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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (31 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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—Ahí tenéis a la persona por la que, según creo, habéis preguntado.

Y acto seguido, haciendo gala de mucha discreción, se retiró con tanta presteza que apenas nos dio ocasión de saber adónde había ido.

Yo me puse en pie, pese a lo mucho que me confundió una pregunta que me vino a la cabeza de improviso: ¿cómo debía recibirlo?, y, con una resolución tan rápida como el rayo, me dije a mí misma: «Con frialdad», así que adopté de repente una actitud rígida y ceremoniosa, y la mantuve, aunque con grandes dificultades, unos dos minutos.

Él también se contuvo, se acercó con mucha gravedad y me saludó muy formalmente, pero por lo visto lo hizo porque pensaba que la cuáquera seguía allí, pese a que, como he dicho, ella se había hecho cargo enseguida de la situación y se había retirado, igual que si se hubiese volatilizado, para que tuviésemos total libertad, pues, como me dijo luego, imaginaba que ya nos habíamos visto antes, aunque hubiese sido hacía mucho tiempo.

A pesar de que yo misma estuviese tan envarada, me molestó la actitud del mercader y me pregunté qué clase de reunión ceremoniosa iba a ser aquélla. No obstante, en cuanto reparó en que la mujer se había ido, miró a su alrededor y exclamó:

—¡Caramba, pensaba que la señora seguía aquí!

Y, diciendo esas palabras, me tomó entre sus brazos y me besó tres o cuatro veces, pero la frialdad de su saludo me había ofendido en grado sumo y, aun ahora que sabía los motivos, no logré desembarazarme de aquel prejuicio y pensé que no me abrazaba con el mismo ardor de siempre, lo que hizo que me portase de forma extraña durante un buen rato, pero contaré eso en su momento.

Empezó a hablar extasiado de la suerte que había tenido al encontrarme. ¿Cómo era posible que llevase cuatro años en Inglaterra y hubiese recurrido a todos los medios imaginables para dar conmigo y no hubiese tenido la menor noticia mía o de mí, y ahora, cuando hacía dos años que había renunciado a seguir buscándome, me hubiera encontrado, por así decirlo, sin querer?

Sólo con que le hubiese aclarado los detalles de mi verdadero retiro, podría haberle explicado fácilmente por qué habían fracasado sus pesquisas, pero, en lugar de eso, le di un giro verdaderamente hipócrita a la situación: afirmé que cualquiera que conociera el tipo de vida que llevaba ahora comprendería por qué no había logrado dar con mi paradero, pues mi retiro había hecho que las probabilidades de que lo hiciese fuesen de cien mil contra una. Teniendo en cuenta que había renunciado a toda vida social y me había instalado bajo nombre supuesto lejos de Londres, donde no tenía ningún conocido, no era raro que no nos hubiéramos encontrado. De hecho, incluso mi ropa debería hacerle comprender que no deseaba que nadie me reconociese.

Luego me preguntó si no había recibido sus cartas. Le respondí que no y que, dado que a él no le había parecido oportuno tener el detalle de responder a la última que yo le había escrito, era lógico que no contase con verle regresar, sobre todo después de haberme rebajado y comprometido de un modo tan insólito en mí. Añadí que, desde luego, después de su silencio, no había vuelto a buscar ninguna otra carta al sitio donde le había indicado que las remitiese, y que, tras haber sido castigada justamente por mi debilidad, no había podido hacer otra cosa que arrepentirme de haber sido tan estúpida como para haber violado los principios por los que me había regido hasta entonces. Pero, como en cualquier caso, e independientemente de lo que pensara él, había actuado movida por la gratitud y no por una verdadera debilidad, tenía la satisfacción de sentirme libre de aquella deuda en mi fuero mas íntimo. También le dije que no me habían faltado ocasiones de conseguir las aparentes ventajas de la supuesta felicidad conyugal y que podría haber ostentado títulos que prefería no nombrar, pero que, por mucho que me hubiese rebajado con él, había seguido siempre fiel a los principios de la libertad femenina, contra todos los ataques del orgullo y la avaricia, y le estaba infinitamente agradecida por haberme dado la oportunidad de librarme, sin tener que pagar las consecuencias, de la única obligación que me amenazaba. Y asimismo esperaba que él también opinara que mi ofrecimiento de dejarme encadenar hubiese bastado para satisfacer la deuda, aunque siguiese infinitamente obligada a él por permitirme seguir siendo libre.

