Sin Límites (39 page)

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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

BOOK: Sin Límites
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Transcurrieron un par de minutos sin que pudiera hacer nada. Todavía notaba el corazón fuera de su sitio, como si estuviese a punto de detenerse. Me temblaban las manos. Apoyado en la pared, miré la alfombra. Sus colores parecían latir y los dibujos cobrar vida.

A la postre me incorporé y fui hacia los ascensores, pero seguía temblándome la mano cuando pulsé el botón de bajada.

Cuando entré en la sala de conferencias había llegado mucha gente y la atmósfera era frenética. Fui hacia la parte delantera, donde se había reunido el personal de MCL, que charlaba animadamente.

De repente, oí a Van Loon acercándose desde atrás.

—Eddie, ¿dónde estabas?

Me di la vuelta. Su expresión era de sorpresa.

—Dios mío, Eddie, ¿qué ha pasado? Parece…, parece que hayas visto…

—¿Un fantasma?

—Pues sí.

—Esto me estresa un poco, Carl, eso es todo. Necesito un poco de tiempo.

—Eddie, tómatelo con calma. Si alguien se ha ganado un descanso, ese eres tú. —Cerró el puño y lo levantó en un gesto de solidaridad—. De momento ya hemos cumplido nuestra labor, ¿verdad?

Asentí.

Entonces, un asistente se llevó a Van Loon para que hablara con alguien que se encontraba al otro lado del estrado.

Durante dos horas floté en una especie de neblina semiconsciente. Me moví y hablé con algunos asistentes, pero no recuerdo ninguna conversación en concreto. Todo parecía coreografiado y automático.

Cuando dio comienzo la rueda de prensa, me encontraba al frente de la sala, detrás de la gente de Abraxas, que estaba sentada a la mesa situada a la derecha del estrado. En la parte posterior, sobre un mar de trescientas cabezas, se agolpaba una multitud de periodistas, fotógrafos y cámaras. El acto se retransmitía en directo por varios canales, además de una conexión por Internet y vía satélite. Cuando Hank Atwood subió al estrado, se escuchó una ráfaga de cámaras fotográficas, que continuó ininterrumpidamente hasta que terminó la rueda de prensa, y de manera intermitente durante el turno de preguntas y respuestas posterior. No escuché con atención ninguno de los discursos, algunos de los cuales había coescrito, pero reconocí alguna que otra frase y expresión, si bien la incesante reiteración de términos como «futuro», «transformar» y «oportunidad» sólo acrecentaban la sensación de irrealidad que me causaba cuanto sucedía a mi alrededor.

Justo cuando Dan Bloom terminaba en el estrado, sonó mi teléfono móvil. Lo saqué rápidamente del bolsillo de la americana y respondí.

—Hola. ¿Es usted… Eddie Spinola?

Apenas oía nada.

—Sí.

—Soy Dave Morgenthaler, de Boston. He recibido su mensaje de esta mañana.

Me tapé la otra oreja.

—Espere un segundo.

Me moví a la izquierda por el lateral de la sala y franqueé una puerta que conducía a una zona tranquila del atrio.

—¿Señor Morgenthaler?

—Sí.

—¿Cuándo podemos vernos?

—Pero ¿quién es? Estoy ocupado. ¿Por qué iba a perder el tiempo reuniéndome con usted?

Le expuse la historia tan brevemente como pude; un fármaco potente, no contrastado y potencialmente letal de los laboratorios a los que se iba a enfrentar en un tribunal. No ofrecí demasiados detalles ni describí los efectos del medicamento.

—Nada de lo que ha dicho me convence —respondió—. ¿Cómo sé yo que no es un chiflado? ¿Cómo sé yo que no se está inventando toda esa mierda?

En aquella zona del atrio la luz era tenue y cerca de mí sólo había dos ancianos enfrascados en una conversación. Estaban sentados a una mesa junto a unas palmeras enormes. A mi espalda, oía el eco de las voces que llegaba desde la sala de conferencias.

—Uno no se puede inventar algo como el MDT, señor Morgenthaler. Esto es real, créame.

Hubo una pausa bastante larga y luego dijo:

—¿Qué?

—He dicho que uno no puede…

—No, el nombre. ¿Qué nombre ha dicho?

No debería haberlo mencionado.

—Bueno, eso es…

—MDT… Ha dicho MDT. —Se detectaba cierta urgencia en su voz—. ¿Qué es eso, una droga inteligente?

Vacilé antes de agregar nada. Sabía qué era, o al menos sabía algo al respecto. Y sin duda quería saber más.

—¿Cuándo podemos vernos?

Esta vez no tardó en responder.

—Puedo tomar un vuelo a primera hora de la mañana. ¿Quedamos… a las diez?

—De acuerdo.

—En un lugar al aire libre. ¿La Calle 59? ¿Delante de la Grand Army Plaza?

—Bien.

—Soy alto y…

—He visto su foto en Internet.

—Perfecto. Nos vemos mañana por la mañana, entonces.

