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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (40 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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—En fin —afirmé—, tengo para mí que no se trataba de ningún vestido persa. Probablemente vuestra señora fuese alguna actriz francesa, es decir, una amazona de guardarropía, y se pusiera un vestido como los que se emplearon en la representación de
Tamerlán
en París, o alguna cosa parecida.

—No, señora, os aseguro que no era ninguna actriz, era una dama muy hermosa que lo mismo podría haber sido una princesa. Si era la amante de alguien, debió de serlo del mismísimo rey y la gente le hablaba como si lo fuese. Además, mi señora bailó una danza turca, o eso dijeron todos los nobles y señores, y uno de ellos juró que la había visto bailar en Turquía, así que no podía provenir del teatro de París, y el nombre de Roxana es turco.

—Bueno —objeté—, pero ése no sería el verdadero nombre de vuestra señora.

—No, no, no lo era. Conozco muy bien el nombre y la familia de mi señora y no se llamaba Roxana, en eso no os falta razón.

Una vez mas, volvió a dejarme sin palabras, pues no me atreví a preguntarle cómo se llamaba en realidad, no fuese a haber pactado verdaderamente con el demonio y diera mi propio nombre como respuesta. Cada vez estaba más segura de que la chica había descubierto de un modo u otro mi secreto, aunque no se me ocurría cómo podía haberlo hecho.

En una palabra, la conversación me incomodaba enormemente y traté de ponerle fin por todos los medios, pero me resultó imposible, pues la mujer del capitán, que la llamaba «hermana», la apremiaba y animaba a seguir hablando, convencida en su ignorancia de que la historia debía de estar resultándonos muy entretenida.

Dos o tres veces intervino la cuáquera para señalar que la tal Roxana parecía muy bien informada y que era probable que, si había vivido en Turquía, la hubiese mantenido algún gran bajá. Pero mi hija la interrumpió para proseguir con las más extravagantes alabanzas de su señora, la famosa Roxana. Yo la critiqué diciendo que no había duda de que se trataba de una mujer escandalosa, pero ella no quiso ni oír hablar de eso: su señora era de una perfección tal que sólo un ángel podría comparársele. Y eso que de sus palabras se deducía que la célebre dama mantenía nada menos que una especie de casa de juegos, o, como se diría ahora, que celebraba reuniones consagradas al juego y la galantería.

Yo no podía sentirme más incómoda. Sin embargo, la historia prosiguió sin que saliera a relucir la verdad, e incluso me mostré contrariada de que me comparasen con aquella dama de vida alegre cuyas costumbres fingí reprobar totalmente.

Pero no acabó ahí mi suplicio, pues la ingenua cuáquera pronunció entonces unas palabras que volvieron a mortificarme:

—Por como lo describe, me parece que el vestido de esa señora se parece mucho al tuyo. —Luego se volvió hacia la mujer del capitán y le dijo—: Mi amiga tiene un vestido persa o turco mucho mas hermoso.

—¡Oh! —respondió la chica—, es imposible que sea mejor, pues el de mi señora estaba todo repujado de oro y diamantes, y su cabello y su turbante, he olvidado cómo lo llamaba, brillaban como las estrellas de tantas joyas como tenían engarzadas.

Hasta entonces jamás había deseado librarme de la compañía de mi buena amiga la cuáquera, pero en ese momento habría dado muchas guineas por desembarazarme de ella, pues movida por la curiosidad de comparar los dos vestidos empezó inocentemente a describir el mío. Y nada me horrorizaba mas que la aprensión de que pudiera importunarme pidiéndome que se lo enseñase, cosa que decidí no hacer en ningún caso.

Pero, antes de llegar a eso, le pidió a mi hija que le describiera el
tyhaia
o turbante, y ella lo hizo con tanta habilidad que la cuáquera no pudo sino decir que el mío era exactamente idéntico y, tras encontrar otras muchas similitudes, a cual más irritante, me pidió amablemente que le permitiese a aquellas señoras ver mi vestido y ellas se unieron ansiosas a su petición sin miedo de resultar impertinentes.

Yo traté de negarme y, aunque al principio no se me ocurrió ninguna excusa, les dije que estaba guardado con el resto de la ropa que había embalado para enviarla a bordo, y que, cuando viajáramos juntas a Holanda (cosa que, dicho sea de paso, decidí que no ocurriría jamás), me lo pondría para que lo viesen, aunque no debían contar con que bailara con él igual que hacía la tal Roxana con todas sus joyas.

De ese modo salí bastante bien librada y, después de eso, todo lo demás resultó fácil y empecé a estar un poco mas relajada y, por poner fin cuanto antes al relato de esta conversación, me deshice como pude de mis visitantes, que aun así se fueron mucho más tarde de lo que yo habría deseado.

XXVII

En cuanto se marcharon, corrí a ver a Amy y di rienda suelta a mi cólera, le conté toda la historia y le hice ver las desgracias que nos había acarreado su paso en falso. Amy lo comprendió enseguida y expresó su ira de otro modo: tildando a la pobre chica de mujerzuela, loca (además de otras cosas peores) y de todos los epítetos que se le ocurrieron. En ese momento, entró la honrada cuáquera y puso fin a nuestra conversación.

