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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (32 page)

BOOK: Sin Límites
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El discurso de Geisler era lento y deliberado. Tenía voz de actor. También me dio la impresión de que nunca había mencionado el asunto a nadie. Su relato sobre los primeros días del MDT era mucho más completo que el de Melissa, pero coincidía en lo fundamental. En su caso, había recibido la oferta de Vernon, y fue incapaz de resistirse. Tras un par de dosis de 15 miligramos había memorizado el texto completo de
Macbeth,
lo cual intimidó a los actores y al equipo. Durante los ensayos había consumido unas doce pastillas, con un promedio de tres por semana. Las píldoras no estaban marcadas, pero el socio de Vernon, un tal Todd, lo acompañó un día y le explicó cuál era la dosis adecuada, su composición y cómo funcionaba. Ese tal Todd también le había preguntado a Geisler cómo estaba respondiendo a la droga y si había experimentado algún efecto secundario. Geisler respondió que no.

Dos semanas antes del estreno, y sometido a una intensa presión, Geisler sacó lo que tenía en el banco e incrementó su dosis a seis pastillas por semana.

—Casi una al día —dijo.

Quería preguntarle más cosas sobre Todd y las dosis de MDT, pero vi que a Geisler le costaba mucho concentrarse y no quería que perdiese el hilo.

—Entonces, unos días antes del estreno, ocurrió. Mi vida se vino abajo. De un martes a un viernes, todo se desmoronó.

Hasta ese momento, Geisler había tenido las manos debajo de la mesa. No le di importancia, pero cuando alzó la mano derecha para coger la taza, advertí un leve temblor. Al principio creí que podía tratarse de un síntoma de alcoholismo, un temblor matinal, pero cuando lo vi inclinarse, agarrando la taza para no derramar el café, me di cuenta de que probablemente sufría alguna afección neuronal. Dejó de nuevo la taza con sumo cuidado e inició el laborioso proceso de encender un cigarrillo. Lo hizo en silencio, sin comentar la dificultad que ello le suponía. Geisler sabía que le estaba observando, y la situación se convirtió en una especie de actuación.

—Estaba sometido a mucha presión. Ensayaba catorce o quince horas diarias, pero, cuando quise darme cuenta, sobrevenían aquellos períodos de amnesia. —Asentí—. Durante horas, perdía la noción de lo que estaba haciendo.

Apenas podía contenerme, y no cesaba de decirle:

—Sí, sí, continúe, continúe.

—Todavía no sé qué hice exactamente durante esos… desvanecimientos, por llamarlos de alguna manera. Lo que sí sé es que entre el martes y el viernes de esa semana, y a consecuencia de mis actos, me dejó la que era mi novia desde hacía diez años, se canceló la producción de
Macbeth
y me echaron del piso. Además, atropellé a una niña de once años en Columbus Avenue y estuvo a punto de morir.

—Dios mío.

El corazón me latía a toda velocidad.

—Fui a ver a Vernon para intentar averiguar qué me estaba pasando, y al principio no quiso saber nada. Estaba asustado, pero luego se puso en contacto con Todd y nos reunimos. Todd era el técnico. Trabajaba para una empresa farmacéutica. Nunca llegué a conocer sus tejemanejes, pero pronto supe que Todd robaba el material del laboratorio en el que trabajaba y Vernon era sólo el que daba la cara. También me enteré de que Vernon había mezclado un lote de pastillas y me había estado vendiendo dosis de 30 miligramos en lugar de 15, lo cual significaba que había aumentado drásticamente el consumo sin que yo lo supiera. Le conté a Todd lo ocurrido y me dijo que debía combinar el MDT con algo más, otra droga, alguna sustancia que contrarrestara los efectos secundarios. Así llamaba él a los desvanecimientos: efectos secundarios. Pero le dije que no pensaba tomar nada más, que quería dejarlo y volver a la normalidad. Le pregunté si podía hacerlo, si podía dejarlo de golpe, si habría otros efectos secundarios, y me dijo que no lo sabía, que él no era la FDA, pero que, como había estado tomando una dosis tan elevada, no me recomendaba dejarlo de golpe. Me dijo que tal vez debiera reducir la ingesta de manera gradual. —Asentí—. Y eso es lo que hice. Pero no sistemáticamente. No seguí ningún procedimiento clínico conocido.

—¿Y qué pasó?

—Estuve bien unos días, pero entonces empezó esto —levantó las manos—, y luego experimenté insomnio, náuseas, infecciones de pulmón y senos, pérdida de apetito, diarreas, boca seca, disfunción eréctil…

Levantó de nuevo las manos, esta vez en un gesto de desesperación.

No sabía qué decirle y guardamos silencio unos momentos. Todavía buscaba respuesta a mis dos primeras preguntas, pero tampoco quería parecer insensible.

Al cabo de un momento, Geisler dijo:

—El único culpable de todo esto soy yo. Nadie me obligó a tomar MDT. —Meneó la cabeza y continuó—. Pero supongo que fui un conejillo de indias, porque me encontré con Vernon un año después y me dijo que habían solucionado los problemas con las dosis, que había que ajustarla individualmente, personalizarla, decía. —De repente, parecía colérico—. Incluso me aconsejó que lo intentara otra vez, pero lo mandé a la mierda.

