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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (21 page)

BOOK: Sin Límites
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Cuando bajé las escaleras, calculé que llevaba casi veinticuatro horas sin dormir y que, en cualquier caso, sólo había dormido un total de seis en las setenta y dos horas previas, así que, aunque no se notara, debía de hallarme en un estado de agotamiento físico absoluto.

Era última hora de la tarde y había mucho tráfico, como aquella primera noche que salí de la coctelería de la Sexta Avenida. Fui caminando —flotando, en realidad—, en lugar de coger un taxi. Sobrenadé las calles con la vaga sensación de moverme en un entorno de realidad virtual, un paisaje en el que los colores contrastaban enormemente y la percepción de la profundidad quedaba un tanto atenuada. Cada vez que doblaba una esquina, mis movimientos parecían espasmódicos, angulares y guiados, así que, al cabo de veinticinco minutos, cuando entré en un bar de Tribeca llamado Congo, fue como si accediera a una nueva pantalla de un videojuego con unos gráficos bastante realistas. Había una larga barra de madera a la izquierda, sillas de mimbre, un altillo con baranda situado al fondo y enormes tiestos con unas plantas que llegaban hasta el techo.

Me senté junto a la barra y pedí un Bombay con tónica.

No había demasiados parroquianos, aunque, a buen seguro, no tardaría en llenarse. A mi izquierda había dos mujeres sentadas en taburetes, pero mirando en dirección opuesta a la barra, y tres hombres a su alrededor. Dos de ellos llevaban la voz cantante, y los otros bebían, fumaban y escuchaban con atención. El tema de conversación era la NBA y Michael Jordan, y los pingües beneficios que éste había generado para el baloncesto. No sé en qué momento empezó de nuevo esa suerte de cortocircuito, ese mal funcionamiento, como el de un CD rayado, pero, cuando lo hacía, perdía el control y sólo podía observar, presenciar cada segmento y cada
flash
, como si cada uno de ellos, así como el conjunto, estuvieran sucediéndole a otra persona. El primer salto fue muy abrupto y se produjo cuando me disponía a coger mi copa. Acababa de entrar en contacto con la fría y húmeda superficie del cristal cuando, de súbito y sin previo aviso, me vi al otro lado del grupo, muy cerca de una de las mujeres, una morena de unos treinta años enfundada en una minifalda verde, no excesivamente esbelta y con unos llamativos ojos azules. Mi mano izquierda revoloteaba sobre su muslo derecho y yo estaba a media frase…

—… Sí, pero no olviden que ESPN se fundó en 1979, y con diez millones de capital inicial de Getty Oil, por el amor de Dios…

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Todo. Lo cambió todo. Porque, por una astuta decisión empresarial, los jugadores de la liga universitaria se dieron a conocer de la noche a la mañana…

Por una fracción de segundo fui consciente de que uno de aquellos hombres, un tipo regordete con traje de seda, me estaba mirando. Estaba tenso y sudoroso, y no apartaba la vista de mi mano izquierda, pero entonces… clic, clic, clic… el camarero estaba delante de mí, moviendo los brazos, y me impedía ver. Tenía aspecto de irlandés, sus ojos denotaban cansancio y parecían decirme:

«Ya basta, por favor». Entretanto, detrás de él, el gordito del traje de seda se había llevado una mano a la cara, intentando contener una hemorragia nasal…

—Vete a la mierda, viejo…

—Vete a la mierda tú…

El frío aire de la noche me acariciaba el vello de la nuca cuando me alejé del camarero y salí a la calle. La mujer de la falda verde también estaba allí, al otro lado de la puerta, empujando a alguien. Dijo algo que no alcancé a oír y se dirigió rápidamente hacia el camarero, agitando los brazos, pero, un segundo después, iba agarrada a mi brazo un par de manzanas más abajo.

Luego nos encontrábamos en un cubículo, el cuarto de baño de un club nocturno o un bar, y yo me apartaba de ella. Tenía las piernas abiertas sobre un fondo cromado y unos azulejos blancos y negros. Su camisa estaba rasgada y colgaba de la taza del inodoro; la llevaba abierta, y unas perlas de sudor relucían entre sus senos. Cuando me apoyé en la puerta para abrocharme los pantalones a toda prisa, ella permaneció inmóvil, con los ojos cerrados y la cabeza oscilando rítmicamente de un lado a otro. De fondo se oía una música atronadora, así como el periódico rumor de los secadores de manos, voces estridentes y risas alocadas y, desde el cubículo contiguo, lo que parecía el chasquido de un encendedor, seguido de rápidas inhalaciones de humo…

