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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (17 page)

BOOK: Sin Límites
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—Lo siento por ti, viejo.

—¡Demanda de margen adicional!

—Perdedor.

Hice caso omiso de esas pullas y me dediqué a ejecutar mi estrategia de venta en descubierto con Mediflux y a ocuparme de mis otras posiciones. Durante un rato, el precio de las acciones de Mediflux continuó su ascenso hasta llegar a 51 puntos, pero luego pareció estabilizarse. Jay me dio otro codazo y se encogió de hombros, como diciendo: «Cuéntamelo. ¿Por qué lo has vendido?».

—Porque es puro bombo —respondí—. ¿Ahora resulta que un par de ratones con cáncer en algún laboratorio se incorporan en la cama, piden un té y de repente nos da a todos la fiebre compradora? —Meneé la cabeza—. ¿Y cuándo tendrá aplicación comercial esa nueva proteína que están desarrollando? ¿Dentro de cinco años? ¿Diez?

De repente, Jay parecía preocupado, refugiado en sí mismo.

—Además —dije, señalando a la pantalla—, Eiben-Chemcorp se retiró de un acuerdo de adquisición de Medillux hace seis meses y nunca dio explicaciones. ¿Es que nadie se acuerda de eso?

Vi que procesaba rápidamente la información.

—Esto no se sostiene por ningún lado, Jay.

En ese momento se volvió hacia su compañero y empezó a susurrar. Cuando mi análisis llegó a todos los demás corredores, oscuras nubes de incertidumbre se cernieron sobre la sala.

Por el murmullo y el rumor de teclas que siguió, era obvio que estaban surgiendo dos campos; algunos corredores intentaban retener sus acciones, mientras que otros iban a seguir mi ejemplo y vender Mediflux. Jay y el hombre que estaba sentado a su lado reservaron sus posiciones. Los muchachos de las gorras de béisbol hicieron lo propio, pero se abstuvieron de comentar nada, al menos en voz alta. Yo seguí amarrado a mi terminal, actuando con discreción, aunque la atmósfera era tensa y tenía la sensación de que, en el ecosistema de la sala, era un intruso que trataba de hacerse con el poder. No era esa mi intención, claro está, pero lo cierto es que estaba convencido de que MEDX era un fraude, y se demostraría.

A última hora de la tarde, tal como había pronosticado, las acciones se desplomaron. Empezaron a caer hacia las tres y cuarto para consternación de unos dos tercios de los allí presentes. MEDX cerró a 17
1/2
puntos, una caída de 36
1/2
puntos con respecto a los 54 que había alcanzado horas antes en su momento de máxima cotización.

Al cierre, oí unos aplausos que provenían de un pequeño grupo que se sentaba a la mesa que había justo enfrente de la mía. Luego se acercaron para presentarse, y me di cuenta de que, junto con Jay y uno o dos más, había formado mi propio grupo. No sólo se alegraban de haber seguido mi consejo, sino que, al parecer, me consideraban un corredor con agallas. Había vendido en descubierto cinco mil acciones de MEDX y había ganado más de 180.000 dólares. Eso superaba lo que la mayoría esperaba ganar en un año, y les encantaba. Les gustaba que consintiera el riesgo, les encantaba que hubiese confirmado que se podía ganar mucha pasta.

Uno de los tres jóvenes tocados con gorras de béisbol me hizo un gesto con la cabeza desde el otro lado de la sala, un ademán que, según creo, indicaba que reconocía su derrota, pero se marchó rápidamente con los otros dos y no tuve la oportunidad de decirle —de manera magnánima o, quizá, condescendiente— que habían sido ellos quienes habían descubierto aquellas acciones. A pesar de todo, rehusé ir a tomar una copa con nadie, pero me quedé allí un buen rato, charlando e intentando averiguar lo máximo que pudiera sobre el funcionamiento de empresas como aquélla.

En mi tercera mañana en Lafayette fui el centro de atención. Pero también era innegable que me estaban sometiendo a juicio. ¿Era flor de un día —estoy seguro de que pensaban todos— o en realidad sabía qué diablos estaba haciendo?

Sin embargo, mi período de prueba duró sólo unas horas. Como había ocurrido el día anterior, no tardó en presentarse una posición con JKLS, una empresa de almacenamiento de datos, y susurré a Jay que estaba a punto de iniciar la cobertura de las acciones a su precio actual con una venta en descubierto inmediata. Jay, que había asumido calladamente el papel de segundo al mando, transmitió la información a la mesa siguiente, y en menos de un minuto toda la sala parecía estar vendiendo en descubierto las acciones de JKLS. En el transcurso de la mañana di algún consejo más, que siguieron algunos, pero no todos. No obstante, a primera hora de la tarde, cuando el precio de JKLS empezó a caer rápidamente y el rumor fue
in crescendo
, se produjo una rápida reevaluación de mis otros chivatazos y los escépticos se unieron.

Al cierre de las cuatro de la tarde, la sala era mía.

