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Authors: Daniel F. Galouye

Tags: #Ciencia Ficción

Simulacron 3 (12 page)

BOOK: Simulacron 3
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Me coloqué frente a las cámaras con cierto embarazo:

—El simulador ofrece un gran número de oportunidades en el campo de la investigación de las relaciones humanas. Estas oportunidades fueron ya previstas por el doctor Fuller.

Hice una pausa, al darme cuenta de pronto, de algo que no se me había ocurrido antes: Si el sentimiento y la inclinación pública, podía derrocar a la ofensiva de los Encuestadores, ello podría asegurar también el uso exclusivo del sistema
para mejorar las relaciones humanas
. Toda la nación se rebelaría contra aquel sistema en cualquier momento en que yo me decidiera a decirles que la máquina Siskin era utilizada únicamente con fines políticos y para saciar ambiciones personales.

Tratando de rehacer inmediatamente mi intervención, continué:

—¡Poseemos un instrumento quirúrgico que puede disecar hasta la misma alma!

¡Puede controlar a un ser humano de un modo tan perfecto que se percata inmediatamente de todas sus reacciones, motivación tras motivación, instinto tras instinto. Puede profundizar hasta el límite de nuestros actos, aspiraciones y temores.

Es capaz de realizar un estudio, un análisis, o una clasificación, y
mostrarnos qué debemos hacer en todo momento
, para corregir, promocionar o juzgar los actos de cualquier individuo. Puede explicar y descubrir la fuente, el origen, de todo prejuicio, fanatismo, odio o sentimiento perverso. Estudiando los seres análogos en un sistema simulado, podemos planificar el espectro de las relaciones humanas. Estimulando estas unidades análogas,
paso a paso
, de todas las tendencias antisociales e indeseables.

Siskin dio un paso hacia delante e intervino:

—Ya ven, señores, que míster Hall, es en cierto modo un fanático en este asunto. Pero el Establecimiento Siskin, no lo es menos.

—En el medio ambiente condicionado del
Simulacron-3
, pretendemos aislar, varias unidades reaccionales, seleccionándoles por edades y por grupos. Sistemáticamente, nos iremos ocupando de ellos aplicándoles todos los estímulos concebibles, que nos darán como resultado lo mejor y lo peor, humanamente hablando, de cada uno de ellos. Con ellos, queremos avanzar el estudio del comportamiento humano en miles de años.

Lo que estaba diciendo, no tenía nada de original. No hacía más que repetir frases que Fuller me había a su vez repetido una y otra vez durante años, con un entusiasmo sin límites. Y yo no podía hacer otra cosa que esperar y desear que aquellas frases llegaran a ellos con una sinceridad y un atractivo idénticos a los de aquel hombre.

—El simulador —proseguí— marcará la edad de oro de las relaciones humanas. Y nos enseñará la manera de purificar el espíritu mortal, de los últimos vestigios de sus orígenes animales.

Siskin intervino nuevamente.

—Antes de que comiencen con el bombardeo de sus preguntas, quiero dejar bien claros algunos detalles, quizá menos deslumbrantes. Primero, nuestro Establecimiento se metió en este asunto con la idea de obtener algunos beneficios.

«Sin embargo, durante mucho tiempo he rechazado de pleno tal incentivo. Y ahora, quiero dedicar toda la energía y el esfuerzo de esta organización a conseguir que las cosas maravillosas que se esperan del simulador de míster Hall, sean una realidad».

Yo le dejaría hacer. Cuando llegara el momento, no tendría más que decir una palabra para poner al descubierto la conspiración del partido de Siskin.

—Esta empresa —dijo con fingida gravedad —va a tener también sus funciones comerciales. Por más que me pese, tiene que ser así. Oh, bien es verdad que podríamos recurrir a una garantía del gobierno. Pero, señores, tienen que reconocer que esta nueva y gran Fundación, no puede ser confiada ni sostenida por nadie en concreto. Debe funcionar por encima de todos los niveles sociales.

Uno de los periodistas dijo:

—¿A qué se refiere usted al hablar de «fundaciones comerciales»?

—Simplemente que el simulador tendrá que reportar los considerables fondos necesarios como para llevar a efecto su propósito humanitario. Nuestra empresa, aceptará Contratos comerciales, condicionados todos ellos a una previsión a largo plazo del comportamiento humano. Pero no aceptará más que el mínimo preciso. O sea, tantos como sean necesarios como para cubrir el déficit derivado de las operaciones anuales, y que yo de momento amplío, por mi cuenta, en doscientos cincuenta millones adicionales.

Esto impresionó enormemente al grupo de periodistas. Pero, sin embargo, debía contribuir a mi juicio, a apretar todavía más el nudo de seguridad alrededor del cuello del liliputiense Siskin.

Transcurrió media hora más dedicada exclusivamente a preguntas. Pero de lo que no cabía la menor duda era de que no habíamos dado lugar al escepticismo. Cuando los periodistas se fueron, Siskin no pudiendo reprimir su alegría, dio unos pasos de baile y unos saltitos y terminó abrazándome.

