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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (41 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó mi marido.

—Nada —respondió el otro—, pero he oído cotillear a las mujeres. Lo único que sé es que ése es el motivo de que no podáis emprender el viaje, y lo lamento, aunque no es asunto mío y supongo que vos sabéis lo que hacéis.

—En cualquier caso, debo compensaros por las molestias. —Y sacó el dinero.

—No, no —dijo el capitán, y ambos empezaron a intercambiar cortesías, hasta que, en suma, mi marido le pagó tres o cuatro guineas sin que volvieran a aludir a aquella primera insinuación.

Sin embargo, no me libré tan fácilmente, pues, en una palabra, veía cernerse sobre mí los nubarrones y por todas partes me parecía percibir motivos de alarma: mi marido me contó lo del capitán, pero por suerte pensó que el hombre había oído campanas sin saber muy bien dónde y se contentó con repetirme, palabra por palabra, lo que le había dicho.

Enseguida relataré cómo evité que mi marido reparase en mi turbación, pero antes debo decir que, si el capitán no sabía lo que decía y mi marido no acabó de entenderle, yo los entendí muy bien a ambos, y para ser sincera, fue el mayor sobresalto que me había llevado hasta entonces. Por fortuna, mi ingenio me brindó el modo de ocultar mi sorpresa: como estábamos sentados a una mesita junto al fuego, alargué la mano para coger una cuchara que había al otro lado y derribé una de las velas. Me levanté para cogerla, me incliné y me manché el delantal.

—¡Oh! —exclamé—, se me ha manchado el vestido, se ha ensuciado con el sebo de la vela. —Eso me proporcionó una excusa para interrumpir de momento la conversación y llamar a Amy, y, como no acudió de inmediato, le dije a mi marido—: Tendré que subir a quitármelo y pedirle a Amy que lo limpie.

Así que se levantó, se dirigió al armario donde guardaba sus papeles y sus libros, sacó un libro y se sentó a leer un rato.

Me alegré mucho de habérmelas arreglado para escapar y corrí a ver a Amy, que por suerte estaba sola.

—¡Oh, Amy, estamos perdidas! —Y rompí a llorar y no pude decir nada más hasta al cabo de unos minutos.

Debo añadir que por mi cabeza cruzaron muchas justas reflexiones: pensé que el hecho de que los crímenes más secretos salgan a la luz por culpa de accidentes totalmente imprevistos no es sino un glorioso testimonio de la justicia de la Providencia, y del modo en que dirige los asuntos humanos (desde los más nimios a los más importantes).

También reflexioné sobre lo justo que es que el pecado y la vergüenza se sucedan el uno al otro tan de cerca como para no ser sólo concomitantes, sino que, como la causa y la consecuencia, estén necesariamente unidos el uno al otro. De este modo que, cuando se comete un crimen, es imposible evitar el escándalo y no hay poder humano capaz de ocultar el primero o silenciar el segundo.

—¿Qué voy a hacer, Amy? —dije cuando pude volver a hablar—. ¿Qué será ahora de mí? y volví a echarme a llorar con tanta vehemencia que no pude pronunciar palabra hasta pasado un buen rato. Amy se asustó mucho, pues no sabía lo que ocurría, —y me pidió que le explicara lo sucedido y que tratara de dominarme y no llorar más.

—Vamos, señora, si vuestro marido sube a la habitación —afirmó—, verá el estado en que os encontráis, sabrá que habéis estado llorando y querrá saber cuál es el motivo.

Al oírla exclamé:

—¡Ay! Ya lo sabe, Amy. ¡Lo sabe todo! ¡Nos han descubierto y estamos perdidas!

Amy se quedó atónita.

—Desde luego —dijo—, si eso es cierto, estamos perdidas sin remedio, pero no puede ser. Es imposible. Estoy segura.

—No, no —la contradije—, no lo es, te aseguro que te digo la verdad. —Y, como para entonces ya me había serenado un poco, le dije lo que habían hablado mi marido y el capitán y lo que había dicho éste. Amy se puso fuera de sí y empezó a gritar, a maldecir y a jurar como una loca; luego me reprochó que no le hubiera permitido matarla cuando todavía estábamos a tiempo y afirmó que todo era culpa mía y otras cosas parecidas. Pero el caso es que yo todavía no estaba dispuesta a matar a la chica y me estremecía sólo de pensarlo.

Pasamos más de media hora dedicadas a aquellas extravagancias y no sacamos nada en claro, pues lo cierto es que no podíamos hacer ni decir nada y, si acaso había de suceder alguna cosa, no había manera de evitarlo. Así que, ligeramente aliviada por el llanto, recordé que había dejado a mi marido abajo y que se suponía que había subido a cambiarme. Me quité el vestido que había fingido ensuciar con la vela, me puse uno nuevo y bajé.

Pasado un rato, vi que mi marido no volvía a sacar a colación el asunto, tal como yo había pensado que haría, por lo que decidí armarme de valor y preguntarle:

—Al caerse la vela interrumpisteis vuestra historia, ¿es que no vais a contarme más?

—¿Qué historia? —respondió.

