Rito de Cortejo (26 page)

Read Rito de Cortejo Online

Authors: Donald Kingsbury

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Rito de Cortejo
10.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

La cabeza de Teenae yacía sobre la almohada donde ellos la habían dejado. El perfil de su nariz se recortaba con nitidez, como la cera de un escultor. Tenía el cuerpo relajado y una pierna flexionada. Una mano cerrada apretaba la camisa de noche de encaje que él le había regalado, dejando al descubierto sus caderas. Era demasiado joven para tener las caderas de una mujer, y apenas si comenzaban a notarse lo que más adelante se convertirían en unos senos erguidos. Y estaba tan quieta que Hoemei había odiado a Joesai por aquellos impetuosos embates con que le habían quitado su virginidad; ella estaba inmóvil como la muerte bajo la pálida Luna Adusta. Entonces pareció respirar. Qué alivio. Hoemei se acercó. La observó, le colocó la mano bajo la nariz y pudo percibir su aliento. Teenae giró la cabeza y abrió los ojos serenamente.

Hm,
dijo al recordar.
¿Qué fue todo eso? ¿Ahora estoy realmente casada?,
preguntó. Atrajo a Hoemei hacia sí y se acurrucó contra él para volverse a dormir. Él dejó la mano sobre su pecho de niña, sintiéndola respirar, feliz.

La necesito,
pensó ahora, incapaz de llorar. Después de despedir al secretario, comenzó a caminar por su oficina olvidando sus especulaciones sobre las diferentes estructuras gubernamentales. Entonces subió a los niveles ovoides del Palacio hasta la sala de comunicaciones y trató de transmitir un mensaje a Gaet, que se encontraba en las colinas, supervisando la construcción de un nuevo camino para los skrei rodantes. Fue imposible encontrar a su hermano. Hoemei dejó un angustiado mensaje para que lo llevase a toda prisa algún corredor Ivieth.

El camino de vuelta a casa pareció llevarle una eternidad. Las calles de Kaiel-hontokae eran como un gigantesco juego de Kol, y él parecía una pieza de madera movida por jugadores crueles, cuyo obscuro propósito estratégico él desconocía. Noé
lo supo
en cuanto vio su rostro. Él no le dijo nada; sólo lloró. Ella se negaba a creer que Joesai y Teenae estuviesen muertos, lo interrogaba aferrada a alguna esperanza, conteniendo su desazón, pero Hoemei estaba seguro y sollozaba.

Noé no se permitió llorar. Ella
tenía
una amada coesposa con la cual podía compartir a sus hombres, y la pequeña Teenae
no estaba
muerta, y ella no lloraría porque necesitaba controlar sus emociones para poder consolar a Hoemei. Sin embargo, cuando su marido se durmió, las lágrimas brotaron silenciosas, rodando por las cicatrices dibujadas en sus mejillas, como un torrente que se derrama sobre una tierra arada.

Capítulo 28

Durante los tiempos de la gloria Arant, eran ellos quienes decían que el sufrimiento conduce a la grandeza de espíritu. Los Kaiel piensan lo opuesto. Es la grandeza la que conduce al sufrimiento, ya que... ¿quién es capaz de comprender a un gran hombre? ¿Y no es verdad que el sacerdote ermitaño vive la agonía de no poder compartir sus mundos internos?

Tae ran-Kaiel en el funeral de Rimi-rasi

La posada de la montaña estaba encajada en la bifurcación de un desfiladero, allá en lo alto, entre las cumbres cubiertas de nieve. Como todas las posadas del Camino Largo, ésta también la regentaban los Ivieth. Los viejos mensajeros, incapaces de soportar las penurias de la ruta, conseguían madera para el fuego, mantenían la sopa caliente y atendían a los viajeros que buscaban refugio. También se ocupaban de los congéneres que pasaban por allí con sus carretas.

En el lugar abundaban los niños. Eran más altos y robustos de lo habitual y se dedicaban a correr por los pasillos de la posada, pero se mostraban muy amables con la clientela. Sus hermanos mayores ya estaban en los caminos, portando la carga que exigía el kalothi del clan. Un Ivieth debía comenzar a arrastrar su carga antes de llegar a la pubertad, o no tenía otro destino que la muerte y ser comido.

