—Una milla náutica —contestó—, más de ciento sesenta kilómetros por hora. Ya hemos alcanzado los cien.
—¡Qué emocionante! —exclamé, aunque mi voz traicionaba mis sentimientos.
Tor me miró de soslayo.
—¿No estás asustada? —inquirió.
—No seas ridículo —repliqué.
En ese momento, la sangre caliente se agolpó en el interior de mis ojos. Estaba segura de que iba a desmayarme.
—¡Fantástico! ¡Entonces, la desplegaremos totalmente y volaremos de verdad! —dijo regocijado.
«Dios mío, voy a morir»., pensé.
Las velas parecían estar a punto de romperse. La nieve que atravesaba el arco era tan espesa que formaba un túnel aislante que impedía toda visión. Nos encontrábamos dentro de una funda de almohada de nieve silenciosa cuando forcé vista y oído para distinguir el entorno. El silencio y la ceguera resultaban más aterradores que lo que ocultaban.
De pronto, la nieve se desvaneció y mi corazón se detuvo.
¡Estábamos casi sobre el embarcadero! Los botes se cernían sobre nosotros, rodeándonos como horribles monstruos impúdicos. Cuando nos abalanzábamos sobre ellos, Tor inclinó el trineo de costado. De no haber estado atada, habría salido volando. El giro fue tan brusco que estaba segura de que los patines saldrían disparados y de que nos incrustaríamos en el embarcadero.
Durante unos espantosos segundos, casi toqué el hielo con la cabeza cuando la gravedad nos atrajo más y más hacia la tierra. Luego nos desviamos totalmente hacia el lado contrario y dimos media vuelta en un suave y firme círculo en dirección hacia el embarcadero.
Jadeaba sin resuello, tragando aire con fuerza para no desmayarme. Tor se deslizaba zigzagueando grácilmente en amplios y suaves arcos. Cuando alcanzamos la orilla, dejó caer la vela, deslizó el bote dentro de la grada en un inesperado corte diagonal y saltó al embarcadero para amarrar el bote.
Yo me quedé inmóvil, paralizada por el miedo, tan temblorosa que casi no me sostenía en pie. Cuando me tendió la mano no estaba segura de que pudiera moverme. Pero, cuando conseguí ponerme en pie y Tor me ayudó a salir, me asaltó súbitamente una ráfaga de calor, una energía intensa y radiante, más allá de la excitación o de la histeria. Tardé unos instantes en comprender de qué se trataba. Era euforia.
—Me ha encantado —comenté en voz alta, sorprendiéndome a mí misma.
—Sí, imaginaba que te gustaría —dijo Tor—. ¿Podrías decirme por qué?
—Creo que ha sido por el miedo —le contesté, preguntándome a mí misma la razón de que fuera así.
—Exacto, el miedo a la muerte es la afirmación de la vida —explicó—. Los hombres lo saben, pero las mujeres… casi nunca. Lo vi en ti aquella primera noche, cuando te encontré en el pasillo. Eras como una niña perdida. Estabas tan asustada que diste un salto cuando te hablé. Tenías miedo de lo que iba a ocurrir en tu trabajo, pero el miedo no te detuvo. Te tendí la mano y tú la tomaste. Te alzaste contra todos ellos y lo hiciste sola.
Tor sonrió y me levantó del suelo. Me sostuvo un rato demasiado largo; el calor de su cuerpo penetraba a través de mi grueso abrigo y su rostro permanecía pegado a mis cabellos. Súbitamente sentí miedo, pánico, aunque no sabía por qué.
—Por eso te elegí-me dijo por fin.
—¿Qué me elegiste? —pregunté, apartándome un poco de él para mirarlo—. ¿Qué rábanos quieres decir?
—Sabes perfectamente lo que quiero decir —replicó.
El también parecía algo nervioso. La tenue luz de la luna tino de plata su piel y sus cabellos. Puso las manos sobre mis hombros y se inclinó sobre mí. No le había visto nunca aquella expresión.
—Quizás esté demasiado cansado —me dijo—. Siempre me han aburrido las personas que me rodean. La vida ya no ofrece reto alguno para mentes como la mía. Te he echado de menos, querida. Me alegra que hayas vuelto por fin.
—No he vuelto —repliqué, sintiendo el corazón latir fuertemente en mi pecho. Sin duda, la palpitación que notaba en el cerebro había sido causada por la carrera con el velero para hielo—. Además, creía que era a mí a quien se le habían agotado las emociones, al menos eso dices siempre.
—Tus emociones no se han agotado, están reprimidas —me contestó fríamente—. ¿Cómo puede agotarse algo que no se ha utilizado jamás?
Tor giró en redondo sobre sus talones y se dirigió al coche. Yo le seguí torpemente, con mis zapatos de noche ridículos e inadecuados para la ocasión. Era asombroso que hubieran permanecido en mis pies después de aquel torbellino.
—Mis emociones sí han sido utilizadas —le grité a la espalda.
Vi que abría la portezuela del coche y corrí por entre los montones de nieve.
—Tengo una emoción que está a punto de ser utilizada —me dijo, empujándome al interior del coche—: la ira. ¡Y tú la provocas tan a menudo que no comprendo cómo no te he dado de azotes todavía!