—¡Lo hiciste de maravilla, hijo, maravillosamente bien! —exclamó—. Yo no hubiera podido hacerlo ni la mitad de bien que tú!

Al día siguiente, todas las esclusas habían quedado abiertas de par en par para dar rienda suelta a una marea gigante de opinión pública, referente a las declaraciones de Siskin. Entre todos los artículos, informaciones, y comunicados televisivos, no había ni una sola palabra desfavorable. Jamás había visto en mi vida algo que atrajera tanto la atención general de la gente como el «enorme esfuerzo humanitario de Siskin».

Antes del mediodía, gran número de soluciones, dictámenes y conclusiones se habían fijado, hasta alcanzar un nivel de merecer la empresa.

Como si se tratara de una avalancha imprevista, se presentaron nuevas organizaciones que se ofrecieron como aliados a «tan noble empresa».

Dos grandes masas de gente, que se habían amotinado para decidir con enorme entusiasmo, su verdadera tendencia y el partido a tomar, terminaron agrupándose bajo dos nombres: «Los samaritanos de las Simuelectrónicas» y «Mañana... la Humanidad Entera». Creo que en aquellos momentos hubiera sido muy difícil encontrar a alguien que no estuviera terriblemente influenciado por el idealismo. El engaño, el encubrimiento y la farsa habían resultado completos.

Viendo el auge que estaba tomando la reacción pública en favor del REIN, la Asociación de Encuestadores redujo el número de sus agrupaciones de protesta a diez poco más o menos. Pero aun así, un gran número de patrullas de policía se tuvo que poner en funciones, para protegerlos del gran número de los airados simpatizantes de Siskin.

En cuanto a mí, había conseguido sacar a mi espíritu, remontarlo, de las profundidades y abismos de las preocupaciones y auto-recriminaciones. No solamente, como por ensalmo, se habían evaporado mis problemas personales gracias a los consejos de Collingsworth, sino que además, el triunfo sobre Siskin y su partido me parecía ya una cosa inevitable.

Perfectamente protegido por la evidencia de mi vuelta a la normalidad, llamé a Jinx por el vídeo, para quedar de acuerdo a una hora determinada al día siguiente para ir a cenar. Aunque no pareció concederle importancia alguna a los acontecimientos humanitarios de Siskin, aceptó, sin embargo, de buen grado la invitación. Pero yo no me quedé muy a gusto al pensar en que ella no se había mostrado atraída, ni tanto así, por aquel asunto.

Decidido a empezar las cosas bien, puesto que para mí era tanto como comenzar una nueva vida, la llevé al «John's Late Sixties» —único, muy caro, y en el que se respiraba una atmósfera, que, como se demostró a la hora de pagar, «no había variado ni un ápice durante dos generaciones».

El olor a comida (alimentos naturales, y no aquellas otras derivaciones sintéticas), que se estaban condimentando en la cocina que había al lado, captó la atención y el apetito de Jínx. Y, mientras esperábamos, Jinx contempló sorprendida la armonía de antigüedad que se alzaba a nuestro alrededor, las sillas funcionales y las mesas, estas últimas cubiertas con mantelerías del más rancio y puro estilo; bujías incandescentes; y un conjunto músico vocal de cuerda, que haciéndolo bastante bien a mi juicio, no cejaba en la interpretación de sus mejores selecciones de la clásica música «pop».

Una camarera se acercó para interesarse por lo que desearíamos, y al cabo de un rato volvió con lo solicitado, lo cual fue para Jinx el colmo del anacronismo y la apreciación definitiva del tipismo de aquel lugar.

—¡Creo que esto será una idea extraordinaria! —exclamó al ver incluida en la carta una menestra de verduras naturales.

—Bueno. Pues si te gusta no veo la razón por la que no podamos repetirlo en otra ocasión.

—No. No creo que la haya.

¿No había en sus palabras un rasgo de resquemor? ¿Estaba todavía un tanto cautelosa y retraída conmigo?

Le tomé la mano:

—¿Has oído hablar alguna vez de la pseudoparanoia?

La preocupación le hizo enarcar las cejas suavemente:

—Yo tampoco había oído hablar —proseguí— hasta que el otro día estuve charlando un rato con Collingsworth. Me explicó que lo que me ocurría no era más que consecuencia de los efectos psicológicos de mi trabajo con el simulador. Lo que intento hacerte comprender, Jinx, es que yo estaba fuera de mí hasta hace un par de días. Pero ahora todo eso ya ha pasado.

Sus facciones mostraban, en cierto modo, rigidez y abstracción donaire, hermosura, pero al mismo tiempo frialdad y alejamiento.

—Me alegro de que todo vaya bien —se limitó a decir.

No sé por qué, pero las cosas no iban tal como yo las había planeado.

