Sin Límites (19 page)

Read Sin Límites Online

Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

BOOK: Sin Límites
5.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hola, papá.

Van Loon miró en derredor con cierta confusión. Obviamente no esperaba que hubiese nadie allí. Al otro extremo de la sala, frente a una pared llena de libros encuadernados en piel, había una joven apenas visible que sostenía un gran volumen con las dos manos.

—Oh —dijo Van Loon, y después se aclaró la garganta—. Saluda al señor Spinola, Cariño.

—Hola, señor Spinola, Cariño.

La voz era suave pero rotunda.

Van Loon chasqueó la lengua en un gesto de desaprobación.

—Ginny.

Me apetecía decir a Van Loon: «No pasa nada, no me importa que su hija me llame “Cariño”. De hecho, incluso me gusta».

La segunda carga erótica de la noche la motivó Virginia Van Loon, la hija de Carl, que tenía diecinueve años. En sus días más jóvenes y vulnerables, «Ginny» había frecuentado bastante las portadas de los periódicos sensacionalistas por consumo de drogas y por su mal gusto con los novios. Era la única descendiente de Van Loon, que la había tenido con su segunda esposa, y no tardó en volver al redil ante las amenazas de ser desheredada. O eso contaban las malas lenguas.

—Ginny —dijo Van Loon—, tengo que ir a buscar una cosa al despacho. ¿Te importa entretener al señor Spinola en mi ausencia?

—Claro, papá.

Van Loon se volvió hacia mí y dijo:

—Quiero que eches un vistazo a unos archivos.

Yo asentí, pero no tenía ni idea de qué estaba hablando.

Entonces desapareció y me quedé allí, mirando a su hija en la penumbra de la sala.

—¿Qué lees? —dije, intentando no recordar la última vez que había formulado esa pregunta.

—No leo exactamente. Estoy buscando una cosa en estos libros que papá compró a montones cuando se trasladó aquí.

Me acerqué al centro de la biblioteca para poder verla con más claridad. Llevaba el pelo rubio y corto, y zapatillas de deporte, vaqueros y una camiseta rosa sin mangas que le dejaba la barriga al descubierto. En el ombligo lucía un pequeño aro de oro que a veces brillaba al moverse.

—¿Qué estás buscando?

Ginny se apoyó en la librería con estudiada dejadez, pero el efecto quedó afeado porque intentaba mantener el enorme libro abierto y equilibrado en sus manos.

—La etimología de la palabra «feroz».

—Ya veo.

—Sí, mi madre me acaba de decir que tengo un temperamento feroz, y es verdad, así que, no sé, para relajarme se me ha ocurrido venir aquí y consultar este diccionario etimológico. —Ginny levantó el libro un instante, como si fuese una prueba en un tribunal—. Es una palabra extraña, ¿no cree?
Feroz
.

—¿Ya lo has encontrado? —dije señalando el diccionario.

—No, me he entretenido con «furcia».

—«Feroz» significa literalmente «agresivo» —dije, sorteando el sofá más grande para acercarme todavía más a ella—. Viene de la palabra latina
ferus
, que significa «fiero» o «salvaje».

Ginny Van Loon me miró un segundo y cerró el libro de golpe.

—No está mal, señor Spinola, no está mal —dijo, intentando contener una sonrisa. Después, mientras intentaba colocar de nuevo el diccionario en la estantería que tenía detrás, añadió—: No es un hombre de negocios de esos que conoce papá ¿no?

Medité la respuesta un segundo.

—No lo sé. Quizá sí. Ya veremos.

Ginny se volvió hacia mí y, en el corto silencio que se impuso, me di cuenta de que me estaba mirando de arriba abajo. De repente, me sentí incómodo, y deseé haberme comprado otro traje. Llevaba aquél desde hacía unos días y empezaba a darme vergüenza.

—Sí, pero no es uno de los habituales, ¿verdad? —Hizo una pausa—. Y no…

—¿Qué?

