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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (30 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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El informe de Amy no acabó de satisfacerme y le ordené que viajara a Rouen en persona, cosa que hizo. Con grandes dificultades (pues la persona a quien debía preguntar había muerto) pudo enterarse de que mi mercader había vivido allí poco más de dos años y, después de sufrir un grave contratiempo en los negocios, había vuelto a Holanda, tal como le había informado el mercader francés, y había pasado allí otros dos años. Lo que no le había dicho es que después había vuelto a trasladarse a Rouen, donde gozaba de una excelente reputación, y había pasado allí otro año, para luego trasladarse a Inglaterra, e instalarse en Londres, donde vivía ahora. Pero, por mucho que se esforzó, Amy no pudo averiguar sus señas, hasta que, por pura casualidad, se las dio un viejo capitán de barco que había trabajado para él en Rouen. Según le dijo, residía en Laurence Pountney Lane, pero podía vérsele a diario en la Bolsa y en el Camino Francés.

Amy pensó que tendría tiempo sobrado de explicármelo todo a su regreso, pues no dio con el capitán holandés hasta pasados cuatro o cinco meses, así que volvió a París y luego a Rouen en busca de información, pero entretanto me escribió desde París, contándome que no había forma de encontrarlo, que llevaba fuera de la ciudad siete u ocho años, que le habían dicho que había vivido en Rouen y que, justo cuando se disponía a viajar allí, para ver qué podía averiguar, se enteró de que se había trasladado a Holanda, por lo que finalmente no había ido.

Ése, como digo, fue el primer informe de Amy y, como no me satisfizo, le encargué que viajara a Rouen a seguir con sus averiguaciones, tal como se ha visto más arriba.

Mientras ocurría todo esto y recibía los sucesivos informes de Amy, me ocurrió una extraña aventura que debo narrar aquí. Había salido a tomar el aire, como de costumbre, con mi amiga cuáquera, y casi habíamos llegado a Epping Forrest, e íbamos de vuelta hacia Londres cuando, en la carretera entre Bow y Mile End, nos adelantaron dos señores a caballo.

No cabalgaban deprisa, pero aun así nos adelantaron porque nosotras íbamos muy despacio, ni tampoco miraron hacia nuestro carruaje, sino que cabalgaron junto a él hablando muy serios y con la cabeza ligeramente ladeada; el que pasó más cerca del carruaje miraba hacia el otro lado y el otro llevaba el rostro vuelto hacia nosotras. Al pasar oí que hablaban en holandés, y sería imposible describir la confusión que sentí cuando vi con total claridad que el que iba más lejos, el que miraba hacia el carruaje, era mi amigo, el mercader holandés a quien había conocido en París.

Si hubiese podido ocultarle mi azoramiento a mi amiga la cuáquera, lo habría hecho, pero descubrí que estaba demasiado avezada en estas cuestiones para no darse cuenta.

—¿Entiendes el holandés? —preguntó.

—¿Por qué? —respondí.

—¿Por qué? —repitió ella—. Es fácil deducir que te ha puesto nerviosa algo que han dicho esos dos caballeros, tal vez estén hablando de ti.

—No, querida amiga —dije—, te equivocas, he entendido muy bien de lo que hablaban, pero se trataba de barcos y asuntos comerciales.

—En ese caso —insistió—, uno de ellos debe de ser amigo tuyo, o algo parecido, pues aunque tu lengua no lo confiese, tu rostro ya lo ha hecho.

Iba a contarle una mentira y a responderle que no los conocía de nada, pero comprendí que era imposible ocultárselo, así que le dije:

—De hecho, me ha parecido reconocer al que cabalgaba más alejado, pero no he hablado con él ni lo he visto en más de once años.

—Pues debiste de conocerlo muy bien, o de lo contrario no te habrías sorprendido tanto al verlo.

—Es cierto que me ha sorprendido verlo, pues lo hacía en otra parte del mundo, y puedo asegurarte que nunca lo había visto en Inglaterra.

—Entonces es más que probable que haya venido a buscarte.

—No, no, hace mucho que pasaron los tiempos de la caballería andante. Las mujeres ahora son mucho más fáciles de conseguir y los hombres ya no tienen necesidad de viajar de un reino a otro en su busca.

—Claro, claro —replicó—, pero me habría gustado ver lo que habría pasado si él te hubiese visto con tanta claridad como tú a él.

—No lo hará —dije yo—, pues estoy segura de que jamás me reconocería con este vestido y, si puedo, procuraré que tampoco pueda verme la cara.

Me puse el abanico delante de los ojos y ella me vio tan convencida que no insistió más.

Seguimos hablando del asunto y le insistí en que estaba decidida a no dejar que me reconociera, aunque acabé por confesarle que, a pesar de que no quería que él supiese quién era o dónde vivía, no me importaría saber dónde vivía y cómo podría localizarle. Ella tomó nota enseguida y, como su sirviente iba detrás del carruaje, lo llamó y le pidió que no le quitara la vista de encima a aquel caballero, y que, en cuanto llegásemos al final de Whitechapel, se apeara y lo siguiera de cerca, hasta averiguar dónde guardaba su caballo, y luego que entrase en la posada y preguntase, si podía, quién era y dónde vivía.

