—Se llama Caitlin —le respondo—. La vi nacer y crecer en el castillo, solía jugar en el lago y era una niña alegre y cándida. Observarla me hacía sentirme vivo de nuevo. En 1785, cuando cumplió los quince años, sus padres dejaron que un rico burgués sureño la cortejara. Una noche el hombre intentó propasarse con ella mientras tomaban el aire en la pérgola que se hallaba en aquellos tiempos al otro lado del lago. Caitlin huyó, y como estaba muy alterada no miró por dónde corría y cayó al lago. Era sólo una chiquilla y su vestido pesaba.

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