Se quedó tan confundido por aquel discurso que no supo qué decir y guardó silencio un buen rato, pero luego se recobró un poco Y afirmó que había reanudado una discusión que esperaba que estuviese superada y olvidada y que no tenía intención de reavivar. Añadió que sabía que no había recibido sus cartas, pues lo primero que había hecho al llegar a Inglaterra había sido ir al lugar donde las había remitido y las encontró todas allí, menos una, pues no habían sabido dónde enviarlas. Había ido con la esperanza de que le diesen mis señas o le dijesen dónde encontrarme, pero había sufrido la mortificación de que le dijesen que ni siquiera sabían quién era yo, cosa que le había causado una gran decepción. Dijo también que yo debería saber que, en respuesta a todos esos agravios, él había pasado una larga, y esperaba que suficiente, penitencia a cambio del desprecio que yo pensaba que me había inflingido; que era cierto (como no podía ser de otro modo) que, después de que lo rechazara, pese a haberme hecho tantas ofertas y concesiones, se había ido ultrajado y disgustado, y que había pensado, con remordimiento, en el crimen que había cometido, aunque la crueldad con que yo había tratado al niño que todavía llevaba entonces en mi seno lo llenara a la vez de repugnancia, razón por la cual no había podido escribirme una respuesta amable durante un tiempo; pero, al cabo de seis o siete meses, su enfado fue dando paso al afecto que sentía por mí y a su preocupación por el pobre niño —en ese momento se interrumpió y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas, y añadió entre paréntesis que seguía sin saber si estaba vivo o muerto—; luego prosiguió y afirmó que, al pasársele el enfado, me envió varias cartas, creo recordar que dijo que fueron siete u ocho, pero no recibió ninguna respuesta. Después, los negocios le hicieron viajar a Holanda, aunque antes pasó por Inglaterra, para descubrir, como se ha dicho más arriba, que nadie había ido a recoger las cartas. A su regreso a Francia, estaba tan preocupado que no pudo evitar volver a buscarme a Inglaterra como un caballero andante, a pesar de que todas sus averiguaciones previas hubiesen fracasado y de que no supiera ni dónde ni a quién preguntar por mí. Aun así, se había instalado aquí, firmemente convencido de que, tarde o temprano, acabaría cruzándose conmigo o tendría noticias mías y de que alguna casualidad terminaría poniéndolo sobre mi pista. Habían pasado más de cuatro años desde entonces y, aunque había perdido ya toda esperanza, no se le había ocurrido trasladarse a ninguna otra parte del mundo, a menos que fuese como algunos ancianos que sienten la inclinación de ir a morir a su país, aunque en eso no había pensado todavía. Y añadió que, si consideraba todos sus pasos, encontraría razones sobradas para olvidar sus primeros agravios y consideraría la penitencia, como él la llamó, que había sufrido para buscarme, una
amende honorable
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, y una reparación de la afrenta que me había hecho al no responder a mi ofrecimiento, por lo que ambos podíamos olvidar los sufrimientos pasados.

Admito que oírlo me conmovió profundamente, pero aun así conservé un buen rato mi actitud rígida y formal. Le dije que, antes de responder a sus palabras, debía darle la satisfacción de saber que su hijo estaba vivo y que, al verlo ahora tan preocupado y referirse a él con tanto afecto, lamentaba no haber encontrado algún modo de hacérselo saber antes; pero había pensado que, después de despreciar a la madre, tal como se ha contado más arriba, había dicho su última palabra sobre el niño en la carta que me había escrito pidiéndome que cuidara de él, y, como hacen otros muchos padres, había considerado su nacimiento un accidente que más valía la pena olvidar por ser su causa tan vergonzosa, por lo que con asegurar su subsistencia se había dado por satisfecho, convencido de que había hecho por él más que la mayoría de los padres.

Respondió que le habría gustado mucho que yo hubiese tenido la bondad de comunicarle que la pobre y desdichada criatura seguía con vida, y que, de haberlo sabido, se habría ocupado de él personalmente e incluso lo habría reconocido como su hijo legítimo y, de ese modo, habría borrado la infamia que, de lo contrario, pesaría siempre sobre él, y así el niño no habría llegado siquiera a conocer la desgracia de su origen, aunque mucho se temía que ahora fuese demasiado tarde.

Añadió que yo podía ver por su conducta el desdichado error que había cometido al principio y que jamás me habría ofendido ni habría colaborado en añadir
une miserable
(tales fueron sus palabras) al mundo, de no haber albergado la esperanza de hacerme suya, pero que, si todavía era posible salvar al niño de las consecuencias de su desdichado nacimiento, esperaba que le permitiese hacerlo, y me demostraría que, a pesar de los reveses que había sufrido, seguía teniendo tanto los medios como el afecto necesario para hacerlo y que nunca permitiría que a una madre por la que sentía tanto aprecio le faltase nada que él pudiese proporcionarle. No pude impedir que me impresionaran sus palabras, y me avergonzó que él, que no lo había visto nunca, sintiese más afecto por el niño que yo, que lo había traído al mundo, pues lo cierto es que ni amaba al niño ni tenía el menor deseo de verlo; me había ocupado de que estuviese bien atendido, pero lo había hecho por medio de Amy, y no lo había visto más de dos veces en cuatro años, y estaba secretamente decidida a que, cuando creciese, no pudiese llamarme madre.