—Pues la del capitán.

—¡Ah!, no había nada más. El hombre debe de haber oído campanas y no sabe muy bien dónde, supongo que se refería a lo de que estáis encinta y no podéis hacer el viaje.

Comprendí que mi marido no se lo había tomado en serio y había pensado sólo que se trataba de una historia que había ido de boca en boca, concerniente a algo que él ya sabía, o creía saber, es decir, que yo estaba encinta, o al menos eso deseaba él.

Su ignorancia fue como un estímulo para mi alma y maldije a quien quisiera sacarlo de su error. Comprendí que para él la anécdota no merecía más comentario y decidí ponerle yo también fin diciendo que imaginaba que el capitán debía de habérselo oído decir a su mujer y añadiendo que podía haberse buscado a cualquier otra para convertirla en objeto de sus cotilleos, y con eso mi marido se dio por satisfecho y yo salí bien librada de aquella situación en la que creía haber corrido tanto peligro. No obstante, todavía me quedaban dos motivos de preocupación: en primer lugar, la posibilidad de que el capitán y mi marido volvieran a encontrarse y a hablar del asunto y, en segundo, que aquella joven impertinente volviese a visitarme y pudiera ver a Amy, lo que tendría consecuencias tan fatales como si llegara a descubrirlo todo.

Respecto a lo primero, sabía que el capitán no se quedaría en la ciudad más de una semana, pues la estiba del barco casi había concluido y pronto tendría que levar anclas, por lo que me las arreglé para sacar a mi marido de la ciudad, donde no pudieran encontrarse.

La cuestión era dónde ir, y por fin me decidí por Northaw, no para tomar las aguas, afirmé, sino porque allí el aire era más puro y podría sentarme bien. Él, que siempre estaba pensando cómo complacerme, aceptó de inmediato y ordenó que preparasen el carruaje para la mañana siguiente, pero, cuando estábamos disponiéndolo todo, dio al traste con mis planes, pues dijo que tal vez sería mejor partir a mediodía, pues antes tenía que hablar con el capitán y entregarle unas cartas, cosa que podría hacer y estar de vuelta antes de las doce.

Yo respondí: «Sí, por supuesto», aunque no era sincera y mi voz no coincidía con mis propósitos, pues había decidido hacer todo lo posible para impedir a cualquier coste que volviese a ver al capitán.

Así pues por la noche, poco antes de acostarnos, fingí haber cambiado de opinión y no querer ir ya a Northaw, sino a otro sitio, aunque afirmé temer que sus negocios nos lo impidieran. Él quiso saber adónde quería ir ahora, pero le respondí sonriendo que no se lo diría para que no tuviese que posponer sus negocios y me contestó en el mismo tono, aunque con muchísima más sinceridad, que sus negocios no eran tan importantes para impedirle acompañarme allí donde yo quisiera ir.

—Pero vos queréis hablar con el capitán antes de que parta para Holanda.

—Es cierto —respondió—, pero también puedo escribir a mi administrador para que vaya a verle en mi nombre. Se trata sólo de hacerle firmar unas consignaciones y él puede encargarse de eso.

Al ver que me había salido con la mía fingí resistirme.

—No quiero que posterguéis vuestros negocios por mí. Prefiero esperar una semana o dos, antes que causaros el menor perjuicio.

—No, no —respondió—, no tendréis que esperar ni una hora por mi culpa, puedo recurrir a un intermediario para hacer negocios con cualquiera menos con mi mujer. —Luego me tomó entre sus brazos y me besó.

¡Cómo me ruboricé, al pensar en la confianza con que aquel caballero abrazaba a la mayor hipócrita que jamás estuvo en brazos de un hombre! Él era todo ternura, gentileza y sinceridad, yo era todo engaño, fingimiento y falsedad, una simple fachada construida para ocultar a fuerza de maquinaciones e imposturas toda una vida de perversidad e impedir que llegase a descubrir que tenía entre sus brazos a un auténtico demonio, cuya conversación a lo largo de veinticinco años había sido tan negra como el mismo infierno y estado tan teñida de crímenes que, si alguna vez llegaba a averiguarlo, no tendría más remedio que repudiarme y aborrecer incluso mi nombre. Pero eso ya no tenía remedio y lo único que podía hacer para consolarme era seguir ocultándole lo que había sido y satisfacerle en lo posible viviendo de forma virtuosa en el futuro, ya que era imposible deshacer lo vivido en el pasado. Así lo había decidido, aunque más adelante se presentó una gran tentación y tuve motivos para dudar de mi estabilidad, pero cada cosa a su tiempo.