Asentí en un gesto de comprensión.

También esperé que dijera algo más. Cuando vi que no era así, intervine.

—¿Conoce el apellido del tal Todd o algo sobre él? ¿Para qué empresa trabajaba?

Geisler meneó la cabeza.

—Sólo lo he visto dos o tres veces. Era muy circunspecto, muy cuidadoso. Vernon y él trabajaban juntos, pero, desde luego, Todd era el cerebro.

Jugueteé con el paquete de Camel que tenía sobre la mesa, junto a la taza de café.

—Una pregunta más —dije—. Cuando Todd le comentó que debía combinar el MDT con otra droga para contrarrestar los efectos secundarios y la pérdida de memoria, ¿le dijo de qué droga se trataba?

—Sí.

Me dio un vuelco el corazón. —¿De cuál?

—Lo recuerdo muy bien, porque no dejaba de insistir en que eso solucionaría el problema, que lo había averiguado. Era un producto llamado Dexeron. Es un antihistamínico y se utiliza para tratar ciertas alergias. Contiene un agente que reacciona con un complejo específico de receptores del cerebro y, según él, eso evitaría los desvanecimientos. No sé cómo funcionaba exactamente. No recuerdo los detalles. Creo que en aquel momento no lo entendí. Pero al parecer lo puedes conseguir sin receta.

—¿No lo ha tomado nunca?

—No.

—Comprendo.

Asentí, como si estuviese meditando sus palabras, pero lo único que quería era largarme de allí lo antes posible e ir a una farmacia.

—Cuando Janine me dejó y me echaron de la compañía —continuó Geisler—, intenté recoger los pedazos, pero no era tan sencillo, porque, por supuesto…

Me terminé el café e intenté desesperadamente formular una estrategia de salida. Aunque lo sentía por Geisler y me horrorizaba lo que le había ocurrido, no necesitaba oír aquella parte de la historia. Pero tampoco podía levantarme e irme, así que acabé fumándome dos cigarrillos más antes de armarme de valor y decirle que tenía que marcharme.

Le di las gracias y le dije que pagaría al salir. Me miró como diciendo: «Vamos, siéntate. Fúmate otro cigarrillo, tómate un café», pero un segundo después agitó la mano en un ademán de desprecio y dijo:

—Está bien, vete de aquí. Y buena suerte, supongo.

Encontré una farmacia en la Séptima Avenida, cerca del bar, y compré dos cajas de Dexeron. Luego me fui a casa en taxi.

Una vez allí, fui directo al armario del dormitorio y saqué las pastillas de MDT. No estaba seguro de cuántas tomar, y deliberé un buen rato. Al final decidí tomar tres. Era mi última oportunidad. O tenía éxito o fracasaba.

Entré en la cocina y me serví un vaso de agua. Tragué las tres pastillas de una tacada y las aderecé con dos de Dexeron. Después, me senté en el sofá y esperé.

Al cabo de dos horas, los compactos volvían a estar ordenados alfabéticamente. Tampoco había cajas de pizza por todas partes, ni latas de cerveza vacías, ni calcetines sucios. Abrillanté hasta el último palmo de casa… Todo estaba reluciente.

Cuarta parte
XXII

Durante el fin de semana mantuve esta nueva dosis y controlé mis progresos de manera bastante exhaustiva. Decidí no moverme de casa por si algo salía mal. Pero no ocurrió nada. No hubo clics, ni saltos ni
flashes
, y parecía que el Dexeron funcionaba, fuese cual fuese su composición. Eso no significaba que estuviese a salvo, o que no fuese a producirse otro desvanecimiento, pero era agradable estar de vuelta. De pronto me sentía seguro, con la mente despejada, y era un hervidero de ideas y energía. Si el Dexeron seguía surtiendo efecto, se abría ante mí, adoquín a adoquín, el sendero de mi futuro, y lo único que debía hacer era transitarlo sin distracciones. Me pondría al tanto del material de MCL y Abraxas, y arreglaría las cosas con Carl Van Loon. Volvería a las transacciones bursátiles, ganaría un poco de dinero y me trasladaría al Edificio Celestial. A la postre, me desligaría de gente como Van Loon y Hank Atwood y fundaría una estructura de negocio independiente: Corporación Spinola…, Sistemas Spinola…, Edinversión…, lo que fuese.

No podía quitarme a Ginny Van Loon de la cabeza mientras pensaba en todo esto, e intenté ubicarla en algún punto adecuado del camino. Sin embargo, Ginny se resistía —o se resistía la idea que me había formado de ella—, y cuanta más resistencia oponía, más inquieto me sentía. Al final, aparqué estos sentimientos, los compartimenté y me centré en el material de MCL-Abraxas.