En todo caso, le aseguré que el niño estaba bien cuidado y que no debía preocuparse por eso, a menos que pensara que yo lo amaba menos que él, que no lo había visto en toda su vida. Le dije que ya sabía lo que había prometido hacer por el niño, es decir, donarle las mil
pistoles
que yo le había ofrecido y que él había declinado. También le aseguré que había redactado testamento y que le había dejado cinco mil libras y los intereses hasta que fuese mayor de edad, en caso de que yo falleciera antes. Me mostré dispuesta a seguir siendo igual de generosa, aunque le dije que, si había decidido ocuparse personalmente de él, no me opondría y haría que le entregasen al niño junto a las cinco mil libras necesarias para su manutención, siempre que resultase tan buen padre como parecía dar a entender por el cariño que le demostraba ahora.

Yo había reparado en que había aludido dos o tres veces en su discurso a los reveses que había sufrido en los negocios y me había extrañado que utilizase aquella expresión y sobre todo que la repitiera tan a menudo, pero por el momento no me di por aludida.

Me agradeció que hubiera cuidado del niño, con una ternura que daba fe de la sinceridad de sus palabras y acrecentó mis remordimientos por no haber demostrado más afecto por el pobre niño.

Me dijo que no deseaba tanto arrancarlo de mi lado como presentarlo en el mundo como hijo suyo, cosa que podía hacer, pues llevaba tanto tiempo sin ver a sus hijos (tenía dos hijos y una hija que se estaban criando con una hermana suya en Nimeguen, Holanda) que no parecería raro que enviara a otro hijo de diez años a criarse con ellos y decir, según las circunstancias, que su madre estaba muerta o viva; y, como yo había decidido contribuir tan generosamente a su educación, él añadiría también una suma considerable, aunque debido a los contratiempos que había sufrido (y repitió esas palabras) no pudiera hacer por él lo que habría hecho en otras circunstancias.

Entonces me sentí obligada a preguntarle por esos infortunios de los que tanto hablaba. Le dije que lamentaba mucho oírle decir que había sufrido reveses en los negocios y que no toleraría que, por culpa mía, viese incrementadas sus pérdidas o pudiese aportar menos a sus otros hijos, por lo que no permitiría que se llevase al niño —aunque su proposición fuese tan ventajosa para él— a menos que me prometiese que todos los gastos correrían de mi cuenta y añadí que, si cinco mil libras no le parecían suficientes, le daría más.

Estuvimos discutiendo sobre este y otros asuntos que consumieron casi todo el tiempo de aquella primera visita. Cometí la impertinencia de preguntarle cómo me había encontrado, pero me respondió con una evasiva, pidió mi permiso para volver a verme y se marchó. Y lo cierto es que estaba tan conmovida por todo lo que me había dicho que me alegré de que lo hiciera. A ratos me sentía llena de afecto y ternura por él, sobre todo al oírle hablar con tanta devoción del niño; otras veces me asaltaban las dudas sobre sus circunstancias y en ocasiones me estremecía el temor de que, si llegaba a intimar con él, pudiera enterarse de la clase de vida que había llevado en Pall Mall y otros lugares y acabara echándomelo en cara, motivo por el cual concluía que lo mejor que podía hacer era rechazarlo una vez más y no volver a recibirlo. Todos esos pensamientos, y otros muchos, se agolparon en mi imaginación de tal modo que estaba deseando librarme tanto de ellos como de él, por lo que me alegré mucho cuando se marchó.

Después volvimos a vernos varias veces, pero nos vimos obligados a discutir tantos preliminares que apenas tuvimos ocasión de abordar la cuestión principal. Una vez hizo alusión al asunto y yo cambié de conversación con una especie de broma:

—¡Ay! —le dije—, eso está fuera de lugar, hace siglos que lo hablamos. Y ya veis que ahora me he convertido en una anciana.

Mas adelante hizo otra tímida tentativa y yo volví a burlarme:

—Pero ¿qué decís? ¿Es que no veis que me he convertido en una cuáquera? Ahora ya no pienso en esas cosas.

—Vamos —respondió—, los cuáqueros se casan como todo el mundo y también se aman. Además, el vestido de cuáquera os sienta muy bien.

Y así volvió a bromear e incluso lo intentó una tercera vez.

No obstante, con el tiempo, empecé a mostrarme más amable con él y llegamos a intimar mucho, y, de no haberse interpuesto el desdichado incidente que me propongo contar ahora, sin duda me habría casado con él y habría consentido la siguiente vez que me lo hubiera pedido.

XXI

Yo llevaba mucho tiempo esperando carta de Amy, quien al parecer había vuelto a viajar a Rouen para proseguir con sus averiguaciones y, por una desafortunada coincidencia, recibí en ese momento su misiva, donde me comunicaba los resultados siguientes:

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