Por encima se oía el zumbido de los coches que hacían la rueda alrededor del tumulto, como aves de rapiña avizorando su presa, mientras los altavoces lanzaban al aire la voz de Siskin, exhortando ardientemente a los defensores. Les recordaba a los policías y a los civiles que el
Simulacron-3
era la mayor y más grande invención de la raza humana, la cual sería destruida si se dejaban vencer por los atacantes.
Las descargas paralizantes barrían a las fuerzas atacantes, que venían a reemplazar a los caídos. Y mientras observaba el despliegue de aquellas fuerzas, veía nuevos aerobuses que se posaban sobre la retaguardia para facilitar refuerzos.
El edificio de Reactions a su vez, refulgía con los estallidos de los proyectiles que no podía atajar el contraataque.
Vernon Carr se movía nervioso frente a la pantalla de televisión gesticulando de un modo agresivo:
—¡Lo conseguiremos, Avery! —gritaba.
Collingsworth y yo nos limitamos a mirarnos, sirviendo nuestro mutuo silencio de puente de comunicación.
De todos modos, no me interesaba en absoluto aquella contienda. No es porque no fuera la batalla más crucial jamás habida. Pues lo era. Se trataba de la existencia de un mundo entero —de un universo simuelectrónico— ya que si los encuestadores ganaban y destruían el simulador de Fuller, el operador de aquella Suprema Realidad se sentiría satisfecho y dejaría sobrevivir su creación.
Pero, tal vez porque las prendas en juego eran tan importantes me sentí incapaz de continuar observando aquella batalla. O quizás era porque sabía, que en aquellas circunstancias, el operador haría un acoplamiento inmediato entre él y Avery. Y lo que ocurriera entonces no podía ser más que el final de ambos.
Me acerqué a la puerta, todavía abierta tras la irrupción de Carr, y salí al pasillo.
Sumido en un mar de confusiones y temores pulsé el botón para llamar el ascensor.
Salí a la calle, y me dirigí hacia la explanada de aparcamientos. Atravesé un sector del edificio donde había un grupo de gente apiñada alrededor de un televisor público, donde se desplegaba un auténtico panorama de violencia perfectamente captado por las cámaras situadas sobre el edificio de Reactions. Pero apenas lo miré. No quería saber cuál era la situación del combate.
A media manzana del aparcamiento me detuve ante un
psychorama
. Miré casi sin ver a los vocingleros situados en la puerta, que con sus alabanzas del espectáculo que se podía ver en el interior trataban de atraer a los paseantes para poder admirar al «más famoso poeticastro de nuestro Tiempo... Ragir Rojasta».
El empleado con uniforme llamaba a los transeúntes:
—¡Vamos, amigos! La sesión matinal acaba de empezar.
Mi mente era un laberinto tortuoso, llena, transida de pensamientos horribles. Tenía que hallar un medio de despojarme de aquellas ideas para poder decidir lo que tenía que hacer en aquel momento... si es que había algo a hacer. El echar a correr no tenía objeto alguno. No había lugar donde poder esconderse. Se me podía acoplar y desprogramar
en cualquier sitio
. Por tanto decidí pagar mi entrada y entrar en el local.
Me situé en el primer asiento libre que encontré en el tercio circular de asientos y miré con indiferencia hacia el estrado central que daba vueltas.
Ragir Rojasta estaba sentado, embutido en su resplandeciente túnica oriental, y con un turbante adornando su cabeza. Los brazos cruzados, mientras que la rotación de la plataforma le hacía mostrarse constantemente frente al auditorio.
No tenía que cerrar los ojos para verme transportado ante la esencia conceptualizada de la poesía de Rojasta. A mi alrededor, como si no estuviera en un
psychorama
, pude sentir el murmullo del agua y apreciar su humedad, estimé la desolación de la soledad y la inmensidad de las profundidades submarinas.
Después, se produjo la transición brusca y violenta, de la humedad a la más agobiante sequía, de la soledad aplastante, al más reconfortante sentido de confraternización, de la aridez al verdor de las campiñas.
Tan hipnótica era la proyección de Rojasta que me vi absorbido irresistiblemente en el espíritu de su lectura. Y reconocí el extracto:
De entre muchas
Una joya del más puro resplandor sereno
La oscuridad de los abismos insondables
Del océano soporta
De entre muchas
Una flor, nacida para no ser nunca admirada.
Consume su dulzura bajo el aire del desierto.
Evidentemente, era la
Elegía
, de Gray.
Y de pronto estábamos mirando la profunda vegetación de que flaqueaba uno de los canales de Marte. Las aguas discurrían ante la sempiterna presencia de miles de...
Poco después terminó todo y las luces principales inundaron el recinto de
Psychorama
. Una pantalla de televisión de cuatro caras descendió sobre el centro de la plataforma, dando al poco cada uno de los lados una imagen nítida de la actividad que se desarrollaba en Reactions Inc.