Oelita se hallaba sentada sola en un rincón, pero se había acercado lo más posible al fuego sin llamar la atención. Normalmente hubiese compartido la mesa con los Ivieth, o se habría acercado a los otros viajeros para hacer nuevos amigos y bromear sobre el cansancio de sus pies. Pero estaba en territorio Kaiel. El miedo había ido en aumento a medida que las colinas ondulantes daban paso a las laderas rocosas, el camino serpenteante y la altura, cuyo viento helado jugaba con su cuerpo como con el arbusto que había visto volar hacia un barranco.

Oelita había enviado el cristal con un mensajero de confianza y sabía que se encontraba en buenas manos... pero aún tenía miedo.

Uno de los pequeños Ivieth se acercó corriendo y limpió su mesa con un trapo. Entonces observó su cuenco y notó que el caldo ya no humeaba.

—Le traeré un poco más —dijo antes de retirarlo y marcharse de puntillas, con la vista fija en el borde del cuenco. Unos momentos antes había volcado un poco en el suelo y tuvo que limpiarlo.

Tenía la misma edad que los hijos de Oelita cuando se los llevaron al Templo de Congoja.

Una mujer de cabellos blancos, que a pesar de ser vieja y encorvada era mucho más alta que Oelita, le llevó un nuevo cuenco de sopa. Detrás de ella venía su nieto, muy enfadado porque la abuela no confiaba en que él pudiese llegar hasta la mesa sin volcar nada.

—Estamos tan atareados con esto de la construcción del camino, y él nos ayuda mucho. ¡Nunca habíamos tenido tanta gente!

Mientras ella hablaba, tres hombres entraron en la posada y cerraron la puerta contra el fuerte viento. Por el brillante tocado de fibras entrelazado en su cabello, Oelita supo que uno de ellos pertenecía al clan Mueth. Otro era de un clan distante que ella no conocía. El tercero era más bajo, pero irradiaba tanta autoridad que sin duda debía pertenecer a los formidables Kaiel.

—¡Gaet! —dijo un hombre al otro extremo del salón, alzando su jarro. El Kaiel lo saludó pero se dirigió a otra mesa para embarcarse en una animada conversación. Tres niños Ivieth, que evidentemente lo conocían bien, corrieron a su encuentro y se subieron a sus espaldas para quitarle el abrigo. Oelita notó que la abuela lo miraba con una sonrisa, como esperando que la saludase. Él no le prestó atención y continuó recorriendo las mesas haciendo una broma aquí, dando una palmada en la espalda allá, un apretón de manos en otra mesa, una caricia en la cabeza de algún niño.

—¡Gaet! —dijo la anciana con impaciencia.

Finalmente él se volvió y la miró con calidez.

—Crees que tengo hambre, ¿no?
Sabes
que tengo hambre. Sería capaz de comerme la corteza de un árbol. ¿Qué hay en la sopa?

—Siéntate con esta joven viajera que está atravesando las montañas sin escolta, es nuestra única mesa libre, y yo iré a buscar algo para llenar tu estómago.

El hombre se sentó. Llevaba la camisa entreabierta y Oelita pudo ver el hontokae tallado en su pecho. Hubiese querido correr, estar entre sus amigos de la costa, y sin embargo él le sonreía con cordialidad. Ella lo miró y le respondió con la sonrisa suave que empleaba para seducir a los hombres.

—¿Cómo está el caldo? —le preguntó Gaet para iniciar una conversación.

—Muy bueno.

—Te encuentras lejos de la costa.

—¿De qué otro modo podría llegar a Kaiel-hontokae? —preguntó ella con dulzura.

—Es un viaje largo. Debes de tener una razón muy importante para recorrer tanta distancia.

—La tengo. Voy a implorar por la vida de mi gente. Tal vez al hacerlo deba manifestarme en contra de vuestras creencias. Tú también debes de tener una razón importante. Estamos tan lejos de Kaiel-hontokae como de la costa.