—Bueno —dijo—, por fin se han ido. Venía a felicitarte, pues me había dado la impresión de que la visita te estaba resultando muy fatigosa.

—Ciertamente, así ha sido —respondí—, esa joven nos ha enredado a todas en un cuento de Canterbury. Pensé que no se acabaría nunca.

—Lo que me extraña es que haya insistido tanto en hacerte saber que era sólo una camarera.

—Sí —dije—, y en una casa de juegos, o casino, y al otro extremo de la ciudad. Tendría que saber que eso no le dará muy buena reputación entre sus conciudadanos.

—No he podido evitar darme cuenta —dijo la cuáquera— de que hablaba con doble intención. Quisiera saber qué le rondaba por la cabeza. Nada me satisfaría mas que averiguarlo.

«¿Ah, sí? —pensé—. Pues a mí no. Al menos te aseguro que no me satisface nada oírte. ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Cuándo acabarán todas estas zozobras?». Aunque, claro, no lo dije en voz alta, sino que respondí a mi amiga la cuáquera preguntándole a qué se refería y que le hacía pensar eso.

—No puede tener nada contra mí —añadí.

—No —respondió amable la cuáquera—, y aunque lo tuviese, no es asunto mío y no se me ocurriría pedirte que me lo contaras.

Eso volvió a asustarme, no porque temiera confiarle mi secreto a aquella buena mujer en caso de haber despertado sus sospechas, sino porque prefería no tener que contárselo a nadie. Sin embargo, ya digo que me asusté un poco, pues, ya que se lo había ocultado todo hasta entonces, me habría gustado seguir haciéndolo, pero era imposible que no hubiese reparado en un sinfín de detalles inquietantes en las palabras de la chica y era demasiado perspicaz para contentarse con una vulgar excusa. Por suerte, no era lo bastante indiscreta para preguntarme por la historia o tratar de averiguarla por su cuenta, ni tampoco habría sido peligrosa en caso de haberse enterado. Pero, como digo, debió de reparar por fuerza en varios detalles como el nombre de Amy y las descripciones del vestido de turca que ella había visto y admirado, tal como he contado más arriba.

Lo primero habría podido disimularlo regañando a Amy y preguntándole a quién había servido antes de vivir conmigo, aunque también eso habría sido inútil, pues habíamos comentado en numerosas ocasiones los muchos años que había vivido conmigo y, lo que es peor, yo había admitido tener habitaciones en Pall Mall, por lo que todo encajaba demasiado bien. Sólo había una cosa que podía ayudarme a confundir a la cuáquera y es que la chica había contado lo rica que se había vuelto Amy y que tenía una carroza propia: siempre era posible, pues, que hubiese varias señoras Amy aparte de la mía, que, desde luego, no podía permitirse tener una carroza, y tal vez eso contribuyera a despejar las sospechas que pudiera albergar la amable cuáquera.

Pero lo que más me alarmó fue comprender que iba a ser muy difícil convencerla de cuáles eran las intenciones de mi hija, pues afirmó haber reparado en que la chica se había conmovido mucho al oír hablar del vestido, y más aún cuando me pidieron que les enseñara el mío y yo me negué a hacerlo. Aseguró que, en varias ocasiones, la había notado muy emocionada y que le había parecido que le costaba un gran esfuerzo dominarse, e incluso la había oído murmurar un par de veces con lágrimas en los ojos que «lo había averiguado», o que «lo averiguaría», no recordaba bien, y añadió que, cuando les expliqué que mi vestido turco estaba embalado con la ropa y que tendrían que esperar a que llegásemos a Holanda para verlo, la había oído decir en voz baja que, en ese caso, haría el viaje a propósito.

Cuando terminó de hacerme esos comentarios, yo observé que había notado también que la chica hablaba y se comportaba de un modo muy raro y que se había mostrado muy inquisitiva, pero afirmé que no sabía adónde quería ir a parar.

—¿Adónde quería ir a parar? —dijo la cuáquera—. A mí me parece muy evidente: cree que sois la misma Roxana que bailaba vestida de turca, pero no está segura del todo.

—¡Eso cree! —exclamé—. De haberlo sabido, yo misma la habría sacado del error.

—¡Pues claro que lo cree! Yo misma había empezado a creerlo, y aún seguiría haciéndolo, si no me hubieran convencido tus palabras y tu actitud indiferente.

—¿Así que la habrías creído? —dije con cordialidad—. No sabes cuánto lamento oírlo. ¿Es que me habías tomado por una actriz o una cómica francesa?

—No es necesario llevar las cosas tan lejos —respondió la buena y amable mujer—. En cuanto le hiciste aquellas reflexiones, supe que no podía ser cierto, pero ¿cómo querías que no lo pensara cuando describió tu vestido, con el turbante y las joyas incluidas, y cuando habló de Amy y de otras circunstancias? Claro que la habría creído —continuó—, si tú no la hubieras contradicho, pero, en cuanto te oí hablar, comprendí que no podía ser cierto.

