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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (35 page)

BOOK: Sin Límites
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—¿Adónde?

Ahora llegaba la parte difícil. Cuando supiera adónde me trasladaba, no se contentaría con el acuerdo al que habíamos llegado. En aquel momento ya había satisfecho todo el préstamo, así que nuestro pacto consistía en que le facilitara doce pastillas de MDT a la semana. Tampoco quería seguir adelante con aquello, pero habría discrepancias sobre la naturaleza de los cambios que pudiéramos introducir.

—Está al oeste, en la Duodécima Avenida.

Gennadi dio otra patada a una caja.

—¿Cuándo te vas?

—A principios de la semana que viene.

La decoración y los muebles no estaban listos, pero tenía ducha, líneas telefónicas y cable, y como no me importaba encargar comida una temporada, además de que estaba deseando largarme de la Calle 10, pretendía que el traslado se produjera lo antes posible.

Ahora Gennadi espiraba por la nariz.

—Mira —le dije—, tienes mi número de la Seguridad Social y los datos de mi tarjeta de crédito. No me vas a perder la pista. Además, estaré al otro lado de la ciudad.

—¿Crees que me preocupa perderte la pista? —Hizo un ademán de desprecio con la mano—. Estoy cansado de esto… —Señaló al suelo—. De venir aquí. Lo único que quiero es conocer a tu proveedor. Quiero comprar esta mierda a granel.

—Lo siento, Gennadi, pero eso es imposible.

El ruso se quedó quieto un momento, pero entonces embistió y me dio un puñetazo en el pecho. Caí de espaldas encima de una caja de libros y me golpeé la cabeza contra el suelo.

Tardé un poco en incorporarme. Luego me froté la cabeza, miré en derredor, perplejo, y me puse en pie. Pensé en decirle cien cosas, pero no me tomé la molestia de hacerlo.

Había perdido los estribos.

—Vamos, ¿dónde están?

Fui hacia la mesa tambaleándome y saqué las pastillas de un cajón. Volví hacia él y se las entregué. Tomó una y vertió el resto en su pastillero de plata. Cuando terminó, arrojó el envase de plástico que le había dado y se guardó el pastillero en el bolsillo delantero de la americana.

—No deberías tomar más de una al día —dije.

—No lo hago. —Miró su reloj y suspiró impaciente—. Tengo prisa. Anótame la nueva dirección.

Fui de nuevo al escritorio, masajeándome todavía la nuca. Cuando encontré un bolígrafo y un trozo de papel, acaricié la idea de darle una dirección falsa, pero me di cuenta de que no serviría de nada. Tenía todos mis datos.

—Vamos. Tengo una reunión en quince minutos.

Escribí la dirección y le di el trozo de papel.

—¿Una reunión? —pregunté con cierto sarcasmo.

—Sí —repuso sin captar la ironía—. Estoy creando una empresa de importación y exportación. O intentándolo. Pero hay un montón de leyes y regulaciones en este país. ¿Tú sabes la mierda que tienes que aguantar para conseguir una licencia?

Meneé la cabeza y le pregunté:

—¿Qué vas a importar o exportar?

Gennadi hizo una pausa, se inclinó hacia adelante y susurró:

—No lo sé… Cosas.

—¿«Cosas»?

—Eh, ¿qué quieres? Estoy trabajando en una estafa complicada. ¿Crees que voy a contarle algo a un soplagaitas como tú?

Me encogí de hombros.

—De acuerdo, Eddie —añadió—. Escúchame. Te doy de plazo hasta la semana que viene. Fija una hora con esa persona y nos reuniremos. Te pagaré una comisión. Pero como me jodas, te arranco el corazón con las dos manos y lo frío en una sartén. ¿Me entiendes?

—Sí.

Su puño salió de la nada, como un torpedo, y aterrizó en mi plexo solar. Me doblé de dolor y retrocedí, esquivando por poco la caja de libros.

—Lo siento. ¿Has dicho que sí? Ha sido un error por mi parte.

Lo oí reírse a carcajadas mientras bajaba por las escaleras.

Cuando pude respirar con normalidad, me tumbé en el sofá y miré al techo. Hacía tiempo que la personalidad de Gennadi amenazaba con descontrolarse. Tendría que hacer algo al respecto, y pronto, porque en cuanto viera el piso del Celestial estaría atado de pies y manos. Sería demasiado tarde. Querría entrar. Lo querría todo. Lo echaría todo a perder.

Sin embargo, cuando pude meditar las cosas con más detenimiento, llegué a la conclusión de que la verdadera crisis no era Gennadi. La verdadera crisis era que mi suministro de MDT se acababa con una rapidez alarmante. Durante el último mes lo había consumido varias veces por semana, de manera indiscriminada, sin molestarme siquiera en contar las pastillas que restaban, dejándolo para la siguiente ocasión. Pero nunca lo hacía. Nunca encontraba el momento. Estaba demasiado ocupado, demasiado obcecado con el incesante tamborileo que escuchaba en mi cabeza, el acuerdo de MCL y Abraxas, el Edificio Celestial, Ginny Van Loon…

Fui al dormitorio y abrí el armario, saqué el sobre marrón y vacié el contenido sobre la cama para contar las pastillas. Quedaban sólo unas 250. Con aquel ritmo de consumo y el suministro habitual de Gennadi, habrían desaparecido en un par de meses. Aunque eliminara a Gennadi de la ecuación, ganaría sólo unas semanas. Unas semanas…, unos meses… ¿Qué diferencia había?