—Me estoy ocupando de que el camino que cruza las montañas sea mejorado. Pero en realidad he llegado hasta aquí por un solo motivo. —Esbozó una sonrisa—. He viajado a un ritmo vertiginoso desde que oí decir que cierta bella mujer de la costa estaba atravesando las montañas sin compañía. Me pareció un riesgo innecesario.

Oelita se sobresaltó. ¡Entonces él la conocía! Alguien lo había enviado. Estaba allí por el cristal. Era uno de los hombres de Joesai. ¡Tenía que escapar!

—¿Y un escolta Kaiel me brindaría seguridad? —preguntó con ironía.

—¡Ah, entonces has conocido a Joesai! —exclamó él, dando una palmada sobre la mesa.

Al escuchar ese nombre, el corazón de Oelita comenzó a latir con fuerza. Allí había un juego que no lograba comprender.

—No quiero ninguna escolta Kaiel. Yo valoro mi vida.

—Existen diversas facciones entre los Kaiel. ¿No ocurre lo mismo con todos los clanes sacerdotales? Yo represento a la facción del Primer Profeta, que tiene mucho interés en que sigas con vida.

—¿Quién es Joesai?

El hombre llamado Gaet se echó a reír.

—Podría decirse que Joesai es un sacerdote ermitaño. Vive intensos amores y tiene sus propias ideas respecto a cómo deben ser las cosas. Sobrevive mejor cuando no lo alcanzan las órdenes generadas por hombres cuyas ideas no comparte. —Su rostro se tornó serio—. No creo que debas temer nada de Joesai. Tenemos razones para creer que su grupo fue capturado cerca de Soebo.

—¿Lo tienen los Mnankrei? —preguntó Oelita con incredulidad.

—Sólo sabemos que los Mnankrei se apoderaron de su barco y de quince de sus hombres. Es posible que lo hayan matado.

—¡Mientes! —exclamó ella enfurecida—. Él y dos de sus hombres estuvieron conmigo en Congoja hace muy poco. He viajado toda la noche por miedo a que me estuviera siguiendo. —Observó una profunda reacción en el rostro de Gaet. ¿Qué era? ¿Sorpresa? ¿Esperanza? ¿Alivio? Lo que vio hizo que volviera a sentir temor. Ese extraño no parecía un enemigo de Joesai.

—¿Estaba con una mujer cuando lo viste?

Ah, no puedo confiar en este hombre. Está enamorado de Teenae,
pensó ella.

—Fue apuñalada. La llevaron a algún lugar de la costa para que se recuperase. No sé dónde se encuentra Joesai, pero
ella
no está en Soebo.

—Gracias a Dios.

—¿Joesai te envió?

—No. No hemos tenido noticias de él. Hoemei, un hombre de Aesoe, me pidió que te llevara sana y salva hasta Kaiel-hontokae. Hoemei es el encargado del programa de ayuda para la costa. Hemos recibido noticias de que se aproxima una hambruna. ¿Sabes algo al respecto?

—Los escarabajos devastan la tierra. Los Mnankrei queman nuestros silos. Necesitamos ayuda.

—Es una suerte que nos hayamos conocido.

—El precio que pediréis por vuestra ayuda será demasiado alto.

Gaet lanzó una breve carcajada y luego guardó silencio. Con la vista fija en el cuenco de sopa, comenzó a hacerlo girar entre sus manos. Oelita notó que tenía nueve dedos. Le habían amputado un meñique. Los vapores aromáticos de la sopa flotaron y se disiparon como pensamientos que iban y venían.

—Esta vajilla... su diseño es bonito, ¿verdad? —comentó—. Me agradan estos niños que retozan despreocupados. ¿A ti también te agrada?

—Nunca antes había visto una forma semejante, ni tampoco un color tan suave y puro.