Después de aquel arrebato, cerró la portezuela violentamente, subió al coche y se ajustó los guantes a tirones. Permaneció callado mientras ponía el motor en marcha y esperaba a que se calentara. Yo contemplaba cómo mi aliento empañaba los cristales. No sabía qué decir.
—Creo que es una buena inversión, —apunté por fin.
—Crees que es una buena inversión, ¿eh? ¿El qué? ¿Qué yo pierda los estribos? ¿O acaso me sugieres que compre un látigo para azotarte?
—No, el velero para hielo —aclaré.—Creo que es una buena… ¿Por qué te ríes de esa manera? ¿No era para eso para lo que me has traído hasta aquí? latir fuertemente en mi pecho. Sin duda, la palpitación que notaba en el cerebro había sido causada por la carrera con el velero para hielo—. Además, creía que era a mí a quien se le habían agotado las emociones, al menos eso dices siempre.
—Tus emociones no se han agotado, están reprimidas —me contestó fríamente—. ¿Cómo puede agotarse algo que no se ha utilizado jamás?
Tor giró en redondo sobre sus talones y se dirigió al coche. Yo le seguí torpemente, con mis zapatos de noche ridículos e inadecuados para la ocasión. Era asombroso que hubieran permanecido en mis pies después de aquel torbellino.
—Mis emociones sí han sido utilizadas —le grité a la espalda.
Vi que abría la portezuela del coche y corrí por entre los montones de nieve.
—Tengo una emoción que está a punto de ser utilizada —me dijo, empujándome al interior del coche—: la ira. ¡Y tú la provocas tan a menudo que no comprendo cómo no te he dado de azotes todavía!
Después de aquel arrebato, cerró la portezuela violentamente, subió al coche y se ajustó los guantes a tirones. Permaneció callado mientras ponía el motor en marcha y esperaba a que se calentara. Yo contemplaba cómo mi aliento empañaba los cristales. No sabía qué decir.
—Creo que es una buena inversión, —apunté por fin.
—Crees que es una buena inversión, ¿eh? ¿El qué? ¿Qué yo pierda los estribos? ¿O acaso me sugieres que compre un látigo para azotarte?
—Ño, el velero para hielo —aclaré—. Creo que es una buena… ¿Por qué te ríes de esa manera? ¿No era para eso para lo que me has traído hasta aquí?
Tor se enjugó las lágrimas de los ojos.
—Bien, el velero para hielo es una inversión excelente. El banquero del año acaba de dar su aprobación. Me alegra que te guste, querida; está a tu disposición siempre que lo desees.
—No seas tonto —le dije. Encendí un cigarrillo para distanciarme de mis propios sentimientos—. Un velero para hielo no me sirve de nada en San Francisco. Vivo allí, y allí es donde pienso quedarme.
—Vives en tus fantasías —me espetó, en un tono de voz que nunca le había oído utilizar.
A continuación, metió la primera con furia y salió a la carretera levantando nubes de nieve.
Contemplé su perfil ceñudo, que las débiles luces verdes del salpicadero delineaban. Tardé un rato en conseguir pronunciar una sola palabra.
—No te entiendo —le dije por fin—. Nunca te he entendido. Dices que quieres ayudarme, pero da la impresión de que lo que quieres es poseerme. No dejas de intentar remodelarme según una imagen que tienes en la cabeza, pero no sé por qué. Nunca he sabido por qué.
—Tampoco yo —admitió en voz baja. Luego repitió en un susurro, como si hablara para sus adentros—: Tampoco yo.
Proseguimos el viaje en silencio durante largo rato. Más tarde le vi sonreír.
—Supongo que pienso de ti lo mismo que tú piensas del trineo de hielo —confesó. Me miró en la penumbra y sonrió—. Quizá seas una buena inversión —dijo.
Descubrí que regatear el precio con el granjero y sacarle hasta el último penique era un buen método. Pues, por extraño que pueda parecer, eso induce al granjero a confiar en ti
.
Pronto aprendí que, si no tienes miel en el cántaro, has de tenerla en la boca
.
Bouck white, The Book of Daniel Drew
Cuando mi avión sobrevoló San Francisco, la atmósfera aún era radiante, la bahía conservaba su color azul, las pequeñas casas de las laderas de las colinas seguían siendo de colores pastel y los eucaliptos todavía se agitaban bajo las fragantes brisas. Las lluvias torrenciales de las últimas semanas lo habían limpiado todo.
Pearl y Tavish me aguardaban fuera, en el bombardero verde, ambos vistiendo camisetas que rezaban: «Calidad comprobada». No se me había ocurrido pensar en el problema de meternos tres personas, además del equipaje, en un coche diseñado para entrar con calzador.
—Dejaremos que Bobby se encargue de eso —afirmó Pearl, saltando del coche para abrazarme—. Los hombres realizan mejor esas tareas de poca monta.
—En Escocia —murmuró Tavish, recogiendo mis maletas—, son las mujeres las que se encargan de acarrear los bultos mientras nosotros los tíos retiramos al pub más cercano para deliberar sobre el papel del trabajo en la sociedad.