—No parece muy cómodo así vestido. Observé mi traje e intenté pensar algo que decir, pero no pude.

—¿Y qué hace usted para papá? ¿Qué servicio le proporciona?

—¿Quién dice que proporciono algún servicio?

—Carl Van Loon no tiene amigos, señor Spinola, tiene gente que hace cosas para él. ¿Qué hace usted?

Curiosamente, nada de aquello me pareció estirado ni detestable. Para ser una muchacha de diecinueve años demostraba una confianza en sí misma abrumadora, y me sentí obligado a decir la verdad.

—Soy corredor de bolsa, y últimamente me ha ido muy bien. Así que estoy aquí, creo, para ofrecer a tu padre algunos… consejos.

Ginny arqueó las cejas, abrió los brazos e hizo una pequeña reverencia, como si dijera
«voilà».

Sonreí. Ella volvió a apoyarse en la librería y observó:

—No me gusta la Bolsa.

—¿Y eso?

—Porque es una cosa muy poco interesante que domina la vida de muchas personas.

Arqueé las cejas.

—La gente ya no tiene camellos ni psicoanalistas, tiene brokeres. Al menos si te colocas o te sometes a un psicoanálisis, el sujeto eres tú. Eres tú quien se destruye o encuentra soluciones, pero jugar en los mercados es como rendirse a un gran sistema impersonal. Tan sólo genera y luego alimenta… la avaricia…

—Yo…

—No me refiero a su avaricia en particular. Es igual que la de los demás. ¿Alguna vez ha estado en Las Vegas, señor Spinola? ¿Ha visto esas salas enormes con hileras e hileras de máquinas tragamonedas? Hectáreas enteras. Creo que, ahora mismo, el mercado de valores es así. Gente triste y desesperada que se planta delante de las máquinas soñando con forrarse.

—Eso es muy fácil de decir para ti.

—Tal vez, pero eso no significa que sea mentira.

Cuando intentaba formular una respuesta, se abrió la puerta y entró Van Loon.

—Bueno, Eddie, ¿te ha distraído?

Van Loon se dirigió a paso rápido hacia una mesa de centro situada frente a uno de los sofás y dejó encima una gruesa carpeta llena de papeles.

—Sí —dije, y me volví inmediatamente hacia ella—. ¿Y a qué te dedicas… últimamente?

—«Últimamente» —repitió, sonriendo—. Muy diplomático. Bueno, últimamente supongo que soy una… ¿celebridad en fase de recuperación?

—Bueno cariño —intervino Van Loon—. Ya es suficiente. Pírate. Tenemos negocios que hacer.

—«¿Pírate?» —repuso Ginny levantando las cejas con aire inquisitivo—. Me gusta esa palabra.

—Hummm —musité, fingiendo una profunda reflexión—, yo diría que la palabra «pirarse» es muy probablemente… de origen desconocido.

Ginny pensó en ello durante unos momentos y, al pasar junto a mí de camino hacia la puerta, susurró:

—Un poco como usted, señor Spinola… cariño.

—Ginny.

La chica me miró otra vez, haciendo caso omiso de su padre, y se fue.

Meneando la cabeza en un signo de exasperación, Van Loon miró hacia la puerta de la biblioteca para asegurarse de que su hija la había cerrado bien. Cogió la carpeta de la mesa y dijo que sería franco conmigo. Había oído hablar de mis trucos de circo en Lafayette y no le convencían demasiado, pero ahora que había tenido la oportunidad de conocerme en persona y hablar, estaba dispuesto a admitir que sentía más curiosidad. Me entregó la carpeta.

—Quiero tu opinión sobre esto, Eddie. Llévate la carpeta a casa, lee los archivos, tómate tu tiempo. Dime si consideras interesantes algunas de esas acciones.

Hojeé la carpeta mientras Van Loon hablaba y vi extensas secciones de densa tipografía, llena de páginas interminables de tablas y gráficas.

—Huelga decir que todo este material es estrictamente confidencial.

