Read Taibhse (Aparición) Online
Authors: Carolina Lozano
Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico
Retiro la mano de la cabeza del perro en cuanto se alejan. Avanzo unos metros, sintiendo que las piernas me tiemblan, para mirar la estatua de Bobby. Estudio tanto al perro de bronce como al que permanece cerca de mis pies. Son casi idénticos.
—¿Bobby? —digo con la voz entrecortada refiriéndome al perro que se mueve.
El animalito levanta las orejas peludas y sacude la cola con emoción.
—Dios —murmuro.
Echo a correr sin detenerme hasta que llego a casa, jadeante, ignorando a la doncella que me mira preocupada.
—No pasa nada, Ann —le digo, y me encierro en mi estudio—. No pasa nada —me repito.
Porque, puestos a ver espectros, Alar no tiene por qué ser el único, ¿verdad? Creo recordar que, entre el elenco de apariciones de Edimburgo, la estatua de Bobby tiene su propio fantasma también. Enciendo el ordenador para asegurarme a través de Internet, y se me acelera el corazón al ver que tengo un correo de Brian. Me olvido de Bobby y lo abro.
Leo por encima los saludos y me detengo en lo que me interesa. Según Brian, las dos losas se corresponden a la misma tumba céltica, bajo la que seguro que hay una urna con cenizas o un esqueleto con su armamento de batalla, y en ellas dice:
ALASTAIR: AMANTE Y AMIGO
Algo es algo, y me río de mi descabellada teoría echada por tierra. No es de ningún Alar, por supuesto no es su tumba. Levanto la vista al techo, aliviada, pero vuelvo a fijarme en la pantalla del ordenador enseguida sintiendo que mi corazón se ralentiza. Temblando, uso tres dedos para tapar unas cuantas lebras:
AL A R: AMANTE Y AMIGO.
Siento que me mareo, y se me nubla la vista hasta que, por un momento, todo se vuelve negro.
E
l domingo es uno de mis días preferidos, ya que me siento especialmente libre al estar el instituto completamente vacío salvo por los guardias de seguridad que se mantienen en la garita de las verjas de entrada. Entonces es como antes, cuando no había ni instituto ni estudiantes, sino sólo un castillo abandonado, y paseo sin preocuparme por no hacer ruido, visito la biblioteca encendiendo las luces cuando quiero y me atrevo a usar Internet. El ronroneo de los ordenadores es demasiado llamativo cuando alguien puede escucharlo. Sí, el domingo es mi día preferido. Cojo el lote de diarios que el conserje acumula en su despacho a lo largo de la semana y los leo todos. Es la mejor forma de mantenerme informado de cuanto sucede en mi ciudad, y en estos días me parece más importante que nunca. Busco cualquier cosa que pueda poner a Liadan en peligro.
Le he tomado cariño, lo sé. Más del que conviene, estoy seguro, pero es un hecho irrefutable y tengo que aceptarlo. Ni siquiera es inesperado, ya que si para nosotros es fácil obsesionarse, lo es mucho más si además se trata de una de ellos que te trata como si tú no fueras diferente. Encima, tras el mal trago que le hice pasar el jueves, después de haber visto su rostro aterrado cuando me miraba y haber sostenido su liviano y palpitante cuerpo entre mis brazos, ha despertado mi instinto protector. No quiero que le suceda nada malo, ni quiero hacérselo yo. Ni ninguno de los míos, ni su propia perspicacia. Por eso he hecho desaparecer el viejo diario e incapacitado su móvil. Ahora sólo tengo que acordarme de dejar el tratado de parapsicología donde ella lo pone, pese a que no es su lugar correcto. Quizás, cuando haya pasado un tiempo, trataré de convencerla de cambiarlo, és y algunos otros libros, a su lugar lógico. Porque el desorden me pone enfermo.
Cuando el sol llega a su cénit llamo a Jonathan y lo emplazo a venir al instituto esa noche. Tengo que hablar con él y prefiero hacerlo cara a cara; es importante que tenga claros los límites de lo que le voy a pedir. Porque como yo, él es de los que puede entrar en contacto con el mundo físico. Mientras tanto me quedo en la biblioteca hasta el atardecer. Entonces, cuando la luz empieza a decrecer, voy al lago a ver a Caitlin. Me está esperando y está de buen humor; todos nosotros nos excitamos ante la cercanía del Día de Brujas. Y para ella, que no puede alejarse de las orillas del lago, es aún más emocionante que para mí.
—Oye —me dice alegremente—. ¿Qué harás con el bicho raro el Día de Brujas?
—No es un bicho raro, es una joven como fuiste tú —apunto paciente—. Y no haré nada porque se marcha. Su ciudad no es como la nuestra, así que espero que allí no tenga problemas.