Parecía que se había restablecido un poco el orden. Los encuestadores caían a docenas bajo el fuego de efectos paralizadores que les descargaban desde lo alto del edificio.
Las tropas federales habían entrado en acción. Se hallaban sobre el tejado. Eran traídos a cientos por los aerobuses del Ejército.
La ARM había perdido.
El operador había perdido.
El Mundo Supremo había fracasado en su último desesperado intento por destruir el simulador de Fuller dentro de los límites de un sistema racional.
Yo sabía lo que eso significaba.
Había que desprogramar, destruir, aniquilar, reducir a la nada al mundo entero, para que un nuevo sistema de complejo simuelectrónico se pudiera programar de nuevo.
Continué sentado sumido en mis preocupaciones. ¿Se llevaría a efecto inmediatamente la desprogramación universal? ¿O tendría que consultar el operador primeramente a un grupo especial de consejeros, o ante una mesa redonda de directores?
Al menos, me consolé a mí mismo, no tenía que preocuparme más por verme obligado a desaparecer individualmente, o a ser escrutado a través de un acoplamiento. Si había que vaciar cada circuito, yo no haría más que ir con todos los demás.
Y entonces, en el mismo momento en que me convencí a mí mismo de que ya no era yo un candidato para un tratamiento especial por parte del operador, ocurrió todo.
Los detalles visuales del
Psychorama se
hicieron borrosos, y el tercio de asientos que había a mí alrededor se alargó, se contrajo, y se retorció ante mis ojos. Me retorcí sobre mí mismo, y traté de salir de aquel lugar. El oleaje que parecía azotar mis oídos, se convirtió en un zumbido atronador que gradualmente fue reduciendo su intensidad para convertirse en una especie de risa arrolladora.
Me quedé recostado sobre la pared, incapaz de dar un solo paso, y convencido de que en aquel momento el operador trataba de obtener el máximo de información sondeando en mi mente. Y la risa, como un componente de un acoplamiento irracional, se convirtió en algo parecido al repiqueteo de un timbal agudo en mi cabeza, llena de sarcasmo y sadismo.
Después se fue y mi mente quedó liberada.
Salí a la calle, y al momento, un coche, con emblemas pintados sobre los lados, tomó tierra en la calle, precisamente frente a mí.
—¡Ahí está! —gritó el chófer uniformado.
Se produjo una descarga de efectos paralizantes, que podía haber sido mortal por su intensidad, pero que pasó por encima de mi hombro, arañando cemento de la pared donde fue a dar.
Di media vuelta y me volví a meter en el local.
—¡Alto, Hall! —me gritó alguien—. ¡Está usted arrestado por el asesinato de Fuller!
¿Habría sido este último acontecimiento motivado por Siskin? ¿Había decidido por fin abandonar los lazos de seguridad que había tendido sobre mí? ¿O acaso era esto un resultado de la programación del operador? ¿Se estaba quizá recreando en los medios convencionales de apoderarse y disponer de mí, independientemente de que tendría que desprogramar pronto a todo el complejo simuelectrónico?
Dos disparos más sonaron tras de mí, en el momento en que me internaba en el
psychorama
.
Di un rodeo rápido alrededor de las butacas, y me escabullí por una salida posterior yendo a parar a la explanada de aparcamiento. Al cabo de unos segundos estaba en mí coche, elevándome alto, muy alto, a toda velocidad.
No tenía ningún sitio a dónde ir, excepto mi cabaña en el lago. Era factible que pudiera estar a salvo allí, al menos de momento, si es que en verdad era un lugar adecuado para esconderse.
No me cabía la menor duda, mientras descendía con mi coche hacia un claro del bosquecillo de abetos de donde continué la marcha hasta esconderlo en el garaje, de que la policía tenía órdenes estrictas de tirar a matar. Si verdaderamente actuaban de acuerdo con la presión ejercida por las riendas de Siskin, mis temores eran ciertos.
Pero al menos aquí en el bosque, tenía una oportunidad de esconderme.
Por otra parte, si el operador estaba persiguiendo su propio propósito de eliminarme, independientemente de la acción de la policía, no podía seguir más que una de las dos vertientes:
O bien me hacía desaparecer de repente, sin advertencia alguna... en cuyo caso nada podía hacer en contra.
O bien enviaría a su agente para que se hiciera cargo del trabajo
físicamente
, para dar la apariencia de un suicidio o de una muerte accidental.
Y eso precisamente es lo que había estado deseando durante tanto tiempo: enfrentarme cara a cara con la Unidad de Contacto. En ese momento se le haría salir de su anonimato. Tendría que descubrirse y dar la cara en la soledad del bosque.