El hombre le siguió diligentemente hasta la puerta de una posada en Bishopsgate Street y, al verlo entrar, creyó haber logrado su objetivo, pero se equivocó, pues luego descubrió que la posada era un pasaje que conducía a otra calle, y que los dos caballeros habían cruzado la posada camino de la calle a la que se dirigían, de modo que volvió sin haber averiguado nada.

Mi amable cuáquera se enfadó y decepcionó más que yo, al menos en apariencia, y le preguntó al hombre si podría recordar a aquellos caballeros en caso de volver a verlos. El criado afirmó que lo había seguido tan de cerca, y se había fijado tanto en él, a fin de cumplir lo mejor posible con su encargo, que estaba seguro de reconocerlo, y que, en todo caso, estaba seguro de reconocer su caballo.

Esa parte era la más creíble, y la buena cuáquera sin decirme nada, le ordenó a su criado que se apostara todos los sábados por la tarde en la esquina del muro de la iglesia de Whitechapel, por ser ése el día en que los ciudadanos salían a pasear por el campo, y esperara a encontrárselo allí.

Pasaron cinco sábados antes de que el criado volviera muy contento y le informara de que había descubierto al caballero en cuestión, que era holandés, aunque se hubiese afincado en Francia como mercader, procedía de Rouen y se llamaba… y vivía en casa del señor…, en Laurence Pountney Hill. Desde luego, me llevé una buena sorpresa cuando mi amiga se presentó una tarde y me dio todos los detalles, excepto lo de que había puesto a vigilar a su criado.

—He encontrado a tu amigo holandés —afirmó—, y también he averiguado dónde vive.

Yo volví a sonrojarme hasta la raíz del cabello.

—Pues eso es que has pactado con el diablo, amiga mía —le dije muy seria.

—No, no —replicó—, no sé nada de demonios, pero te repito que lo he encontrado.

Y añadió que se llamaba así y asá y que vivía donde se ha dicho más arriba.

Yo volví a sorprenderme, pues no acerté a imaginar cómo había averiguado todo eso.

—En fin —dije—, agradezco mucho tu amabilidad, pero no valía la pena tomarse tantas molestias, pues, ahora que lo sé, sólo servirá para satisfacer mi curiosidad y por nada en el mundo le mandaría llamar.

—Como quieras —respondió ella—, estás en tu derecho de no contármelo, si no quieres. ¿Por qué ibas a fiarte de mí? Aunque, si lo hicieras, te aseguro que no te traicionaría.

—Eres muy amable —dije—, y te creo, puedes confiar en que, si alguna vez llego a querer verle, serás la primera en saberlo y te lo contaré todo.

Durante aquel intervalo de cinco semanas, me había enfrentado a cien mil perplejidades, estaba totalmente convencida de no haberme equivocado de persona, pues lo conocía muy bien y lo había visto con tanta claridad que no había equivocación posible. Había salido en el carruaje casi a diario (aprovechando la excusa de tomar un poco el aire) con la esperanza de volver a encontrármelo, pero no tuve la suerte de volver a verlo y, ahora que por fin había dado con él, seguía sin saber qué hacer igual que al principio.

Estaba decidida a dejarme matar antes que escribirle o hablarle si me lo encontraba; hacerle seguir aún me apetecía menos, así que, en una palabra, no tenía ni idea de qué hacer ni de cómo hacerlo.

Por fin llegó la carta de Amy, con el último informe que había conseguido en Rouen gracias al capitán holandés, que confirmaba lo que yo ya sabía y terminó de sacarme de dudas de que no estaba equivocada. Pero, aun así, no había modo humano de obligarme a hablar con él, pues, al fin y al cabo, ¿qué sabía yo de sus circunstancias? ¿Cómo saber si seguía soltero o se había casado? Y si tenía una mujer, yo sabía muy bien que era demasiado decente para dirigirme la palabra, o siquiera reconocerme, si me veía por la calle.

En segundo lugar, como me había ignorado por completo, lo que, en una palabra, es el peor modo de desdeñar a una mujer, y no había respondido a mis cartas, yo no sabía si seguiría siendo el mismo hombre de siempre, así que decidí no hacer nada hasta que no se presentase una oportunidad mejor y viera las cosas un poco más claras, pues estaba decidida a no darle otra ocasión de despreciarme.

Pasé casi tres meses debatiéndome entre tales pensamientos, hasta que por fin (llena de impaciencia) resolví enviar a buscar a Amy para contarle lo que ocurría, y no hacer nada hasta que ella volviera. Amy, en respuesta, me envió una carta en la que afirmaba que volvería lo antes posible y me rogaba que no entrara en contacto con él, ni con nadie, hasta su llegada, aunque sin darme más explicaciones, cosa que me molestó mucho, por varias razones.