Colgué el teléfono y regresé a la sala de conferencias. En ese momento, Atwood y Bloom ocupaban el estrado y estaban atendiendo preguntas. Todavía me era difícil concentrarme en lo que acontecía, porque aquel pequeño incidente de la planta 15 —alucinación, visión o lo que fuese— seguía vivo en mi mente y bloqueaba todo lo demás. No sabía qué había ocurrido aquella noche entre Donatella Álvarez y yo, pero sospechaba que, como una manifestación de culpabilidad e incertidumbre, era sólo la punta de un enorme iceberg.

Una vez concluido el turno de preguntas y respuestas, la multitud empezó a dispersarse, pero entonces el lugar se tornó más caótico que nunca. Periodistas de
Business Week
y
Time
merodeaban en busca de gente a la que sonsacar algún comentario, y los directivos se felicitaban entre risas. En un momento dado, Hank Atwood pasó junto a mí y me dio una palmadita en la espalda. Entonces se dio la vuelta y, con el brazo extendido, me señaló.

—El futuro, Eddie, el futuro.

Esbocé una media sonrisa y Atwood desapareció.

La gente de Van Loon & Associates propuso ir a cenar a algún sitio para celebrarlo, pero la idea se me antojaba insoportable. Con los avatares del día, había desarrollado los posibles desencadenantes de un ataque de ansiedad, y no quería cometer ninguna estupidez que precipitara uno.

Sin mediar palabra, abandoné la sala de conferencias. Crucé el atrio y el vestíbulo y salí del hotel. La noche era calurosa, y el aire denso a causa del rumor sordo de la ciudad. Fui a la Quinta Avenida y me detuve a los pies de la Torre Trump, contemplando las tres manzanas que faltaban para llegar a la Calle 59, la Grand Army Plaza y la esquina de Central Park. ¿Por qué me había citado Dave Morgenthaler en un lugar al aire libre?

Miré en dirección opuesta al reguero del tráfico y las líneas paralelas que describían los edificios, enfocando hacia un punto de fuga invisible.

Eché a andar en esa dirección. Pensé que Van Loon quizá intentaría contactar conmigo, de modo que apagué el teléfono móvil. Mantuve el rumbo por la Quinta Avenida, y al final llegué a la Calle 34. Cuando hube recorrido unas manzanas me hallaba en mi supuesto nuevo barrio. ¿Cuál era? ¿Chelsea? ¿El Distrito de la Moda? ¿Quién sabía a esas alturas?

Hice un alto en un sucio bar de la Décima Avenida. Me senté junto a la barra y pedí un Jack Daniel's. El local estaba prácticamente vacío. El camarero me sirvió la copa y volvió a ver la televisión. Estaba adosada a lo alto de una pared, justo encima de la puerta del lavabo de hombres, y emitían una telecomedia.

A los cinco minutos, durante los cuales se rió sólo una vez, el camarero cogió el control remoto y empezó a hacer
zapping.
Me pareció ver el logotipo de MCL-Parnassus y dije:

—Espere, déjeme ver esto.

Cambió de canal de nuevo y me miró, apuntando todavía con el control al televisor. Era un boletín informativo con imágenes de la rueda de prensa. —Déjelo un minuto —añadí.

—Primero era un segundo, y ahora un minuto —repuso con impaciencia.

—Sólo esta noticia, ¿de acuerdo? Gracias.

Dejó el control sobre la barra y levantó las manos.

Dan Bloom estaba sobre el estrado, y mientras la voz en
off
describía la envergadura e importancia de la fusión, la cámara se desviaba ligeramente hacia la derecha para abarcar a todos los directivos de Abraxas sentados a la mesa. Al fondo se veía claramente el logo de la empresa, pero no era eso lo único que se apreciaba. Había varias personas de pie, y una de ellas era yo. Cuando la cámara se desplazó de izquierda a derecha, yo lo hice en sentido inverso y desaparecí. Pero en esos escasos segundos se me veía claramente, como en una rueda de reconocimiento policial: mi rostro, mis ojos, mi corbata azul y mi traje gris marengo.

El camarero me miró. Se había percatado de algo. Luego volvió a mirar la pantalla, pero ya habían devuelto la conexión al estudio. Me miró de nuevo con una expresión estúpida. Alcé el vaso y me terminé el whisky de un trago.

—Ya puede cambiar de canal —dije. Luego dejé un billete de veinte sobre la barra, me levanté del taburete y me fui.

XXVI

A la mañana siguiente fui en taxi a la Calle 59, y de camino ensayé mi discurso para Dave Morgenthaler. A fin de despertar su interés y ganar tiempo, tendría que prometerle que le facilitaría un poco de MDT para probarlo. Entonces estaría en posición de citarme con algún empleado de Eiben-Chemcorp. También esperaba que, al hablar con Morgenthaler, podría hacerme una idea de quién era el contacto idóneo en Eiben-Chemcorp. Llegué a la Grand Army Plaza cuando faltaban diez minutos para la hora acordada y di un paseo, observando de vez en cuanto el hotel. Para mí, Van Loon y la fusión ya eran cosa del pasado, al menos de momento.

