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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (36 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Ése es el motivo de que haya sido tan meticulosa al detallar mi enorme riqueza y por qué, a petición mía, decidimos separarla de su propia fortuna, que probablemente fuera fruto de una laboriosa vida de esfuerzos y que era igual, si no superior, a la que yo poseía.

Ya he contado que me devolvió todas mis escrituras.

—Muy bien —dije—, ya que insistís en que conserve todos mis bienes, aceptaré con una condición.

—Y ¿qué condición es ésa? —preguntó.

—Lo único que os pido es conservarlos sólo en caso de que se produzca vuestro fallecimiento, siempre, claro, que yo os sobreviva.

—De acuerdo —respondió—, me parece legítimo.

—Sin embargo —proseguí—, es el marido quien cobra los ingresos anuales mientras está con vida, ya que se supone que son necesarios para mantener a la familia. Pues bien —dije—, he aquí dos mil libras anuales, que en mi opinión es más o menos lo que gastaremos, y no quiero que se ahorre ni un céntimo; así podréis añadir todos los ingresos de vuestro capital, los intereses de las diecisiete mil libras y las mil trescientas libras anuales a vuestra propia fortuna, y de este modo —añadí— os enriqueceréis tanto como si os dedicaseis a negociar con él y no tuvieseis que mantener una casa.

Le gustó mi proposición y aceptó que así se hiciera. De manera que, hasta cierto punto, me aseguré de no exponer a mi marido a la ira de una justa Providencia por unir mi riqueza maldita y mal adquirida a sus bienes adquiridos honradamente. Todo eso lo inspiraron las reflexiones que yo me hacía de vez en cuando sobre la justicia divina, pues tenía motivos sobrados para creer que acabaría por abatirse sobre mí o sobre mis bienes después de la vida malvada que había llevado.

Y que nadie se llame a engaño y deduzca por el sorprendente éxito que tuve en todos mis perversos actos, y por la enorme fortuna que amasé con ellos, que vivía una vida feliz y satisfecha. No, no, llevaba una flecha clavada en el hígado
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, en mi interior ardía un infierno secreto, incluso en los momentos en que mayor era mi alegría, pero sobre todo ahora que todo había terminado, y cuando todo hacía suponer que debía ser la mujer más feliz de la tierra. Todo ese tiempo, digo, me embargaba un terror tan constante que sufría de vez en cuando terribles sobresaltos y me hacía temer lo peor casi en cualquier circunstancia.

En una palabra, no tronaba o relampagueaba sin que yo esperase que el siguiente rayo fuese a desgarrarme las entrañas y fundir la espada (mi alma) con su funda de carne; no soplaba ráfaga de viento que no me obligara a pensar en el derrumbe de alguna chimenea u otra parte de la casa que me enterrarían entre sus ruinas y lo mismo me ocurría con otras muchas cosas.

Pero tal vez tenga ocasión de hablar de eso más adelante. En cierto modo, todo estaba arreglado: disponíamos de cuatro mil libras anuales para asegurar nuestra subsistencia futura, además de una enorme suma en joyas y plata, y además de eso yo tenía ocho mil libras guardadas, que le oculté para ayudar a mis dos hijas, de quienes todavía tengo mucho que decir.

XXIV

Con esa fortuna, gestionada como se ha dicho y con el mejor marido del mundo, volví a dejar Inglaterra. No sólo abandoné aquella vida alegre y licenciosa empujada por la prudencia y la naturaleza de las cosas, tras haberme casado y establecido de un modo tan ventajoso, sino que empecé a considerarla con odio y horror, que son seguros compañeros, si no los antecedentes, del arrepentimiento.

En ocasiones, el milagro de mis actuales circunstancias operaba sobre mí y me extasiaba haberme librado tan fácilmente de las garras del infierno y no haberme dejado arrastrar a la ruina, como acaba ocurriéndoles, más tarde o mas temprano, a casi todos los que llevan una vida parecida, pero aquél era un aliento demasiado elevado para mí. Mis remordimientos no emanaban de una percepción de la bondad divina. Me arrepentía del crimen, pero con otro tipo de arrepentimiento de categoría inferior, impulsado más por el miedo a la venganza que por la sensación de haberme librado del castigo y de haber desembarcado sana y salva después de la tormenta.

Lo primero que sucedió tras nuestra llegada a La Haya (donde nos instalamos por un tiempo), fue que mi marido me saludó una mañana llamándome «condesa», como había prometido que haría, después de transferir a su nombre las tierras y el título. Es cierto que se trataba sólo de una reversión, pero no tardó en pasar a sus manos y, entretanto, igual que a todos los hermanos de un conde se les llama condes, ostenté el título por cortesía unos tres años antes de que fuese mío en realidad.

Fue una agradable sorpresa que lo consiguiera tan pronto, y quise que mi marido cogiera de mis propios fondos el dinero que le había costado, pero sólo conseguí que se burlara de mí.