—Un buen esmalte. Las piezas se cascan con facilidad. No son de arcilla. Estos cuencos son muy comunes en Kaiel-hontokae, aunque no se los vea tanto en la costa. Se cuecen en las pequeñas aldeas de montaña, y los menciono porque hace mucho tiempo fue el negocio con los Kaiel lo que creó los mercados. ¿Nosotros necesitábamos la vajilla? Para nada. La aldea estaba sufriendo y ésta era una solución. ¿Los estafamos? No. Podríamos haberlo hecho. Teníamos y tenemos el poder. Pero nosotros los Kaiel vemos el futuro casi con la misma claridad que en los sueños. Un trato sucio acordado mientras tenemos ventaja siempre conduce a un conflicto en el futuro; siempre, siempre, siempre. Hacemos negocios en tiempos difíciles, sí. Esa es nuestra habilidad: esquivar la desgracia, fusionar pierna, brazo, cabeza, corazón, hígado y ano para formar un matrimonio armonioso. Pero, al menos conscientemente, nunca hacemos tratos que no nos servirán cuando lleguen tiempos mejores.

—Nos ofreceréis comida a cambio de ejercer dominio... igual que los Mnankrei —dijo Oelita con amargura.

El sacudió la cabeza.

—Ni siquiera podemos ofreceros comida en las cantidades que son capaces de transportar los Mnankrei con sus barcos. Las montañas y la distancia son grandes obstáculos, pero os ofreceremos un gobierno más sólido. No fueron los Kaiel quienes injertaron genes humanos en el cuerpo de los escarabajos de modo que los niños no puedan comer el trigo que fue regado con el sudor de sus padres.

—¿Ellos hicieron eso? ¿Eso también?

—Alguien lo hizo.

—¿Encontrasteis genes humanos en los escarabajos que Nonoep envió a Kaiel-hontokae?

—Sí.

—¡Eso es criminal! ¡Es horrible!

—Eso es el poder cuando se emplea mal. Estas cosas suceden cuando un sacerdote prefiere obtener poder a ejercer su labor de artesano del destino humano.

Oelita vio el granero incendiado en Congoja, al arrogante sacerdote Tonpa tal como era. ¿Pero eran más honestos los Kaiel? Él continuaba desacreditando a los demás con la intención de favorecer a los suyos.

—Los Stgal os han fallado. Deberíais ser ricos, y sois pobres. En vuestras tierras hay más riqueza que en Kaiel-hontokae. Congoja debería contar con flotas de barcos para competir con los Mnankrei, pero sólo es un centro marítimo menor. ¿Soebo posee un puerto mejor que Congoja?

Con eso le bastaba.

—¡Y llevaréis vuestras guarderías a Congoja para abastecer nuestros mercados de carne!

La respuesta de Gaet fue serena, locuaz, como si ya la hubiese dado mil veces.

—Sólo los Kaiel tienen guarderías. Es nuestra forma de procrear para la Conducción. No interferimos con las reglas de procreación de otros clanes. En tiempos de hambruna, los grupos que nos han jurado lealtad aceptan nuestras decisiones. Son libres de moverse y de aliarse con un clan sacerdotal mejor.

—¡Cuando veo la sangre en los templos, creo que estaríamos mejor sin los clanes sacerdotales!

Gaet se encogió de hombros.

—Se ha intentado. Y aquellos que lo intentaron no sobrevivieron a las hambrunas.

Por un momento Oelita recordó a sus hijos, cuando los llevaba al mar en su morral porque sus piernas no podían llevarlos. Sus ojos solían brillar cuando observaban los nidos de escarabajos en la arena. Los ojos de Oelita se llenaron de lágrimas, y su mano se posó sobre la de Gaet.

—No riñas conmigo.

—Tus intereses son los míos —dijo él con suavidad, leyendo sus pensamientos.

—¿Cómo transportaréis trigo a través de estas montañas? Hasta ahora, para mí no eran más que palabras y una silueta brumosa en el horizonte... pero al estar aquí me siento impresionada.

Other books

Origins by L. J. Smith
Never to Part by Joan Vincent
Online Lovers by Sheila Rose
Dirty by HJ Bellus
The Nightstone by Ogden, Wil
Kiss Me, Lynn by Linda George
Requisite Vices by Miranda Veil