En ese momento cerré los ojos, pero cuando los abrí al cabo de un segundo me encontraba en medio de una atestada pista de baile, abriéndome paso a codazos, gritando a la gente. Momentos después, me hallaba de nuevo en la calle, sorteando a la multitud y el denso torrente de vehículos. Poco después, creo recordar que me monté en un taxi amarillo y me hundí en la tapicería de plástico del asiento trasero, observando los carteles de neón que se extendían por toda la ciudad como hilos de chicle multicolor. También recuerdo que era incapaz de hacer caso omiso de mi mano derecha, que palpitaba de dolor por los golpes que había propinado a aquel tipo en el Congo, algo que, dicho sea de paso, me parecía increíble. Cuando me quise dar cuenta, me encontraba en el vestíbulo de un restaurante del Upper West Side, un lugar llamado Actium sobre el cual había leído algo. Me estaba inmiscuyendo en la conversación de otro grupo de desconocidos, en esta ocasión seis empleados de una galería de arte de la zona. Me presenté como Thomas Cole, un presunto coleccionista. Como antes, parecía hallarme perpetuamente a media frase:

—… y ya en 1804, el Buen Salvaje se ha convertido en el Indio Malvado. Está ahí, en
El asesinato de Jane McCrea
, de Vanderlyn, con la oscura y ondulada musculatura y el hacha del ogro, lista para golpear la cabeza de la mujer…

A buen seguro, yo estaba tan sorprendido de mis palabras como los demás, pero era incapaz de echar el freno. Sólo podía aguantarlo y observar. Entonces se produjo de nuevo aquel clic, clic, clic y, de repente, nos habíamos sentado a una mesa para cenar.

A mi izquierda tenía a un apasionado hombre con barba canosa y una americana de lino cuidadosamente arrugada. Tal vez fuera crítico de arte. A mi derecha había una mujer que parecía salida de «Berenice se corta el pelo», y cada vez que se movía asomaban protuberancias huesudas de su cuerpo. Delante de mí había un grueso latino trajeado que hablaba sin parar. Lo hacía en inglés, pero no paraba de intercalar palabras en español, y su tono era bastante despectivo. Al cabo de un rato me di cuenta de que se trataba de Rodolfo Álvarez, el aclamado pintor mexicano que se había trasladado hacía poco a Manhattan para recrear, a partir de unos cuadernos, el mural de Diego Rivera que fue destruido y que iba destinado originalmente al vestíbulo del Edificio RCA en 1933.

Hombre en la encrucijada mirando con esperanza y firmeza la elección de un futuro mejor
.

La hermosa mujer de cabello oscuro y vestido negro que estaba sentada a su izquierda era su mujer, la sensual Donatella. Había leído un artículo dedicado a ellos en
Vanity Fair
. ¿Cómo diablos había acabado con aquella gente?

—Eso es irónico —dijo el tipo de la barba canosa—. Elegir un futuro mejor.

—¿Y qué tiene de irónico? —intervine yo, suspirando con impaciencia—. Si no eliges tu futuro, ¿quién demonios lo va a hacer por ti?

—Bueno —terció Donatella Álvarez, sonriéndome desde el otro lado de la mesa—. Es el estilo de vida americano, ¿no, señor Cole?

—¿Disculpe? —dije, un tanto sorprendido.

—El tiempo —contestó pausadamente—. Para usted es una línea recta. Si mira al pasado, puede obviarlo si así lo desea. Si mira hacia el futuro, puede elegir que sea un futuro mejor. Puede elegir el alcanzar la perfección…

Donatella seguía sonriendo, y lo único que acerté a decir fue:

—¿Y?

—Para nosotros, los mexicanos —repuso deliberadamente, como si estuviera explicando algo a un niño pequeño—, el pasado, el presente y el futuro coexisten.

Yo continué mirándola, pero al instante pareció entablar conversación con otra persona.

A partir de ese momento, las cosas se volvieron más y más fragmentadas e inconexas. Lo he olvidado casi todo, excepto algunas impresiones sensoriales de gran intensidad. El extraño color y la textura de los mejillones al vino blanco, por ejemplo. Las densas volutas de humo de los puros. Gruesas y brillantes pinceladas. Creo recordar que vi cientos de tubos y pinceles alineados sobre un suelo de madera, y docenas de lienzos, algunos enrollados, otros enmarcados y apilados.

Pronto, aquellas figuras representadas, atractivas y abultadas, se entremezclaban con personas reales en un aterrador caleidoscopio, y hube de buscar un lugar donde apoyarme, pero no tardé en fijar mi atención en los profundos y terrenales ojos de Donatella Alvarez.

Acto seguido, en lo que pareció un
flash
, me descubrí recorriendo un pasillo vacío de hotel. Había estado en una habitación, de eso no cabía duda, pero no recordaba cuál, ni qué había ocurrido, ni cómo había llegado hasta allí. Entonces sobrevino otro
flash
, y ya no estaba en el pasillo del hotel, sino cruzando el puente de Brooklyn a toda prisa, al compás de algo. Pronto me di cuenta de que seguía el ritmo de los cables de suspensión que brillaban en patrones geométricos con el azul pálido del alba de fondo.

Me di la vuelta y contemplé la famosa panorámica del centro de Manhattan, sabedor de que no podía rendir cuentas de las últimas ocho horas de mi vida, pero también de que había recobrado la conciencia. Estaba alerta, tenía frío y me dolía todo. Pensé que, fuesen cuales fuesen los motivos para ir a Brooklyn, ahora se habrían atrofiado, paralizado, perdido en una configuración energética fosilizada que nunca podría ser reanimada. Así que recorrí de nuevo el puente en dirección al centro, y fui caminando —cojeando, en realidad— hasta mi casa.