—Tarde o temprano los tendrá, ya lo sabes —augura Caitlin—. Acuérdate de la muchacha del diario, la que se mató en las escaleras de caracol.
—A ésa no la protegía yo —le explico—. Y ahora me voy, he quedado con Jonathan.
—¿De veras? —me dice Caitlin—. Salúdale de mi parte, dile que nos vemos la Noche.
—Así lo haré —le prometo enternecdio. Pobre Caitlin. Se ahogó en el lago en 1785, cuando aún era doncella, y allí se había quedado atrapada después con sus quince años de antaño. Con su trágica desaparición sus padres dejaron el castillo, que quedó abandonado algún tiempo, hasta que se convirtió en el instituto que es hoy. Yo fui su único apoyo, Caitlin se habría convertido en algo terrorífico de no haber contado conmigo y sus ganas de parecerse a mí. A lo largo del año ella no ve a nadie más que a mí y a los pocos dúnedains que se acercan hasta el lago. Y no son muchos, el mito del fantasma del lago es más conocido que el del fantasma de la biblioteca pese a que yo soy mucho más antiguo.
Este hecho se debe a que ella es mucho menos discreta, más perturbadora y de lejos más obsesiva que yo. Llegó a un extremo peligroso cuando dos años atrás trató de ahogar a uno de los estudiantes en el lago. «Me parecía guapo», me había explicado arrepentida cuando le pregunté por qué se había arriesgado de aquella forma a llamar demasiado la atención. En aquel momento no la comprendí, pero ahora puedo hacerme una idea de sus motivaciones. Es difícil sentirse atraído por alguien, desear compañía, y estar tan lejos pese a tenerlos al lado. Y saber que se van a ir, mientras tú te quedas aquí para siempre.
Desterrando estas divagaciones a la parte más recóndita de mi mente, me dirijo a la verja del instituto cuando llega la noche. Yo no salgo y Jonathan no va a entrar, pero podemos hablar a gritos a través de la escasa distancia que nos separa junto a la verja.
Jon no tarda en llegar. Es imposible confundirle gracias a su uniforme verde, las botas altas de cuero y la enorme mancha de sangre de su pecho, allí donde lo ametrallaron. Somos curiosos, y difíciles de interpretar. Cada uno de nosotros tiene una historia propia, diferente, que se refleja en mayor o menor grado en nuestros aspectos. Yo soy de los más extraños, supongo, porque en mí no se refleja nada. Quizás sea por el mucho tiempo que llevo amoldándome al mundo, evolucionando con él. Lo creo importante, pues o nos adaptamos o nos volvemos locos, como he visto a muchos a lo largo de los años.
—¡Alastair! —me grita Jonathan alegremente cuando ya no va a avanzar más—. ¿Qué sucede, amigo? Ya sabes que no me gusta alejarme mucho del Brunsfield.
Más que no gustarle, no puede alejarse mucho del Brunsfield Park. Y si no estuviésemos tan cerca de la Noche de Brujas, no podría ni haber llegado hasta aquí.
—Tengo que pedirle un favor. Necesito que vigiles a una joven, a una de ellos.
Jonathan alza las cejas castañas, que desaparecen bajo su boina orlada. Por suerte, él es consciente de que están ahí, ya que otros los ignoran completamente. Aunque no le gustan.
—¿Hay que hacerle algo? —me pregunta enseguida.
—No, sólo vigilarla —enfatizo.
—Ah —sonríe—. ¿La quieres para ti?
Asiento evasivamente. Le detallo cómo es Liadan. Jonathan sabe que están ahí y los observa cuando se aburre, pero no suele fijarse en ellos, excepto en las mujeres de unos ochenta años. Es la edad que tendría él hoy de no haber muerto en la Segunda Guerra Mundial, y la que tendrá su prometida en caso de que aún esté viva. Antes de marchar a la batalla, un atardecer, Jonathan le había jurado a su prometida Jeanine que volvería a verla. Había sucedido en el Bruntsfield Park. Y de pronto, después de agonizar y morir en el campo de batalla lejos de su hogar, Jon se había encontrado allí, anclado al Bruntsfield, esperando cada atardecer para poder cumplir su promesa.
Sin embargo, si sigue observando a las mujeres que tienen edad de ser su Jeanine, no es porque quiera ver cumplida su misión, sino porque le aterra la idea. Le gusta la vida que lleva ahora, la acepta y la disfruta, y no quiere dejar de existir. Y si a mí me aprecia tanto es porque contribuí a hacerle llevadera la existencia en los difíciles primeros años. Como hice también con Caitlin, y con otros muchos antes y después.
Cuando Jonathan tiene claro cómo es la joven a la que tiene que vigilar y que sólo debe vigilarla, me despido de él. Se ha hecho tarde para ambos.
—Por cierto, saludos de Caitlin —le digo—. Te verá la Noche de Brujas.