Asentí. Él hizo lo propio, y añadió:

—¿Puedo ofrecerte una copa? Me temo que el ama de llaves no ha venido y Gabby está de mal humor, así que la cena será ridícula. —Hizo una pausa, como si intentara solventar el dilema, pero se rindió rápidamente—. Que le den —dijo—, he comido mucho. —Entonces me miró, esperando una respuesta a su primera pregunta.

—Un whisky está bien.

—Claro.

Van Loon se dirigió a un mueble bar que había en un rincón de la sala y siguió hablando mientras servía dos vasos de whisky escocés.

—No sé quién eres, Eddie, o de qué vas, pero estoy seguro de una cosa: tú no trabajas en este negocio. Conozco todos los movimientos y, de momento, tú no pareces conocer ninguno, pero eso me gusta. Trato con licenciados en económicas cada día de la semana, y no sé por qué pero todos llevan esa pinta de escuela de negocios. Son vanidosos y a la vez están aterrorizados, y estoy harto. —Hizo una pausa—. Lo que quiero decir con esto es que me da igual cuál sea tu formación, o si lo más cerca que has estado de un banco de inversión es la sección de negocios del
New York Times
. Lo importante —se dio la vuelta con un vaso en cada mano, y se señaló con ambas a la tripa— es que tienes fuego ahí dentro, y si encima eres inteligente, nada se interpondrá en tu camino.

Van Loon se acercó y me tendió uno de los whiskies. Dejé la carpeta encima del sofá y cogí el vaso. Él alzó el suyo. Entonces sonó un teléfono.

—Mierda.

Mi anfitrión dejó el vaso sobre la mesa y volvió en la misma dirección en la que había venido. El teléfono descansaba sobre un escritorio antiguo situado junto al mueble bar. Lo cogió y dijo:

—Sí, de acuerdo. Sí. Sí. Pásamelo.

Cubrió el auricular con una mano, se volvió hacia mí y se disculpó:

—Tengo que atender esta llamada, Eddie. Pero siéntate. Tómate tu copa. Sonreí.

—No tardaré.

Cuando Van Loon se volvió de nuevo y empezó a hablar con un suave murmullo, di un trago al whisky y tomé asiento en el sofá. Me alegré de aquella interrupción, pero no supe por qué, al menos durante unos segundos. Entonces caí en la cuenta: necesitaba tiempo para pensar en Ginny Van Loon y en su pequeña diatriba sobre el mercado de valores, y en lo mucho que me recordaba a los argumentos de Melissa. Me pareció que, pese a las obvias diferencias que había entre ellas, ambas compartían algo, una férrea inteligencia, así como un estilo discursivo inspirado en el misil de rastreo calorífico. Al referirse en una ocasión a su padre como «Carl Van Loon», por ejemplo, pero todas las demás como «papá», Ginny no sólo había escenificado un sofisticado distanciamiento, sino que también lo había retratado como un hombre estúpido, vano y solitario. Y, por extensión, así me sentía yo también.

Me dije a mí mismo que podía ignorar los comentarios de Ginny, considerarlos el nihilismo barato y facilón de una adolescente demasiado culta, pero, si eso era cierto, ¿por qué me molestaban tanto?

Saqué el pequeño recipiente de plástico del bolsillo interior de la chaqueta, lo abrí y vertí una píldora en la palma de mi mano. Cerciorándome de que Van Loon estaba de espaldas, me la metí en la boca y la engullí con un buen trago de whisky. Luego cogí la carpeta, la abrí por la primera página y empecé a leer.

Los archivos contenían información de referencia sobre una serie de pequeñas y medianas empresas, desde grandes cadenas hasta compañías de informática, ingeniería aeroespacial y biotecnología. El material era denso y variado, e incluía perfiles de todos los consejeros delegados, además de otros empleados destacados. El análisis técnico de la oscilación de precios se remontaba a hacía más de cinco años, y leí acerca de máximos, mínimos y puntos de resistencia, conceptos que unas semanas antes me habrían parecido un batiburrillo incomprensible, Mogadon para la vista.