Aquélla era la verdadera crisis que afrontaba, y al final todo se reducía, una vez más, a la pequeña agenda negra de Vernon. Entre aquellos nombres y números de teléfono tenía que haber alguien que supiera algo del MDT, de sus orígenes y del funcionamiento de las dosis, y quizá cómo conseguir una nueva línea de suministro. Porque si deseaba tener alguna posibilidad de cumplir aquel gran destino inesperado que se abría ante mí, debía solucionar esos problemas, uno o ambos, dosis y suministro, y solucionarlos ya.

Saqué la agenda y la releí otra vez. Utilizando un bolígrafo rojo, taché los números que ya había probado. En un papel aparte confeccioné una nueva lista de varios números a los que no había llamado. El primero era el de Deke Tauber. Era reacio a llamarlo porque imaginaba que no tendría muchas posibilidades de acceder a él. En los años ochenta había sido vendedor de bonos, un
yuppie
de Wall Street, pero se había reconvertido y era el esquivo líder de una secta de autoayuda llamada Dekedelia.

No obstante, cuanto más pensaba en ello, más sentido tenía llamarlo. Por extraño y huidizo que se hubiese vuelto, sabría quién era yo. Conocía a Melissa. Podía recordarle los viejos tiempos.

Marqué su número y esperé.

—Oficina del señor Tauber.

—Hola, ¿podría hablar con el señor Tauber, por favor?

Hubo una pausa sospechosa.

Mierda.

—¿Quién le llama?

—Eh… Dígale que soy un viejo amigo, Eddie Spinola.

Silencio al otro lado de la línea.

—¿Cómo ha conseguido este número?

—No creo que sea asunto suyo. Y ahora, ¿puedo hablar con el señor Tauber, por favor?

Colgó. No me gustaba que la gente me colgara, pero sabía que probablemente seguiría ocurriendo.

Miré la lista de números.

¿Quién es?

¿Qué quiere?

¿De dónde ha sacado este número?

La idea de repasar de nuevo la lista y tachar todos los números uno tras otro era desmoralizadora, así que decidí persistir un poco con Tauber. Visité la página web de Dekedelia y leí acerca de los cursos que ofrecían y la selección de libros y videos que vendían. Todo parecía muy comercial, y estaba concebido para atraer a nuevos reclutas.

Navegué un rato por la Red y encontré vínculos a una serie de páginas. Había un directorio de religiones marginales, una red de concienciación llamada CultWatch, varias organizaciones de «padres preocupados» y otras webs consagradas a temas como el control mental y la «ayuda a la rehabilitación». Acabé en la página de un asesor cualificado en materia de sectas residente en Seattle, una persona que hacía quince años había perdido a su hijo a manos de un grupo denominado Shining Venusians. Puesto que había mencionado Dekedelia en su página, decidí buscar su número y llamarlo. Hablamos unos minutos y, si bien no me fue de gran ayuda, me facilitó el número de un grupo de padres de Nueva York. Después hablé con el secretario del grupo, un padre preocupado y manifiestamente desequilibrado, que a su vez me proporcionó el nombre de una agencia privada que estaba investigando a Dekedelia por encargo de algunos miembros de la asociación. Tras varios intentos y muchas argucias, conseguí hablar con Kenny Sánchez, uno de los empleados de la agencia.

Le dije que disponía de cierta información sobre Deke Tauber que podía serle de interés, pero que se la daría a cambio de más información. Al principio procedió con reservas, pero al final aceptó citarse conmigo en la pista de patinaje de Rockefeller Plaza.

Dos horas después deambulábamos arriba y abajo por la Calle 47. Luego nos dirigimos a la Sexta Avenida, pasando por el Radio City Music Hall, y pusimos rumbo a Central Park South.

Kenny Sánchez era bajo y barrigudo, y llevaba un traje marrón. Aunque era serio y circunspecto en lo profesional, empezó a relajarse al cabo de diez minutos e incluso parecía tener ganas de hablar. Exagerando un poco, le conté que había sido amigo de Deke Tauber en los años ochenta, pero que habíamos perdido el contacto. Aquello pareció fascinarle y me hizo unas cuantas preguntas. Al responderlas sin tapujos, di la impresión de que estaba dispuesto a compartir cualquier dato que tuviese, lo cual significaba que cuando empecé a formular mis dudas ya me lo había ganado.