—Lo estoy deseando —me contesta con una sonrisa.
No lo dudo, tiene que ser difícil la vida de una pareja que tan sólo se ve una vez al año.
Por la mañana decido espiar a Liadan, y asegurarme de que sigue tranquila, relajada e ignorante de parte del mundo que la rodea. Llega al instituto un poco tarde, así que corre a la clase peleándose con el cordón del iPod que lleva colgado del cuello y se le enreda en el cabello. Se ha vestido con unos tejanos desgastados y zapatillas deportivas en vez de las habituales botas de ante, y un chaleco polar sobre una camiseta de manga larga. Parece que se prepare para ir de excursión, en vez de a clase; pero no se la ve desanimada, sino más bien lo contrario. Su expresión es serena, resoluta, así que me relajo y me voy a la biblioteca, a la espera de que llegue la tarde y tenga que salir momentáneamente de ella.
Hoy hay algunos alumnos rezagados, pues muchos quieren comentar con sus tutores lo que han estado meditando tras las jornadas de puertas abiertas del fin de semana en las universidades. Empieza a hacerse tarde cuando puedo encaminarme nuevamente a la biblioteca sin que haya peligro alguno.
Como siempre, Liadan está leyendo en la mesa del bibliotecario pero alza la mirada en cuanto capta mi entrada en la sala. Esta vez estaba alerta, quizás esperándome. Me mira fijamente, apoyando la barbilla en la mano como si estuviese pensando en algo importante. Y veo que ha cambiado de libro otra vez.
—Hola, Liadan —la saludo. Me devuelve el saludo con la mano, y parece nerviosa. Quizás no se ha recuperado todavía del bochorno de creer que se cayó de la banqueta y de que la encontré desvanecida en el suelo—. ¿Qué estás leyendo ahora?
Me enseña una edición moderna de
El señor de los anillos, Las dos torres
. Me sorprende, pues no hay demasiadas chicas a las que le guste la fantasía épica.
—¿Has oído hablar de los dúnedains y quieres saber de dónde ha salido esa historia? —aventuro sonriendo.
—No, es uno de mis libros preferidos. Lo he leído cuatro veces ya.
—También a mí me gusta mucho —reconozco.
—Supongo que... —me dice; parece aún más nerviosa que antes, si eso es posible en alguien como ella—. ¿No querrías dar otro paseo por el lago conmigo, verdad?
Eso me deja asombrado, esta chica está llena de gratas sorpresas. Acepto, complacido, regodeándome en unos sentimientos que no son todos buenos. Le cuesta devolverme la sonrisa, y siento que sea tan tímida. Ojalá se sintiera a gusto a mi lado.
Liadan me sigue en silencio por el castillo hasta el torreón de las despensas, así que trato de conseguir que se relaje hablándole de cosas triviales. Le pregunto por los estudios, pues es una pregunta normal y muy probable viniendo de alguien un poco mayor que ella. Mientras salimos del pasadizo del torreón y llegamos al jardín, Liadan se va animando. Me habla de las clases, de las tareas y de un examen de filosofía que ha hecho hoy.
Parece especialmente turbada ahora. Viniendo de ella tampoco es algo de lo que preocuparse, teniendo en cuenta que el hecho de estar junto a otro ser racional ya la incomoda sobremanera, así que no le doy importancia. Cuando caminamos por el puente del lago, me mira a los ojos y separa los labios para decir algo, pero finalmente se lo piensa mejor y devuelve la mirada al suelo. Los claros cabellos naranjas de erinesa se deslizan por encima de su hombro ocultando la hermosa palidez de su rostro aniñado.
—¿Ha ido bien ese examen de filosofía? —le pregunto con suavidad.
—Claro. Era fácil. El profesor Quinsley es un poco lunático, ha puesto un examen de lo más raro —dice; tal como había supuesto no es éste el tema de su preocupación. Lo que me sorprende es que se explaye en la contestación y que gesticule tanto—. Si te has leído el
Fahrenheit 451
de Bradbury, es obvio que el perro mecánico simboliza el brazo armado de la inquisición. Algunos de mis compañeros han salido preocupados. Y... ¡Oh! —exclama.
Me detengo en seco al ver su rostro descompuesto.
—¿Qué pasa? —le pregunto alarmado.
Miro discretamente a mi alrededor, por si es más tarde de lo que creía y Caitlin está por aquí y la ha visto. Sin embargo, no hay rastro de ella, ni de nadie más, suyos o míos.
—He perdido mi anillo —dice Liadan al borde de las lágrimas—, se me ha debido de caer al agua mientras jugueteaba con él. Era de mi madre.
Observo su expresión desamparada largo rato, hasta que no puedo soportarlo más. Me quito el suéter por la cabeza y se lo entrego.