Pero ¿qué quería exactamente Carl Van Loon? ¿Pretendía que le contara obviedades, que le dijera que, por ejemplo, Laraby, la empresa de almacenamiento de datos con sede en Texas, cuyas acciones se habían incrementado un 20.000 por ciento en los últimos cinco años, era una buena inversión a largo plazo? ¿O que Watsoris, la cadena de tiendas británica, que acababa de registrar sus peores pérdidas y cuyo consejero delegado, sir Colin Bird, había sufrido mermas similares en Isla Mutual, una venerable aseguradora escocesa, no lo era? ¿De verdad recurriría Van Loon a mí, un redactor autónomo, para que le recomendara qué acciones debía comprar o vender? Difícilmente, pensé. Pero, si no se trataba de eso, ¿qué quería?

Al cabo de un cuarto de hora, Van Loon cubrió de nuevo el teléfono con la mano y dijo:

—Lamento tardar tanto, Eddie, pero es importante.

Con un gesto le indiqué que no se preocupara, y levanté la carpeta para confirmar que estaba felizmente ocupado. Él retomó su suave murmullo y yo volví a los archivos. Cuanto más leía, más sencillo y simple me resultaba todo. Me estaba poniendo a prueba. Para Van Loon, yo era un neófito con fuego en el estómago y una verborrea incontrolable y, por tanto, cabía la posibilidad de que aquella cantidad de información me pareciera un tanto intimidatoria. Era imposible que supiese que, en mi estado actual, ni siquiera me suponía un esfuerzo. En cualquier caso, decidí dividir los archivos en tres categorías a modo de distracción: las birrias, las empresas de alto rendimiento y las que no podían clasificar en ninguna de las otras dos.

Transcurrieron otros quince minutos antes de que Van Loon colgara por fin el teléfono y viniese a recuperar su copa. La sostuvo en alto, como antes, e hicimos un brindis. Tuve la impresión de que le costaba contener la risa. Una parte de mí quería preguntarle con quién hablaba por teléfono, pero no me pareció apropiado. La otra quería formularle una interminable serie de preguntas sobre su hija, pero tampoco parecía el mejor momento para hacerlo. Nunca lo sería, por supuesto.

Van Loon miró la carpeta.

—¿Has podido echar un vistazo a todo eso?

—Sí, señor Van Loon. Es interesante.

Se tomó casi toda la copa de una tacada, dejó el vaso sobre la mesa y se sentó al otro lado del sofá.

—¿Alguna impresión inicial?

Dije que sí, me aclaré la voz y le solté el rollo de que tenía que eliminar a las birrias y las empresas de alto rendimiento. Entonces recité una breve lista que había confeccionado con cuatro o cinco empresas que ofrecían un verdadero potencial de inversión. Recomendé especialmente que comprara acciones de Janex, una compañía de biotecnología instalada en California, pero no basándose en su comportamiento en el pasado, sino en lo que describí atropelladamente como «su contundente estrategia para embarcarse en litigios de propiedad intelectual a fin de proteger su creciente cartera de patentes». También le recomendé que adquiriera acciones de BEA, el gigante francés de la ingeniería, porque la empresa parecía estar a punto de desprenderse de todos sus departamentos, salvo el de fibra óptica. Respaldé mis argumentos con datos y citas relevantes, entre ellas las transcripciones de un litigio en el que participó Janex. Van Loon me miraba con permanente curiosidad, y no se me ocurrió hasta que me aproximaba al final de mi discurso que quizá se debiera a que no había consultado la carpeta y había hablado de memoria en todo momento.

Other books

Freedom Stone by Jeffrey Kluger
Lakota Renegade by Baker, Madeline
Bending the Rules by Ali Parker
Wild in the Moment by Jennifer Greene
Wife Me Bad Boy by Chance Carter
Aching to Exhale by Debra Kayn