Ahora estaba en la cima de mi gloria y mi prosperidad: me había convertido en la condesa de…, pues había conseguido lo que tanto deseaba en secreto y que era, en realidad, el verdadero motivo de que hubiese aceptado instalarme en el continente. Contraté más sirvientes, viví en una especie de magnificencia que no había conocido hasta entonces, me hacía llamar «mi señora» a cada paso, y llevaba una corona en mi carruaje, aunque poco o nada supiera de mi nuevo linaje.

De lo primero que se ocupó mi marido fue de declarar que nos habíamos casado once años antes de nuestra llegada a Holanda, y de este modo reconoció como hijo legítimo al niño, que seguía en Inglaterra, y luego dio orden de que fuesen a buscarlo, para que pudiera vivir con su familia.

Con esa misma intención, mandó avisar a su familia de Nimega, que era donde se estaban criando sus hijos (dos niños y una niña), de que había vuelto de Inglaterra y de que se encontraba con su mujer en La Haya, donde pensaba quedarse un tiempo; pidió que le enviasen a sus dos hijos y yo procuré tratarlos con la ternura y amabilidad que podían esperar de una madrastra que además pretendía serlo desde que ellos tenían dos o tres años.

No fue difícil fingir que llevábamos casados todo ese tiempo, pues en aquel país nos habían visto juntos por aquella época, es decir, unos once años antes, y después nadie había vuelto a saber nada de nosotros hasta nuestro regreso. De eso dio fe gustosamente nuestro amigo, el mercader de Rotterdam, y también los dueños de la casa donde nos habíamos alojado en dicha ciudad, y donde había empezado nuestra relación, que, por fortuna, seguían con vida. Y para hacerlo todavía más público, viajamos a Rotterdam, volvimos a alojarnos en el mismo sitio e hicimos que nos visitara allí nuestro amigo el mercader, quien luego nos invitó a su vez a su residencia, donde nos trató con mucha hospitalidad.

El astuto modo de actuar de mi marido fue sin duda testimonio del afecto honorable y sincero que sentía por nuestro hijo, pues lo hizo sólo por el bien del niño.

Digo que fue un afecto honorable, pues, si se tomó tantas molestias, fue sólo movido por la honorabilidad, para prevenir el escándalo que, de otro modo, se habría abatido sobre el niño inocente, igual que antes había pedido mi mano, cuando el niño no nacido estaba todavía en mi seno, y me había implorado, en nombre del afecto natural de una madre, que me casara con él, movido sólo por la justicia y a fin de que el pobre desdichado no tuviese que pagar por los pecados de sus padres. Y, aunque me amaba sinceramente, tengo razones para pensar que aquel mismo principio de justicia fue el que le impulsó a volver a Inglaterra a buscarme, con la intención de desposarme y, tal como él mismo dijo, salvar al cordero inocente de una infamia peor que la muerte.

Debo repetir con justo reproche que yo no sentía la misma preocupación por él, pese a que fuese carne de mi carne, y que tampoco llegué a sentir el mismo amor afectuoso que sintió siempre mi marido. Ignoro cuál sería el motivo, pero el hecho es que en todos mis años de juergas y francachelas londinenses no había expresado otra preocupación por él que enviar a Amy a verlo de vez en cuando y pagar para que lo cuidaran: apenas lo vi más de cuatro veces en sus cuatro primeros años de vida, y más de una vez deseé que desapareciese silenciosamente de este mundo; en cambio, me preocupé mucho más por un hijo que tuve con el joyero y, aunque no permití que llegase a conocerme, lo envié a un buen colegio y, cuando tuvo la edad adecuada, lo dejé ir con un honrado comerciante a las Indias y, una vez empezó a valerse por sí mismo, le mandé de vez en cuando dos mil libras, con las que negoció hasta hacerse rico, y es de esperar que algún día pueda volver con cuarenta o cincuenta mil libras en el bolsillo, como hacen muchos a quienes no les ayudaron tanto al principio.

También le envié una mujer, una joven hermosa, bien educada y de buen carácter, pero al muy descarado no le gustó y tuvo la impertinencia de escribirme —es decir, a la persona a la que yo empleaba para mantener correspondencia con él— pidiéndome que le enviara otra y prometiéndome que casaría a la que le había enviado con un amigo suyo a quien le había gustado más que a él; pero yo me enfadé tanto que no se la mandé y además no le envié otra cosa que tenía preparada y que valía más de mil libras. Luego se lo pensó mejor y se ofreció a desposarla, pero ella se había ofendido por la afrenta y lo rechazó, y yo le escribí diciéndole que la comprendía perfectamente. No obstante, después de que la cortejara más de dos años y gracias a la intervención de algunos amigos, acabó por aceptarlo y fue una magnífica esposa, tal como yo había imaginado, pero nunca les envié las mil libras prometidas: perdió, en fin, aquel dinero por desobedecerme y encima acabó casándose con la joven de todos modos.