Durante los dos días posteriores, el «foso» de operaciones de Lafayette estaba abarrotado, y asistieron todos los habituales, además de algunas caras nuevas. Me ceñí a mi estrategia de venta en descubierto y dirigí una ofensiva contra una serie de acciones sobrevaloradas. Mi instinto para identificarlas parecía infalible, y era un placer verlas comportarse exactamente como yo había predicho. Al mismo tiempo, la gente me vigilaba de cerca y, obviamente, quería saber cómo lo hacía, pero como esa misma gente ganaba mucho dinero con mis recomendaciones, nadie cometía la temeridad de venir directamente a preguntar. Eso estaba bien, porque lo cierto es que no les podía dar ninguna respuesta.

No obstante, yo lo consideraba una cuestión de instinto, pero instinto informado, un instinto basado en una intensa investigación, que, por supuesto, gracias al MDT-48, llevaba a cabo con una rapidez y una exhaustividad que nunca estarían al alcance de los miembros de Lafayette.

Pero eso no bastaba para explicarlo, porque había muchos departamentos de investigación con buenos recursos y financiación, desde las salas sin ventanas de los bancos de inversión y las casas de corretaje de todo el país, atestadas de «exprimenúmeros» pálidos y anónimos barajando cifras hasta el amanecer, hasta lugares llenos de matemáticos y economistas ganadores de premios Nobel, lugares como el Santa Fe Institute y el MIT. Para tratarse de un individuo, yo procesaba una cantidad ingente de información, era cierto, pero aun así no podía competir con empresas de esa índole.

Entonces, ¿por qué?

Nada más comenzar mi segunda semana en Lafayette, intenté evaluar las diversas posibilidades. Quizá era una información de más calidad, un instinto aguzado, química cerebral o una suerte de sinergia misteriosa entre lo orgánico y lo tecnológico; pero allí, sentado a mi mesa, con la mirada perdida en la pantalla, aquellas reflexiones se unieron poco a poco para formar una abrumadora visión de la grandeza y la belleza del mercado de valores. Mientras intentaba comprenderlo, no tardé en darme cuenta de que, pese a su susceptibilidad a una metáfora predecible —era un océano, un firmamento celeste, una representación numérica de la voluntad de Dios—, el mercado de valores era algo más que eso. En su complejidad y su incesante movimiento, la red internacional de sistemas de transacciones, que permanecía en activo veinticuatro horas al día, era nada menos que un modelo de la conciencia humana en el que el mercado electrónico quizá formaba la primera versión de la humanidad en un sistema nervioso colectivo, un cerebro global. Asimismo, sea cual fuere la combinación interactiva de cables, microchips, circuitos, células, receptores y sinapsis necesaria para conseguir esa gran convergencia de banda ancha y tejido cerebral, parecía que en ese momento había dado con ella, que estaba conectado. Mi cerebro era un fractal viviente, un reflejo del todo en funcionamiento.

También era consciente de que, siempre que un individuo es el receptor de semejante revelación, dirigida sólo a él (y escrita, digamos, en el cielo nocturno, como diría Nathaniel Hawthorne), la revelación sólo puede ser el resultado de un mórbido y alterado estado mental, pero aquello era distinto, aquello era empírico, demostrable. Después de todo, al final de mi sexta jornada en Lafayette había concatenado una serie de apuestas acertadas y tenía más de un millón de dólares en mi cuenta.

Aquella noche fui a tomar algo con Jay y otros a un garito de Fulton Street. Después de mi tercera cerveza y una docena de cigarrillos, por no hablar de un torrente de batallitas de mis nuevos colegas, resolví poner algunas cosas en su sitio, realizar unos cambios que juzgaba necesarios. Decidí dar un depósito para un departamento más grande y en una zona distinta de la ciudad, quizá Gramercy Park, o incluso Brooklyn Heights. Decidí también tirar toda mi ropa y mis muebles viejos y las cosas que había acumulado, y reemplazar sólo lo que fuera absolutamente necesario. Sin embargo, mi decisión más importante fue abandonar el comercio intradía y dar el salto a un terreno de juego más grande, pasarme a la gestión de cuentas, los fondos de cobertura o los mercados globales.

Llevaba poco más de una semana en el sector, así que naturalmente no tenía ni idea de cómo iba a ejecutar semejante plan, pero cuando regresé a casa, como caído del cielo había un mensaje de Kevin Doyle en el contestador.

Clic.

Biiiip
.

«Hola Eddie. Soy Kevin. ¿De qué va eso que me han contado? Llámame».

Sin quitarme la chaqueta, cogí el teléfono y marqué su número.

—Hola.

—¿Y qué te han contado?

—En Lafayette, Eddie. Todo el mundo habla de ti.

—¿De mí?

—Sí. Da la casualidad de que hoy he comido con Carl y otros, y alguien mencionó los rumores sobre una empresa de comercio intradía de Broad Street, y a un corredor que estaba obteniendo unos resultados fenomenales. Hice algunas pesquisas después de comer y salió tu nombre.