XIV

Digo «cojeando» porque obviamente sufrí un esguince en el tobillo izquierdo en algún momento de la noche. Y cuando me desnudaba para darme una ducha, vi que tenía el cuerpo amoratado. Esto explicaba el dolor, o al menos en parte, pero, además de los hematomas que tenía en el pecho y las costillas, había otra cosa…, algo que parecía una quemadura de cigarrillo en el antebrazo derecho. Me pasé un dedo sobre la pequeña herida rojiza, apreté y, con un gesto de dolor, describí círculos sobre ella. Al hacerlo, me invadió una honda inquietud, un terror incipiente que se aferraba a mi plexo solar.

Pero me resistí, porque no quería pensar en ello, no quería pensar en lo que podía haber sucedido en una habitación de hotel, no quería pensar en nada. En unas horas tenía una reunión con Carl Van Loon y Hank Atwood, y lo que necesitaba por encima de todo era organizarme, concentrarme, y no un ataque de pánico.

Así que me tomé dos píldoras más, me afeité, me vestí y me puse a repasar las notas que había tomado el día anterior.

Había quedado con Van Loon en que me presentaría en su oficina de la Calle 48 hacia las diez de la mañana. Comentaríamos la situación, cotejaríamos notas y quizá idearíamos un plan provisional. Luego comeríamos con Hank Atwood.

En el taxi, de camino a la Calle 48, intenté concentrarme en los vericuetos de la financiación empresarial, pero me horrorizaba lo ocurrido y el grado de temeridad del que era capaz.

¿Un desvanecimiento de ocho horas? ¿No sería una advertencia?

Pero entonces recordé que años atrás había vomitado sangre en un lavabo y que, inmediatamente después, volví al salón para reunirme con el pequeño montón de material que había en el centro de la mesa, y con los cigarrillos, el vodka y la elástica, maleable e incomprensible conversación…

Y, veinte minutos después, sucedió otra vez. Y otra.

Así que… Obviamente no.

Me apeé del taxi en la Calle 47 y fui caminando el resto del trayecto hasta el Edificio Van Loon. Cuando llegué al vestíbulo, había conseguido mitigar la cojera. Me recibió la ayudante personal de Van Loon, y me condujo a unas espaciosas oficinas de la planta 62. Me di cuenta de que el diseño —en los pasillos y en la enorme zona de recepción— era una amalgama impecable aunque un tanto desconcertante de tradición y modernidad, de abigarramiento y sencillez, una suntuosa y perfecta fusión de caoba, ébano, mármol, acero, cromo y cristal. Esto daba a la empresa una pátina de augusta y venerable institución y, a la vez, de pequeño negocio de primera línea, cuyo personal, debo decir, era quince años más joven que yo. No obstante, tuve la agradable sensación de que no se me escapaba nada, de que estaba preparado para el reto, de que la estructura corporativa de un lugar como aquél era delicada y fina como una telaraña y cedería a la más leve presión.

Pero cuando me senté en la recepción, bajo un enorme logotipo de Van Loon & Associates, mi estado de ánimo cambió de nuevo, se asomó un poco más al abismo, y me asaltaron la inquietud y las dudas.

¿Cómo había acabado yo allí?

¿Cómo podía estar trabajando para un banco privado de inversión?

¿Por qué llevaba traje? ¿Quién era yo?

Ni siquiera estoy seguro de conocer ahora la respuesta a estas preguntas. De hecho, hace unos momentos, en el lavabo del Northview Motor Lodge, al mirarme en el espejo que colgaba sobre el sucio lavamanos, mientras el rumor y el traqueteo ocasional de la máquina para hacer hielo penetraba las paredes y mi cráneo, intenté avistar algún rastro del individuo que había empezado a cristalizar a partir de aquella masa de impulsos y contraimpulsos químicos, a partir de aquella irresistible oleada de actividad. En las arrugas de mi rostro busqué también algún indicio del individuo en el que podría haberme convertido —un pez gordo, un destructor, un descendiente espiritual de Jay Gould—, pero lo único que había en mi reflejo, lo único que reconocía, sin ninguna señal de lo que podía depararme el futuro, era yo, aquella cara que había afeitado mil veces.

Esperé en la recepción casi media hora, contemplando lo que me pareció un Goya original en la pared de enfrente. La recepcionista era sumamente amigable y me obsequió alguna que otra sonrisa. Cuando llegó por fin Van Loon, cruzó el vestíbulo con una expresión de alegría. Me dio una palmada en la espalda y me invitó a acompañarlo a su despacho, que era del tamaño de medio Rhode Island.

—Lamento el retraso, Eddie, pero vengo del extranjero.

Después de hojear algunos documentos que tenía sobre la mesa, me contó que había llegado directamente desde Tokio con su nuevo Gulfstream V.

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