A las diez y cinco un taxi se detuvo junto al bordillo y se apeó un hombre alto y delgado de poco más de cincuenta años. Lo reconocí de inmediato por las fotos que había visto en varios artículos colgados en Internet. Me dirigí hacia él y, aunque me vio acercarme, buscó en derredor algún posible candidato. Entonces me miró de nuevo.

—¿Spinola? —dijo.

Asentí, tendiéndole la mano.

—Gracias por venir.

—Espero que haya valido la pena.

Tenía el cabello negro como el azabache y llevaba unas gafas de sol de montura gruesa. Parecía cansado y daba la sensación de sentirse avergonzado. Iba enfundado en un traje oscuro cubierto con un impermeable. El cielo estaba encapotado y soplaba viento. Estaba a punto de proponer que fuéramos a una cafetería, o incluso al Oak Room, que estaba muy cerca de allí, pero Morgenthaler tenía otros planes.

—Venga, vámonos —exhortó y echó a andar hacia el parque. Yo dudé, pero le seguí.

—¿Un paseo por el parque? —pregunté.

Morgenthaler asintió, pero no dijo nada ni me miró.

Caminando al trote, descendimos la escalinata que daba al parque, bordeamos el estanque, pasamos junto a la pista de patinaje Wollman y llegamos a Sheep Meadow. Morgenthaler eligió un banco y nos sentamos de cara a los edificios que rodean Central Park South. Estábamos a la intemperie y el viento resultaba incómodo, pero no era momento de protestar.

Morgenthaler se volvió hacia mí y dijo:

—Muy bien, ¿de qué se trata todo esto?

—Como le he dicho, del MDT.

—¿Qué sabe del MDT y dónde ha oído hablar de él?

Era muy directo, y obviamente pretendía interrogarme como si de un testigo se tratara. Decidí que le seguiría el juego hasta tenerlo arrinconado. Por mi modo de responder a sus preguntas le dejé entrever varias ideas cruciales. La primera era que sabía de lo que hablaba. Describí los efectos del MDT con una minuciosidad casi clínica. Ello le fascinó y me hizo preguntas pertinentes, confirmando así que él también sabía de lo que estaba hablando, al menos en lo que al MDT se refería. Le hice saber que podía proporcionarle los nombres de docenas de personas que habían consumido la sustancia, la habían dejado y ahora sufrían graves síndromes de abstinencia. Existían casos suficientes para determinar un patrón claro. Le dije que podía proporcionarle nombres de personas que habían tomado MDT y habían fallecido. Por último, le dije que podía facilitarle muestras de la droga para efectuar un análisis.

Llegados a este punto, percibí cierta agitación en Morgenthaler. Lo que le había contado podía ser dinamita si lo presentaba ante un tribunal, pero, por supuesto, no le había dado detalles. Si se iba ahora, no tendría más que una buena historia, y ahí era precisamente donde yo le quería.

—¿Y qué más? —dijo—. ¿Cómo procedemos? —Y añadió, con un leve atisbo de desprecio en su voz—: ¿Qué interés tiene usted en todo esto?

Hice una pausa y miré alrededor. Había gente practicando
footing,
otros paseando al perro y otros empujando cochecitos. Tenía que mantener su interés sin darle nada, todavía no. También tenía que averiguar qué pensaba él.

—Ya llegaremos a eso —dije, parafraseando a Kenny Sánchez—, pero primero cuénteme cómo supo de la existencia del MDT.

Cruzó las piernas y los brazos y se recostó en el banco.

—Por casualidad —respondió—. Durante mi investigación sobre el desarrollo y los ensayos de la Triburbazina.

Yo esperaba más, pero eso parecía ser todo.

—Mire, señor Morgenthaler, yo he respondido a sus preguntas. Demostremos un poco de confianza mutua en este asunto.

Suspiró, incapaz de disimular su impaciencia.

—De acuerdo —dijo, asumiendo el papel de un testigo experto—. Al tomar declaraciones en el caso de la Triburbazina, hablé con muchos empleados y ex empleados de Eiben-Chemcorp. Cuando describían los procesos de los ensayos clínicos, era natural que citaran ejemplos para establecer paralelismos con otros fármacos.

Se inclinó de nuevo hacia adelante. Le incomodaba aquella situación.

—En ese contexto, varias personas se refirieron a una serie de ensayos que se habían llevado a cabo con un antidepresivo a principios de los años setenta, un medicamento cuyos resultados fueron desastrosos. El responsable de la administración de esos ensayos fue el doctor Raoul Fursten. Llevaba en el departamento de investigación de la empresa desde finales de los años cincuenta y había trabajado en ensayos con LSD. Según decían, ese nuevo fármaco potenciaba la capacidad cognitiva, al menos hasta cierto punto, y en aquel momento Fursten no dejaba de insistir en las esperanzas que tenía puestas en él. Hablaba de la política de la conciencia, de los mejores y los más brillantes, de mirar al futuro y esas chorradas. Recuerde que estábamos a principios de los años setenta, que en realidad seguían siendo los sesenta.

Morgenthaler suspiró de nuevo, y pareció desinflarse al hacerlo. Después adoptó una postura más cómoda.

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