Pero, mientras ocurría todo esto y Amy se retrasaba con sus cartas, razón por la cual no estaba tan satisfecha con ella como de costumbre, se produjo la siguiente escena:

Una tarde, a eso de las cuatro en punto, mi amiga cuáquera y yo estábamos en el saloncito de arriba charlando muy animadas (no había mejor compañía en el mundo), cuando alguien llamó a la puerta con mucha insistencia y, como dio la casualidad de que no había ningún criado cerca, salió a abrir ella misma. Se encontró a un caballero acompañado de un lacayo que, después de pronunciar algunas excusas que ella no llegó a entender bien, pues hablaba un inglés un tanto macarrónico, preguntó por mí, aunque no utilizó el nombre por el que me había conocido, sino el que empleaba en aquella casa.

Ella, muy educadamente, aunque a su manera, le invitó a pasar a un salón que había en el piso de abajo y afirmó que iría a comprobar si la persona que se alojaba en su casa respondía a aquel nombre.

Apenas me sorprendí, pues antes de saberlo con certeza ya había adivinado de quién se trataba (que los naturalistas nos expliquen la razón de esos presentimientos), aunque me asusté y quise morirme cuando la cuáquera subió tan contenta como una gallina clueca:

—Ha venido a visitarte el mercader holandés al que conociste en Francia. —No pude ni responderle ni moverme de la silla y me quedé inmóvil como una estatua. Mi amiga me dijo mil cosas agradables, pero no logró hacerme reaccionar y por fin me zarandeó y empujó—. Vamos, vamos, domínate y despierta. Tengo que bajar, ¿qué quieres que le diga?

—Dile —dije— que en esta casa no vive nadie con ese nombre.

—Eso no puedo hacerlo —replico— porque no es cierto. Además, ya le he explicado que estabas arriba. Vamos, vamos, baja conmigo.

—Ni por mil guineas —exclamé.

—Bueno —repuso ella—, le diré que bajarás enseguida. —Y se marchó sin darme ocasión de responderle.

En mi imaginación bulleron un millar de ideas, pero seguí sin saber qué hacer. Comprendí que no me quedaba otro remedio que recibirle, aunque habría pagado quinientas libras por evitar aquella entrevista y otras quinientas por tener ocasión de volver a verlo. Así de fluctuantes e indecisos eran mis pensamientos: rechazaba lo que más deseaba, justo cuando tenía ocasión de tenerlo, y me disponía a rechazar algo por lo que había pagado cuarenta o cincuenta libras al enviar a Amy a Francia, aun sin tener la menor esperanza de encontrarlo, algo que me había tenido tan intranquila que no había podido conciliar el sueño en casi medio año, hasta que Amy me propuso ir en su busca. En suma, no podía estar más confusa y alterada: una vez lo había rechazado y luego me había arrepentido sinceramente; después me había ofendido su silencio y había vuelto a rechazarlo mentalmente, pero también de eso me había arrepentido. Ahora había caído tan bajo como para enviarlo a buscar a Francia, cosa que, si él lo hubiera sabido, tal vez le habría impedido ir avisitarme. ¿Acaso debía rechazarlo por tercera vez? Por otro lado, cabía la posibilidad de que él también se hubiese arrepentido y de que, ignorante tanto de que me había rebajado a mandarlo buscar como de la vida disoluta que había llevado, hubiese venido a buscarme, y de que todavía pudiera aceptarlo en las mismas condiciones que me ofreció en su momento. ¿Es que debía negarme a recibirlo? Mientras estaba sumida en aquella confusión, volvió mi amiga la cuáquera y, al verme tan alterada, corrió a la alacena y me ofreció un vasito de licor, pero yo no quise probarlo.

—¡Oh! —dijo—, ya te entiendo, no te preocupes, te daré algo para quitarte el olor y, aunque te bese mil veces, no notará nada.

Yo pensé para mis adentros que parecía muy avezada en aquellos asuntos y que tal vez sería buena idea ponerme en sus manos, así que acepté bajar con ella. Me tomé el licor y ella me dio una conserva muy especiada, cuyo sabor era tan fuerte y tan delicioso que habría ocultado el aroma más dulce y no dejó ni rastro de licor en mi aliento.

Después de eso (aunque todavía con dudas), bajé con ella hasta un comedor que había pared por medio del salón donde él estaba esperándome, pero me detuve y le pedí que me dejara pensarlo un poco.

—De acuerdo, hazlo —dijo, y se marchó aún más deprisa que antes—. Piénsalo cuanto quieras, que ahora mismo vuelvo.

Aunque me volví atrás con un retraimiento sincero, cuando se marchó pensé que había sido muy poco amable por su parte dejarme allí y empecé a considerar que tendría que haberme obligado a acompañarla: así de absurdamente nos resistimos a lo que más deseamos del mundo, y nos engañamos con falsas reticencias cuando una negativa sería para nosotros peor que la muerte. Pero era más astuta que yo, pues, mientras estaba, por así decirlo, culpándola en mi imaginación por no haberme llevado con él por mucho que me hubiese resistido, ella abrió de pronto las puertas que daban al salón y dijo animándole a pasar:

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