Nos mantuvimos en silencio durante casi todo el resto de cena. Al fin me decidí por romper el hielo de aquella situación. Me incliné sobre la mesa:

—Collingsworth me dijo que cualquiera que fuese la razón que me mantenía en aquel estado, no era más que una cosa temporal.

—Estoy convencida de que será así —sus palabras eran frías y lúgubres. Traté de cogerle la mano. Pero con mucha delicadeza la retiró. Desilusionado, dije: —¿Te acuerdas de la noche que fuimos a pasear? Me preguntaste qué era lo que yo quería alcanzar en la vida. Ella se limitó a asentir con desgana.

—Pues hasta ahora no parece que me vayan saliendo como yo creí y deseé en un principio —me lamenté.

Se quedó mirándome unos instantes mientras yo veía que la indecisión perturbaba su rostro.

Me decidí a preguntar:

—¿No dijiste también algo de que no habías dejado nunca de pensar en mí?

—¡Oh, Doug! No hablemos de ello. Ahora no al menos.

—¿Y por qué no?

No respondió.

Al principio pensé que estaba tratando de escapar de algo monstruoso y misterioso.

Después me imaginé que era solamente a mí a quien temía. Y ahora... ya no sabía qué pensar.

Sacó la excusa de que le brillaba la nariz, pidió mis disculpas y se encaminó a lo largo del salón, elegante, y atrayendo con el ritmo de sus movimientos un gran número de miradas de admiración a su paso.

De pronto mis manos se cerraron quedando agarrotados los puños, en el mismo momento en que caía hacia delante. Quedé sentado en aquella posición durante varios minutos, temblando y tratando de escapar de la negrura que parecía absorberme. Toda la habitación parecía dar vueltas sobre sí misma, mientras que miles de ríos de fuego cruzaban a través de mi mente.

—¡Doug! ¿Te encuentras bien?

La voz solícita de Jinx, y luego la mano apoyándose sobre mi hombro, me hicieron reincorporarme.

—No es nada —mentí— un simple dolor de cabeza.

Pero mientras fui al vestuario en busca de su abrigo de noche pensé en la seguridad que me había dado Collingsworth de que aquellos lapsus eran solamente psicomáticos. Quizá había en ello un efecto de consecución, que tal vez se prolongaría durante algún tiempo incluso después de que se hubieran aclarado todos los problemas.

Mi confusión solamente contribuyó a que reinara un silencio total en el trayecto que hice para llevar a Jinx a casa de nuevo. Cuando estuvimos en su puerta, la cogí por los brazos y la quise estrechar entre los míos. Pero ella volvió su rostro hacia un lado.

Daba la impresión de que hubiera dedicado toda la noche, íntegramente a llevar a cabo un solo propósito: desmoralizarme.

Di la vuelta, y me alejé.

Poco después, como arrepentida de su frialdad, me llamó con una voz débil e incierta:

—¿Te volveré a ver, verdad, Doug?

Cuando me decidí por girarme hacia ella, ya no estaba.

No podía consentir mi estado de ánimo que aquella noche, terminara así. No me quedaba más remedio que... volver e insistir para que me explicara por qué había estado tan fría y distante.

Volví pues sobre mis pesos y me dispuse a abrir la puerta. Pero antes de tocarla, la puerta se abrió.

Me detuve ante la entrada:

Jinx. No me contestó. Fui a la sala de estar, al comedor y al estudio.

Jinx. Miré por las otras habitaciones, recorrí la casa otra vez de arriba abajo. Miré tras las puertas, en los lavabos, y bajo las camas.

—¡Jinx! ¡Jinx!

Pero Jinx no estaba. Era como si el haberla visto entrar en la casa, no hubiera sido más que imaginaciones mías.

CAPÍTULO IX

De nuevo se repetían las inalterables alternativas. O bien Collingsworth estaba equivocado respecto a su convencimiento de que la cura de la pseudoparanoia residía principalmente en reconocerla, o bien, Jinx Fuller, había desaparecido.

Al cabo de unas horas de mi exhaustiva búsqueda por la casa, aparqué el coche en el garaje, y después permanecí un buen rato paseando entre las impenetrables sombras que circundaban el edificio. Casi sin darme cuenta me metí en el transportador lento, y al cabo de poco rato, me encontré en el tranquilo y desolado ámbito de la ciudad.

Sin proponérmelo, dediqué toda la atención de mis sentidos al dilema que me envargaba. Había habido desapariciones. Jinx era la prueba irrefutable. Y la misma suerte había corrido Morton Lynch, el dibujo de Aquiles y la tortuga, la placa de un trofeo que había llevado inscrito el nombre de Lynch, y un trozo de una carretera parecía haber sido absorbido por los campos que la circundaban.

Respecto a Lynch y el dibujo, era como si nunca hubieran existido. La carretera había vuelto a su apariencia normal. ¿Pero qué ocurría con Jinx? ¿Volvería... dejándome en la duda de no haber sabido encontrarla a pesar de haber registrado toda la casa? ¿O tal vez dentro de poco, empezarían a decirme que no había oído hablar nadie de ella?

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