Entré en la cabaña y cogí uno de los rifles paralizadores que me pareció más oportuno.
Me cercioré de que estaba cargado y de que funcionaba perfectamente bien, y lo dejé en el lugar que creí más a mi alcance en todo momento. De todos modos mi intención no era matar al agente del operador inmediatamente. Al menos hasta que hubiera hablado con él y me hubiera sugerido un plan de acción.
Anduve un poco por la habitación escrutándolo todo, volví a coger el arma, y me senté al lado de la ventana, dejando el rifle descansar sobre mis piernas.
La única cosa que me inquietaba en aquellos momentos era la razón por la cual no se hacía desde el operador de la Suprema Realidad, desaparecer mi mundo en un solo instante. No podía hallar la razón por la que estuvieran esperando.
Y así permanecí durante horas, no perturbando la quietud de aquellos parajes, más que el movimiento furtivo de vez en cuando, de alguna alimaña salvaje, saltando entre la maleza del bosque o el suave murmullo de las olas al estrellarse contra el acantilado rocoso.
Poco después de la caída del sol, entré en la cocina y abrí una bolsa de raciones de campaña. Temeroso de encender las luces, me senté de nuevo junto a una de las ventanas, y me alimenté de un modo casi mecánico.
Era casi de noche cuando entré en la salita, descorrí las cortinas, y me dispuse a informarme de las noticias televisivas de la tarde. Puse el volumen de voz en lo que casi era un susurro.
En la pantalla apareció un desorden general y ruinoso de una calle que inmediatamente reconocí como la ocupada por Reaction Inc. Casi en un primer plano se veían tropas federales en el exterior del edificio, mientras que el comentarista deploraba «la sangre vertida y la violencia que habían sido el tributo a aquel día horrible».
—Pero —continuó— estos motines no hacen más que hacer resaltar más si cabe la empresa de Horace P. Siskin en las noticias de esta tarde.
—Y hay más... mucho más. Hay intriga y conspiración. Asesinato y un fugitivo. Y todo está directamente vinculado con la supuesta Asociación de Encuestadores, con cuyo complot quieren privar a un mundo de angustia de las bendiciones que emanarían del simulador de Siskin.
Apareció mi propia imagen en la pantalla y fui identificado por el comentarista.
Este es el hombre —dijo —, este es el hombre reclamado por el asesinato de Hannon J. Fuller, antiguo director técnico de Reactions. Este es el hombre en quien Siskin confió plenamente. En las manos de Douglas Hall se había depositado la obligación moral y material, del perfeccionamiento del simulador, tras la supuesta muerte accidental de Fuller.
Pero, según averiguó la policía esta tarde, Fuller fue asesinado por Hall con fines lucrativos. Pero cuando Hall vio que le iban a ser denegados tales beneficios se revolvió de un modo traidor contra el Establecimiento de Siskin, e incluso contra el simulador.
Pues Douglas Hall era el hombre a quien las fuerzas de seguridad del propio Siskin siguieron de cerca esta mañana para verle entrar en el cuartel general de la ARM, sellando con ello su traición. Con ello no hizo otra cosa que perpetrar el fracasado ataque masivo sobre REIN.
Quedé petrificado, Siskin, por tanto, había sabido inmediatamente de mi visita al cuartel general de los encuestadores. Y de ello había deducido que mis planes eran traicionar su conspiración con el partido. Se había dejado llevar por los nervios y había pulsado el botón del pánico, lanzando tras de mí a la policía con órdenes concretas de tirar a matar.
Y de repente, me di cuenta de una razón posible por la cual el operador no me había hecho desaparecer todavía. Se había dado cuenta de que Sískin era, involuntariamente, y en defensa de sus propios objetivos,
¡el que se cuidaría en arreglar el asunto por él!
¡Oh, el operador podría quizás ayudar un poco! Por ejemplo, si se daba cuenta de que la ley andaba tras mis talones, quizá podría poner en funcionamiento a otro acoplamiento, y entonces averiguar dónde estaba yo escondido, y así programar a la policía para que vinieran a buscarme a la cabaña.
Tal vez lo arreglaría de ese modo, o tal vez enviaría a su Unidad de Contacto para que zanjara el asunto.
El televisor continuaba todavía sobre el tema de mí supuesta traición:
—Sin embargo, las detestables actividades de Hall no terminaron con el asesinato de Hannon J. Fuller, ni su propósito de traición a Siskin y al simulador, según los últimos informes policiales.
Apareció un retrato de Collingsworth en la pantalla.
—No terminan ahí porque —bajó la inflexión de su voz para dar mayor gravedad a las palabras se le busca además por estar íntimamente ligado al asesinato más cruel y sádico registrado en los anales de la policía local... el asesinato de Avery Collingsworth, psicólogo graduado, perteneciente a la plantilla de Reactions.