—Es muy amable por tu parte —repliqué—, y te estoy agradecida por hacerme justicia. Por lo visto, es más de lo que puede hacer esa deslenguada joven.

—No —respondió la cuáquera—, desde luego no te hace justicia, pues sin duda sigue creyendo lo mismo que creía antes.

—¿Ah, sí?

—Sí, y estoy convencida de que volverá a visitarte.

—¿Tú crees? En tal caso, me temo que no tendré más remedio que enfrentarme con ella.

—No, no será necesario —afirmó, de muy buen humor—. Yo te la quitaré de encima y, si hace falta, le plantaré cara e impediré que vuelva a molestarte.

Me pareció un ofrecimiento muy amable, aunque no se me ocurrió cómo se las apañaría y reconozco que la idea de volver a verla en mi casa me perturbó un poco, pues no sabía qué actitud adoptaría ella ni cómo debía recibirla yo. No obstante, mi buena amiga y constante consuelo afirmó que la chica le había parecido una impertinente y que, puesto que le había dado la impresión de que yo no deseaba hablar con ella, había decidido que no volviese a molestarme. Pero ya tendré ocasión de contarlo con más detalles, pues la chica llegó mucho más lejos de lo que yo había imaginado.

Como he dicho antes, iba siendo hora de hacer algo para convencer a mi marido de la necesidad de retrasar el viaje, así que una mañana empecé a hablarle desde la cama mientras se vestía y fingí encontrarme muy indispuesta, y, como era tan fácil convencerle de cualquier cosa, pues creía todo lo que le decía, me las arreglé para darle a entender que estaba encinta, aunque no se lo dije claramente.

No obstante, resultó tan eficaz que, antes de salir de la habitación, se acercó a la cama y me habló muy seriamente de mi indisposición. Animado por la esperanza de que estuviese encinta, me rogó que considerase si no sería mejor alterar nuestros planes de viajar a Holanda, pues el mareo y, aún peor, las tormentas podían ser muy peligrosas en mi estado, y, tras decirme las cosas más amables que podría decir el más amable de los maridos, me pidió que descartase la idea del viaje hasta que todo hubiese concluido y aceptara dar a luz en Inglaterra, donde podrían cuidarme y atenderme mucho mejor.

Eso era justamente lo que yo quería, pues, como ya se ha dicho, tenía mil y un buenos motivos para posponer el viaje, sobre todo en compañía de aquella joven, y mi intención era que fuese él y no yo quien propusiera retrasarlo. Incluso tuve la oportunidad de hacerme de rogar, pues le dije que no quería causarle tantas molestias y dificultades, que ya había reservado la cubierta de camarotes del barco y que tal vez hubiese pagado parte del dinero y embarcado mercancías, por lo que cancelar el viaje le ocasionaría un gasto innecesario y tal vez perjudicase también al capitán.

Él respondió que no me preocupara y que no permitiría que eso me inquietara ni un solo instante, añadió que podría excusarse fácilmente con el capitán del barco explicándole los motivos y que, aunque tuviese que compensarle por las molestias, no le saldría muy caro.

—Pero, querido —dije—, si ni siquiera os he dicho todavía que esté encinta, pues yo misma lo ignoro. Y, si finalmente resultara no estarlo, la habríamos hecho buena. Además —proseguí—, esas dos damas, la mujer del capitán y su hermana, cuentan con que vayamos y han hecho ya todos los preparativos y todo para atenderme, ¿qué les diremos ahora?

—No os preocupéis por eso —respondió—. En caso de que no estuvieseis encinta, aunque espero que lo estéis, tampoco pasará nada. A mí no me perjudicará lo más mínimo quedarme otros tres o cuatro meses en Inglaterra y podemos irnos cuando queramos, una vez estemos seguros de que no lleváis un hijo en vuestro seno o, en caso de que lo llevéis, cuando os hayáis recuperado del parto. En cuanto a la mujer del capitán y su hermana, dejádmelas a mí, yo respondo de que no se ofendan. Haré que el propio capitán se excuse en nuestro nombre y todo irá bien, os lo aseguro.

Todos mis deseos se habían cumplido y eso me tranquilizó un poco. Desde luego, seguía preocupada por aquella muchacha tan impertinente, pero confiaba en que, una vez suspendido el viaje, dejase de molestarme. Sin embargo, pronto comprobé que me equivocaba, pues volvió a ponerme entre la espada y la pared del modo más incalificable que se pueda imaginar.

Mi marido, tal como habíamos acordado, se reunió con el capitán del barco y se tomó la libertad de decirle que mucho se temía tener que decepcionarlo, pues había ocurrido algo que le había obligado a cambiar de planes, por lo que su familia no podría partir a tiempo con él.

—Estoy enterado, caballero —dijo el capitán—, he oído decir que vuestra esposa se ha encontrado con una hija con la que no contaba. Os felicito.

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