Finalmente, resultó ser un trabajo de equipo. Encajamos las maletas donde encontramos un hueco y Tavish se instaló precariamente encima del cambio de marchas, entre nosotras dos.
—Hay algo que debo deciros a los dos —empecé, cuando Pearl salió disparada hacia la autopista, estableciendo un nuevo récord de barrera del sonido para el tráfico de superficie—. No he montado el círculo de calidad sólo para comprobar la seguridad y demostrarle a Kiwi y a todos los demás que están equivocados. En realidad, planeo robar al banco.
—Eso me dijiste. —Pearl sonrió irónicamente—. Pero nadie creerá, cielo, que estás dispuesta a lanzar tu carrera por la borda sólo para demostrar que tienes razón. ¿Por qué no escribes un libro sobre ello en vez de robar al banco?
—Las cosas se han complicado —le respondí—. No sólo quiero demostrar una teoría; además, he apostado que puedo hacerlo.
—Cada vez resulta más curioso —dijo Tavish, con voz amortiguada y emparedado entre las dos—. Tú has apostado que eres capaz de robar al banco impunemente, y yo apuesto a que acabaremos todos en la cárcel antes de decir esta boca es mía. Usted debe de estar mal del tarro, señora.
—¡Oh, mierda! —exclamó Pearl, lanzando una mirada inquieta al retrovisor lateral—. Tenemos compañía.
Se paró en el arcén, abrió la portezuela del coche y saltó fuera. Se estiró la camiseta y se ajustó su mercancía de «calidad comprobada».
Estiré el cuello por encima de mi hombro y de las rodillas de Tavish y vi al fornido, guapo y jovencísimo patrullero que se aproximaba con el bloc de multas en la mano.
—La he seguido desde el aeropuerto, señora —le dijo a Pearl cuando llegó a su altura. Nos echó una mirada a Tavish y a mí, que parecíamos sardinas en lata—. Lleva demasiados pasajeros para la seguridad del vehículo. Tendré que multarla por eso y por conducir zigzagueando entre los coches, por exceso de velocidad, por conducción temeraria…, ha circulado por el arcén de la autopista durante un rato…, por no llevar cinturones de seguridad…
El policía abrió el bloc meneando la cabeza. —Vaya…, ¡qué uniforme tan atractivo, oficial! — comentó Pearl, palpando el tejido de la chaqueta del policía—. ¿Es un nuevo diseño?
Al oficial se le escapó el bloc de las manos. Pearl lo recogió rápidamente y se lo tendió con una sonrisa. Me pareció que el policía se sonrojaba, pero no estaba segura. No había visto nunca a un policía que pudiera enfrentarse con Pearl.
—Sí, señora —decía—. Bien, ahora, si me permite ver su carnet de conducir y la documentación del coche…
—Le queda muy bien. ¿Se lo han hecho a medida? —Tendríamos suerte si no la arrestaba por abordarlo con intenciones deshonestas—. Oficial, debe usted perdonarme, pero, para ser sincera, tenía problemas con el coche. Me resulta muy difícil controlar toda esa potencia. Algunas veces, las cosas con tanta potencia parecen escaparse de las manos, usted ya me comprende.
—Es un vehículo de alto rendimiento —convino—. Sé que es un Lotus, pero no había visto nunca uno igual.
—Usted debe de saber mucho de coches —dijo Pearl en tono admirativo—. Pertenezco al Lotus Club. Éste es un modelo limitado; sólo hay cincuenta en todo el mundo. Muy pocas personas lo hubieran reconocido.
—Trabajé como mecánico en el ejército —admitió él con modestia.
—Oh, ha estado en las fuerzas armadas —dijo Pearl—. ¡Parece demasiado joven para haber tenido tantas responsabilidades! Quizás usted pueda decirme qué debo pedir cuando lleve el coche a la próxima revisión para que no se me vaya de esa manera.
—¿Quiere que le eche un vistazo al motor? —inquirió amablemente, guardando el bloc de multas.
Tavish y yo intercambiamos una mirada y sonreímos.
—No sabe cómo se lo agradecería —dijo Pearl, y lo condujo hasta la parte frontal para que oyera su motor.
Comimos entre palmeras plumosas, bajo el techo de cristal del Palace's Palm Court: huevos a la benedictina,
fizzes
Ramos y litros de oscuro y cremoso café. Cuando los camareros terminaron de llenar por última vez los vasos de agua, nos quedamos solos.
—Al parecer has escogido a la amiga adecuada para ayudarte en tu delito —comentó Tavish—. Acabamos de ver a
mademoiselle
Lorraine violando con impunidad la mitad de las normas estatales para autopistas e intentando sobornar a un oficial de policía…, ¡con su cuerpo!
—Era un patrullero de la autopista —le corrigió Pearl—. California tiene los patrulleros más guapos de todo el país, y, créeme, soy una experta. Me encanta cuando me paran de esa manera.
El restaurante estaba casi vacío y el mar de moqueta color melocotón y oro con pilares de mármol y blancos manteles había recuperado su impecable elegancia tras la avalancha del mediodía. Había llegado el momento.