Leí todos los documentos, y me sorprendió no haber sido capaz de entenderlos antes. Desde luego no era el material más fascinante del mundo, pero era relativamente sencillo. Repasé el modelo de precios de Black-Scholes y calculé las proyecciones con el ordenador. Allané cualquier dificultad existente, incluida la discrepancia en la tercera opción que me había hecho notar Van Loon aquel día en su despacho.

Además de realizar cien abdominales cada mañana y cada noche, durante el fin de semana volví a consumir muchos noticiarios. Leí los periódicos en Internet y vi los mejores programas de actualidad por televisión. Apenas hubo mención a la investigación del asesinato de Donatella Álvarez, al margen de un breve llamamiento a posibles testigos, lo cual probablemente significaba que la policía no había encontrado ninguna pista sobre Thomas Cole y se agarraba a un clavo ardiendo.

La cobertura de la historia de México fue abundante. Se habían producido varios ataques de relevancia contra turistas y ciudadanos estadounidenses, sobre todo empresarios que vivían en Ciudad de México. Un directivo había sido asesinado y otros dos fueron secuestrados y se hallaban en paradero desconocido. Esos incidentes se relacionaban directamente con el debate sobre política exterior que mantenía la prensa, en el que se utilizaba habitualmente la palabra «invasión». Lo que todavía no se había inoculado en la mentalidad ciudadana, pese a los argumentos sobre la seguridad para los estadounidenses, por no hablar de la expropiación de inversiones extranjeras por parte de México, era un razonamiento para una posible invasión, pero desde luego estaban trabajando en ello.

También estudié el comportamiento de los mercados desde la caída de las acciones del sector tecnológico el martes anterior, y realicé algunas pesquisas para el lunes siguiente, que era cuando planeaba reactivar mi cuenta de Klondike.

El domingo por la noche estaba inquieto y decidí salir un rato. Cuando sentí la cálida brisa y eché a andar me di cuenta de lo mucho que había mejorado mi estado. Ahora percibía físicamente el MDT, un hormigueo en las extremidades y la cabeza, pero no me sentía intoxicado. Había asumido un pleno control de mis facultades. Me sentía más fuerte, más despierto, más agudo.

Visité diversos bares, tomé agua con gas y hablé toda la noche. Allá donde fuera, sólo necesitaba unos minutos para entablar conversación con alguien y unos pocos más para formar un círculo de curiosos a mi alrededor, personas aparentemente fascinadas por mis palabras. Hablaba de política, de historia, de béisbol, de música o de cualquier tema que surgiera. También se me acercaban mujeres, e incluso algunos hombres, pero no mostraba ningún interés sexual en aquellas personas y esquivaba sus acercamientos elevando la intensidad de cualquier discusión en la que estuviéramos participando. Soy consciente de que al decir esto puedo resultar detestable y manipulador, pero en ese momento no lo parecía, y a medida que avanzaba la noche y ellos se emborrachaban más, o estaban más colocados, y al final empezaban a retirarse, me sentía más animado y, francamente, como una especie de dios menor.

Llegué a casa hacia las siete y media de la mañana, y acto seguido me puse a ojear las páginas web de economía. Había retirado todos los fondos de la cuenta Klondike al firmar con Lafayette, excepto el depósito, que hube de conservar para mantenerla abierta. Me alegraba de haberlo hecho, pero cuando empecé a trabajar de nuevo, me di cuenta de que echaba de menos la compañía de otros brokeres y el ambiente de una «sala». No obstante, era sorprendente lo rápido que había recuperado la confianza para realizar grandes transacciones y correr riesgos considerables, y el martes por la tarde, cuando llamó Gennadi, ya había ingresado unos 25.000 dólares en mi cuenta.

Me había olvidado de Gennadi, y estaba ideando una complicada estrategia comercial para el día siguiente cuando se produjo la llamada. Mi optimismo era notable y no quería problemas, así que le dije que tendría las diez píldoras preparadas para el viernes. Quiso saber si las podía conseguir antes. Un tanto irritado por la pregunta, respondí que no, y que le vería el viernes por la mañana. No sabía cómo iba a lidiar con la situación de Gennadi. Podía convertirse en un problema muy grave, y aunque no tenía más opción que darle las diez píldoras esta vez, no me gustaba la idea de que anduviera por ahí, probablemente tramando su ascenso en el organigrama de la Organizatsiya, y posiblemente tramando también algo contra mí. Tenía que idear un plan, y rápido.

El miércoles salí a comprar un par de trajes. No había comido y hacía cientos de abdominales, así que había perdido un poco de peso en los últimos cinco días, y pensé que por fin había llegado el momento de insuflar vida nueva a mi ropero. Compré dos trajes de lana de Hugo Boss, uno gris oscuro y el otro azul marino. También me agencié camisas de algodón, corbatas de seda, pañuelos, calzoncillos, calcetines y zapatos.

Sentado en el taxi de vuelta a casa, rodeado de posmodernas bolsas perfumadas, me sentía pletórico, preparado para todo, pero cuando llegué al tercer piso de mi edificio, experimenté de nuevo aquella sensación de ahogo que me producía el MDT, como si me faltara espacio. Mi piso, dicho llanamente, era demasiado pequeño, y tendría que resolver ese contratiempo.

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