Sonreí para mis adentros y dije:

—¿Ah, sí?

—Y, Eddie, eso no es todo. Luego he estado hablando con Carl otra vez y le he dicho lo que había descubierto. Le interesó mucho, y cuando dije que en realidad se trataba de un amigo mío me dijo que le gustaría conocerte.

—Eso es fantástico, Kevin. Me encantaría conocerlo cuando le parezca bien.

—¿Estás libre mañana por la noche?

—Sí.

Kevin hizo una pausa.

—Ya te llamaré.

Después de colgar, me senté en el sofá y miré a mi alrededor. Saldría de allí muy pronto, y no veía el momento. Imaginé un salón espacioso y elegantemente decorado en una casa de Brooklyn Heights. Me vi a mí mismo junto a una ventana en saliente, contemplando una de esas calles jalonadas de árboles por las que Melissa y yo habíamos paseado a menudo en nuestro trayecto desde Carroll Gardens hasta la ciudad en los días de verano, y en las que incluso habíamos dicho que viviríamos algún día. Cranberry Street. Orange Street. Pineapple Street.

Sonó de nuevo el teléfono. Me levanté y fui al otro lado de la habitación.

—Eddie, soy Kevin. ¿Unas copas mañana por la noche en el Orpheus Room?

—Fantástico. ¿A qué hora?

—A las ocho. Pero ¿por qué no quedamos tú y yo a las siete y media y así te pongo al día de algunas cosas?

—Claro.

Colgué el teléfono.

Mientras me encontraba allí de pie, con la mano apoyada todavía sobre el auricular, empecé a marearme y todo se oscureció por un segundo. Entonces, sin ser consciente de que me había movido —y de que me había movido hasta el otro extremo del comedor—, me descubrí extendiendo el brazo hacia el borde del sofá, buscando un punto de apoyo.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no había probado bocado en tres días.

XII

Llegué al Orpheus Room antes que Kevin. Me senté junto a la barra y pedí un agua con gas.

No sabía qué esperar de aquella reunión, pero desde luego sería interesante. Carl van Loon era uno de esos nombres que había visto en periódicos y revistas en los años ochenta, y era sinónimo de esa década y de su aplaudida devoción por la avaricia. Puede que últimamente estuviese tranquilo, a punto de jubilarse, pero, por aquel entonces, el presidente de Van Loon & Associates había estado involucrado en varios acuerdos inmobiliarios bien célebres, incluida la construcción de un gigantesco y controvertido edificio de oficinas en Manhattan. También había intervenido en importantes compras con endeudamiento, y en innumerables fusiones y adquisiciones.

A la sazón, Van Loon y su segunda mujer, la interiorista Gabby De Paganis, frecuentaban las galas benéficas y su fotografía copaba las páginas de sociedad en las revistas
New York
,
Quest
y
Town and Country
. Para mí, era miembro de esa galería de personajes de dibujos animados —al lado de gente como Al Sharpton, Leona Helmsley y John Gotti— que componían la vida pública de la época, una vida pública que todos habíamos consumido con gran voracidad a diario y luego debatido y diseccionado a la mínima provocación.

Recuerdo, por ejemplo, un día de 1985 o 1986. Yo estaba en el Caffe Vivaldi del West Village con Melissa, y ella se encaramó a su pedestal para soltar una diatriba sobre el proyecto del Edificio Van Loon. Hacía tiempo que Van Loon quería que Nueva York recuperara el título de poseedora del edificio más alto del mundo, y había propuesto una caja de cristal en el lugar que ocupaba el viejo St. Nicholas Hotel de la Calle 48. Según el diseño, tendría más de 450 metros de altura, pero tras incesantes objeciones, se quedó en unos trescientos. «¿Qué es esta mierda de los rascacielos?», dijo Melissa, sosteniendo su taza de café. ¿No lo habíamos superado ya? De acuerdo, en su día el rascacielos fue el símbolo supremo del capitalismo corporativo y del propio país, lo que Ayn Rand llamaba «el dedo de Dios» en referencia al Edificio Woolworth visto desde la bahía de Nueva York, pero ya no lo necesitábamos. Ya no necesitábamos que gente como Carl Van Loon intentara imprimir sus fantasías de adolescencia sobre la línea del horizonte de la ciudad. En cualquier caso, prosiguió, la cuestión de la altura era irrelevante, un señuelo, porque los rascacielos eran sobre todo carteleras para fabricantes de máquinas de coser, comercios, marcas de coches y periódicos. Así pues, ¿qué sería aquél? ¿Una cartelera para los dichosos bonos basura? Por Dios.

En ocasiones como aquélla, Melissa movía su taza de café con una rara elegancia, indignada pero sin derramar ni una gota, y siempre estaba preparada para reírse de sí misma si cambiaban las tornas.

—Eddie.

Siempre se calmaba de la misma manera, por animada que estuviese. Inclinaba ligeramente la cabeza hacia adelante, sorbiendo el café que quedara, y enmudecía, con mechones de cabello diáfanos tapándole parte de la cara.

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