Después de que mi marido cambiase sus planes para satisfacerme, nos propusimos partir a la mañana siguiente y le dije que mi intención, si es que no le parecía mal, era ir a Tunbridge, y él accedió de muy buena gana, aunque afirmó que, de no haberle propuesto Tunbridge, se habría decantado por Newmarket (donde se había instalado la corte y había muchas cosas que ver). Le ofrecí una nueva muestra de hipocresía, pues fingí querer ir a Newmarket, ya que él lo había elegido, pese a que en realidad no habría ido ni aunque me hubiesen pagado mil libras, pues, dado que la corte estaba ahora allí, no podía permitirme correr el riesgo de que alguien me reconociese en un lugar donde había tanta gente que me había visto antes. Así que, al cabo de un rato, le dije a mi marido que en mi opinión Newmarket estaba tan concurrido que no encontraríamos alojamiento y que no me apetecía ver a la corte y a las multitudes, a menos que a él sí le apeteciera; y añadí que, si no le importaba, podíamos dejar aquel viaje para cuando fuésemos a Holanda, pues siempre podríamos partir de Harwich y dar un pequeño rodeo para pasar por Newmarket y Bury y luego ir de allí a Ipswich, desde donde podíamos llegar al mar. No me costó mucho hacerle desistir de su idea, igual que de cualquier otra cosa que a mí no me gustara, y con una increíble dulzura prometió estar dispuesto por la mañana para viajar conmigo a Tunbridge.

En realidad mi propósito era doble: en primer lugar, impedir que mi marido pudiera volver a encontrarse con el capitán; y, en segundo, quitarme yo misma de en medio, por si a aquella impertinente que se había convertido en mi pesadilla le daba por volver, como había predicho la cuáquera y como, de hecho, ocurrió dos o tres días más tarde.

XXVIII

Una vez asegurada nuestra partida al día siguiente, lo único que me quedaba por hacer era darle a mi fiel ayudante, la cuáquera, las instrucciones precisas sobre lo que debía decirle a aquella atormentadora (pues eso resultó ser más tarde) y a cómo debía tratarla si la visitaba con más frecuencia de la que aconsejaba el decoro. Pensé en dejar también a Amy para que la ayudase, pues nadie sabía dar mejores consejos en caso de imprevistos y, de hecho, ella misma me rogó que la dejase, pero no sé qué impulso secreto me lo impidió. Sencillamente no pude hacerlo, por temor a que aquella mujerzuela pudiera descubrirla. Cosa que, de todos modos, Amy se aseguró de impedir más tarde, como quizá cuente después con más detalle.

Es cierto que ansiaba tanto librarme de ella como un enfermo de unas fiebres tercianas y que, si la hubiesen encontrado muerta en alguna cuneta, es decir, si hubiese muerto a raíz de algún exceso, no habría vertido por ella ni una sola lágrima; pero todavía no me había hundido lo bastante en el pozo de mi propia perfidia para cometer un asesinato o concebir siquiera semejante barbaridad, y menos aún tratándose de mi propia hija. Aunque, como digo, Amy así lo hizo sin que yo lo supiera, motivo por el cual la maldije con toda mi alma, aunque poco más pude hacer, pues denunciarla habría sido como cometer suicidio. Pero esa tragedia es demasiado larga para contarla aquí, así que volvamos a mi historia.

Mi querida amiga, la cuáquera, era amable y honrada y habría hecho por mí cualquier cosa que fuese justa y recta, pero nada malvado o deshonroso. A fin de poder decirle francamente a aquella mujer que no sabía dónde estaba yo, prefirió no saber adónde íbamos y, para que su ignorancia fuese completa y no correr ningún riesgo, permití que le dijera que nos había oído decir que íbamos a ir a Newmarket. A ella le gustó la idea y dejé que lo demás corriera de su cuenta y que obrase como le pareciera más oportuno; tan sólo le pedí que, si la chica sacaba otra vez a relucir la historia de Pall Mall, no la dejase extenderse demasiado, le diera a entender que todos pensábamos que insistía demasiado en aquel asunto y que a la señora no le gustaba que la comparasen con una actriz o mujer de vida pública, y le pidiera que, de ser posible, no volviera a hablar de ello. Sin embargo, aunque no le di a mi amiga la cuáquera unas señas donde escribirme, ni le dije dónde estaríamos, le dejé un papel sellado a su doncella donde le explicaba cómo ponerse en contacto con Amy, y por tanto conmigo.

Pocos días después de mi partida, la impaciente muchacha volvió a mis habitaciones con la excusa de saber cómo me encontraba y de saber si tenía intención de emprender o no el viaje. Mi leal ayudante estaba en casa, la recibió con suma frialdad en la puerta y le informó de que la señora se había marchado.

Eso la dejó sin palabras un buen rato, pero mientras estaba allí plantada pensando qué decir, reparó en que mi amiga la cuáquera parecía incómoda y hacía ademán de entrar en la casa y cerrar la puerta, cosa que la ofendió en lo vivo y le hizo insistir, hasta que la cuáquera no tuvo más remedio que dejarla pasar, pues tuvo la sensación de que podía organizar un escándalo y concluyó que a mí no me importaría siempre que la recibiera con frialdad.

Pero no se desanimó tan fácilmente. Afirmó que, si la señora… no estaba en casa, quería tener unas palabras con ella, refiriéndose a mi amiga. Tras lo cual la cuáquera la invitó educada pero gélidamente a entrar, tal como ella quería. No obstante, no la hizo pasar al salón principal, sino a una salita donde normalmente se reunían los criados.

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