—El principio básico de esta secta, Eddie —me dijo con un tono confidencial—, es que cada individuo debe huir de la disfunción inherente de la matriz familiar y, atención a esto, recrearse a sí mismo independientemente en un entorno alternativo. —Se detuvo un momento y se encogió de hombros, como si pretendiera distanciarse de lo que acababa de decir. Luego reemprendió la marcha—. Cuando empezó, Dekedelia no era ni más ni menos escamosa que tantos otros grupos similares. Ya sabe, conferencias, sesiones de medicación y boletines informativos. Como todas las demás, también proyectaba un aura de misticismo barato de segunda mano, pero las cosas cambiaron con bastante rapidez y, de pronto, el líder de este movimiento espiritual, entre comillas, producía libros y videos de gran éxito.

De vez en cuando miraba a Kenny Sánchez de soslayo. Era una persona elocuente y tenía todo aquello grabado en su mente, pero también me pareció que estaba ansioso por demostrarme que dominaba la materia.

—Los problemas empezaron poco después. Varias personas, siempre jóvenes, normalmente atrapadas en trabajos sin futuro, parecieron desaparecer en el seno de la secta. Pero no había nada ilegal en ello, porque los miembros siempre procuraban escribir cartas de despedida a sus familiares, y de ese modo… —levantó el dedo índice de la mano derecha—, impedían muy inteligentemente cualquier investigación policial por la desaparición.

Se estaba concentrando en tres casos concretos, dijo, personas jóvenes que habían desaparecido en el último año, y me dio algunos detalles sobre cada una de ellas, cosas que no necesitaba oír.

—¿Y cómo se están desarrollando ahora sus investigaciones? —pregunté.

—Eh… Me temo que no muy bien. —No quería decir aquello, pero no parecía tener alternativa. Entonces añadió, para compensar—: Pero parece estar ocurriendo algo extraño. Desde hace un par de semanas corren rumores de que Deke Tauber ha caído enfermo. No se le ha visto, no ha dado conferencias ni ha asistido a ninguna firma de libros. No hay manera de localizarlo. Está incomunicado.

—Hummm.

Me pareció que había llegado el momento de mostrar mis cartas.

Le conté que tenía motivos para creer que Deke Tauber estaba consumiendo una extraña y adictiva droga de diseño, y que si estaba enfermo quizá se debiera a que el único proveedor conocido de la droga había desaparecido recientemente y había dejado plantados a todos sus clientes, por así decirlo. Por supuesto, Kenny Sánchez mostró mucho interés en aquello, pero no le ofrecí más detalles y al momento le expuse lo que necesitaba, que era información sobre un socio de Tauber, un tal Todd. Le dije que, si me ayudaba, le pasaría cualquier dato que averiguase sobre el tema de la droga.

Al tratar de impresionarme, Kenny Sánchez había perdido un poco el norte profesional, pero aun así expuso de manera convincente que no podía revelar a terceras personas información que hubiese recabado en el transcurso de una investigación.

—¿Información sobre un socio de Tauber? No sé, Eddie, no será fácil. Estamos atados por normas de confidencialidad… —hizo una pausa—, y la ética… y demás…

Me detuve en la esquina de la Sexta Avenida con Central Park South y me volví hacia él, mirándolo directamente a los ojos.

—¿Cómo consigue usted la información, Kenny? Es una mercancía, como cualquier otra cosa, ¿no? Una divisa. Esto sería un mero intercambio…

—Supongo…

—¿Qué son las fuentes, al fin y al cabo?

—Sí, pero…

—Ha de ser algo recíproco, desde luego.

Insistí hasta que finalmente aceptó ayudarme. Me dijo que vería lo que podía hacer, y agregó, avergonzado, que si lo intentaba seguramente podría acceder a los archivos telefónicos de Tauber.

Pasé el fin de semana embalando el resto de mis pertenencias y trasladándolas al Celestial. Conocí a Richie, el jefe de recepción. Visité algunas exposiciones de muebles y di un vistazo a lo último en aparatos de cocina y equipos de entretenimiento doméstico. Compré una colección de Dickens que quería desde hacía una eternidad. También aprendí español, otra vieja cuenta pendiente, y leí
Cien años de soledad.

Kenny Sánchez me llamó el lunes por la mañana. Me preguntó si podíamos reunimos, y propuso una cafetería de Columbus Avenue a la altura de la Calle 8o. Iba a oponerme y sugerir algo más cerca del centro, pero no lo hice. Si eso de reunirse en lugares públicos, como pistas de patinaje y cafeterías, era una manía propia del investigadorcillo privado, no pasaba nada. Realicé unas cuantas llamadas antes de salir. Quedé con mi casero de la Calle 10 para entregarle las llaves. Intenté citarme sin éxito con el tipo que había de embaldosarme el cuarto de baño. También hablé con la secretaria de Van Loon y programé un par de reuniones a media tarde.

Después bajé hasta la Primera Avenida y cogí un taxi.

Eso fue el pasado lunes por la mañana.

Ahora, envuelto en la fantasmagórica quietud de esta habitación del Northview Motor Lodge, me parece increíble que eso fuera hace sólo cinco días. Igual de increíble, habida cuenta de todo lo ocurrido desde entonces, eran mis actividades: organizar reuniones de negocios, preocuparme por las baldosas de un lavabo, o tomar medidas que me parecían prudentes para solucionar la situación del MDT.

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