Mi nuevo marido y yo vivíamos una vida regular y contemplativa, una vida plena y llena de felicidad, pero, aunque considerase con satisfacción mi situación actual, cosa que ciertamente hacía, también pensaba a todas horas con odio y aflicción en el pasado y, por primera vez, dichas reflexiones empezaron a hacer presa en mi comodidad y a ensombrecer todas mis alegrías. Puede decirse que ya habían roído un hueco en mi corazón antes, pero ahora lo traspasaba de parte a parte, devoraron todo lo que me resultaba placentero, amargaron mis dulzuras y llenaron mis sonrisas de suspiros.

Ni la opulencia de nuestra fortuna, ni un capital de cien mil libras (pues eso era lo que habíamos reunido entre los dos), ni títulos, ni honores, ni séquitos, ni criados, ni, en una palabra, todas las cosas que consideramos placenteras, podían aliviarme o servirme de consuelo, al menos no demasiado. Es más, me volví triste, pensativa y melancólica; dormía y comía poco; soñaba continuamente con las cosas más terribles y espantosas: apariciones, monstruos y demonios, abismos que se abrían a mis pies y altos precipicios de los que caía sin remedio, de forma que por la mañana, en lugar de levantarme descansada con la bendición del sueño, me despertaba aterrada con miedos y otras cosas terroríficas que sólo existían en mi imaginación, y me sentía agotada por la falta de descanso o congestionada y apenas podía hablar con mi familia o cualquier otra persona.

Mi marido, el hombre más tierno del mundo, sobre todo conmigo, se preocupó mucho por mí, e hizo todo lo posible por consolarme y animarme: se esforzó en razonar conmigo, luego trató de divertirme, pero apenas consiguió nada.

Mi único alivio era desahogarme de vez en cuando con Amy cuando nos quedábamos a solas, y ella hacía lo que podía por consolarme, aunque no servía de mucho, pues, aunque Amy había sido una auténtica penitente cuando sobrevivimos a la tormenta, ahora había vuelto a ser como siempre: una mujerzuela alegre y ligera de cascos a quien la edad no había vuelto más seria, pues por entonces también tenía entre cuarenta y cincuenta años.

Pero, para seguir con mi propia historia, igual que no tenía a nadie que me consolara, tampoco tenía quien me aconsejara; era una suerte, pensé a menudo, que no fuese católica romana, pues ¿qué papel habría hecho al acudir al cura con una historia como la que tenía que contarle? Y ¿qué penitencia me habría impuesto un padre confesor honrado y sincero?

En cualquier caso, como no disponía de tal recurso, no conseguí la absolución que tanto alivia al criminal tras la confesión, sino que seguí con el peso de mi crimen en el corazón y sin saber qué hacer. En ese estado languidecí casi dos años, y bien puedo decirlo así, pues, si la Providencia no me hubiese aliviado, habría muerto al poco tiempo. Pero ya contaré eso más tarde.

XXV

Ahora debo volver atrás a fin de completar el relato de mis asuntos en Inglaterra, o al menos los que me propongo contar en esta historia. Ya he explicado a grandes rasgos lo que había hecho por mis dos hijos, uno en Messina y el otro en las Indias.

Pero no he terminado la historia de mis dos hijas. A una de ellas no podía verla porque corría el riesgo de que me reconociera, y a la otra no se me ocurría cómo verla y darme a conocer, porque entonces sabría que no quería que me viese su hermana y eso le habría parecido extraño. Así que decidí no ver a ninguna de las dos y que Amy se ocupara de todo en mi nombre, aunque, después de convertirlas a ambas en unas damas cumplidas, gracias a una educación tardía pero esmerada, estuvo a punto de dar al traste con todo al delatarse ante una de ellas, en concreto ante la que había sido mi criada y a quien, como se ha dicho antes, había tenido que despedir por miedo a que descubriera lo que descubrió entonces. Ya he explicado el modo en que Amy lo arregló todo a través de una tercera persona, y cómo la chica, una vez convertida en una dama, adoptó la costumbre de visitarla en mis apartamentos. El caso es que Amy fue a ver al hermano de la joven a casa del hombre de Spitalfields y dio la casualidad de que las dos chicas estaban allí, y la última descubrió inocentemente el secreto es decir, que aquélla era la dama que había hecho tanto por ellas.

Amy se quedó muy sorprendida pero, como vio que la cosa no tenía remedio, se lo tomó a broma y les habló abiertamente, convencida como estaba todavía de que no podrían averiguar nada mientras no supiesen de mí. De modo que los reunió a todos y les contó la historia, tal como la llamó ella, de su madre, empezando por el día en que las llevó a casa de su tía, y una de ellas afirmó estar muy sorprendida, pues estaba convencida de que Amy era su madre y de que por algún poderoso motivo que no se le alcanzaba se lo había ocultado todo ese tiempo, por lo que, cuando les contó sinceramente que no lo era, la chica empezó a llorar y a Amy le costó mucho consolarla. Aquélla era la chica que había trabajado para mí como criada en el Pall Mall y, cuando consiguió que se recobrase un poco, Amy le preguntó qué era lo que la afligía tanto. La pobre chica la abrazó y la besó y se emocionó tanto que, a pesar de ser una joven robusta de diecinueve o veinte años, no pudo pronunciar palabra. Por fin logró dominarse y exclamó:

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