Diez años antes, cuando conocí a Pearl en Nueva York, su padre era un prestigioso marchante de arte africano y de Oceanía, campo que entraba justo entonces en su edad de oro gracias a que los museos le pedían con insistencia las mercancías que él había ido atesorando durante cuarenta años. Había empezado desde cero como chico de los recados (algunos dicen que como contrabandista) y murió cuando Pearl, con tan sólo veinte años, acababa de obtener el título de economista por la Universidad de Nueva York. Allí había adquirido Pearl el gusto por el marchoso argot yanqui, los coches rápidos, el feminismo duro y el color verde, del que decía que le recordaba al dinero. Papá le dejó mucho verde, lo cual le había ayudado más que todos los títulos a derribar las puertas en su búsqueda, siempre ascendente, de poder.
A pesar de que Pearl era más agresiva que yo, teníamos algo en común: el dinero no era nuestra meta.
Como si me hubiera leído el pensamiento, comentó:
—No es por dinero, sino por principios. Me refiero a principios éticos, no económicos. ¿Qué importa que yo sea rica y no necesite el puesto? De todas formas, nadie lo sabe en el banco excepto tú. Me merezco ese puesto y Karp no. He llevado el tema de las divisas durante años y he ganado millones para el banco. Si sólo me interesara el dinero, debería haberme retirado cuando bajé de aquel bote en Fort-de-France; me hubiera ahorrado diez años de follones.
—Desde luego, pero ¿Cómo piensas quitarle el puesto convirtiéndote en su subordinada, si antes era él quien tenía que mantenerte contenta proporcionándote sistemas?
—Un día u otro cometerá un desliz —contestó Pearl con una sonrisa socarrona y misteriosa, al tiempo que llegaba nuestra segunda tanda de agua con sabor a tomate—, y yo siempre llevo una piel de plátano en el bolso para tales contingencias. Pero dejemos ese tema; quiero saber cuánto tiempo vas a estar en la Gran Manzana y lo que vas a hacer. ¡Después de todo, prácticamente es nuestra ciudad natal!
—Sólo dispongo de una semana —le conté.
—Eso no es nada —dijo Pearl, arrugando la nariz—. ¿Por qué no te tomas unas vacaciones y te relajas? Todo el mundo sabe que eres una esclava del trabajo, pero ¿por qué te castigas de esa manera? Ve a los teatros, cómprate trapos exóticos, conoce caras nuevas, saborea la comida selecta, déjate «llevar»…, ¿sabes a lo que me refiero?
—¿No crees que esta conversación es demasiado personal? —pregunté.
—Hace diez años que nos conocemos —me informó Pearl—, y sabes que no soy famosa por mi discreción. No nací con un traje de franela gris, un lápiz entre los dientes y las piernas bien pegadas con cemento como tú. Quizá joda a los tíos en la oficina, pero te garantizo que después de las cinco tengo cosas mejores que hacer con los hombres. Además, ¡empiezas a parecerte a un monje budista!
—Voy a Nueva York por cuestiones de trabajo —le dije con voz neutra.
—¡Bah!, ese rollo del círculo de calidad no se puede llamar trabajo. ¿Y por qué se te ha ocurrido esa idea cuando tienes una división de cinco millones de dólares bajo tus pies? Me he enterado de que has sacado de sus casillas a todos los directores del banco.
—Tengo un motivo excelente —le contesté tranquilamente—. Voy a robarle al banco.
—¡Y un huevo! —exclamó Pearl. Luego bebió un trago con aplomo—. Además me comeré esta esmeralda —añadió mientras me estudiaba, dando golpecitos sobre la mesa con una de sus largas y rojas uñas—. ¡Por Dios! Si no te conociera tan bien, diría que vas en serio.
La dejé en ascuas un buen rato antes de contestar con gran calma:
—Voy en serio.
—No puede ser verdad —dijo—. Tú, la quintaesencia del banquero, la «Mujer del Año”, la “Chica del Oeste Dorado»…, ¿vas a arrojar por la borda todo lo que tu abuelito quiso siempre…?
Pearl se detuvo a la mitad de su discurso y se quedó reflexionando en el asunto.
—¡Por Dios, a lo mejor lo dicen en serio! —exclamó asombrada—. Quieres vengarte por el tiempo perdido y las injusticias pasadas… Pero ¿por qué demonios un bloque helado de virtud como tú traspasaría la raya? Eso es lo que quiero saber.
Justo entonces anunciaron mi vuelo pro la megafonía. Me levanté y arrojé unas monedas a la mesa para pagar las copas.
—Pearl, ¿te has preguntado alguna vez por qué los bancos tienen tantos directores de rango medio cultos, cualificados, que trabajan duro y con ética y están relativamente mal pagados, como nosotras, mientras que los puestos de más categoría se los reparten un puñado de esnobs ignorantes, vanidosos, toscos y engreídos, a quieres sólo les preocupa su propio bienestar?
Aquella larga pregunta era la manifestación más clara que había hecho nunca delante de Pearl, o de cualquier otra persona, sobre mis sentimientos. Ella me miró con ojos desorbitados antes de contestar.
—Bien, ¿por qué?
—Porque la mierda flota —le dije.
Y me fui para subir en el avión.
La disciplina de las máquinas elimina los
Cimientos de ley y orden sobre los que se basa
La empresa comercial.
¿Qué puede hacerse para salvar a la humanidad
civilizada de la vulgarización y la
desintegración forjadas por la industria de
las máquinas?
Thorstein Veblen,
The Machina Age
Era agradable volar gracias a la tarjeta de crédito del banco, porque siempre viajaba en primera clase. Sin embargo, en la mayoría de líneas aéreas incluso la comida de primera clase me daba náuseas, así que solía llevarme una cesta con viandas de un restaurante italiano cercano a mi casa: Vivande.
Aquel día, al levantar la servilleta descubrí una cueva de tesoros culinarios: caviar frío y ensalada de judías, un trozo de panceta cubierta de higos machacados, una tarta de limón amargo y media botella de
verdicchio
para regarlo todo. Me senté, me puse música de Mozart en los auriculares y traté de dejar la mente en blanco, pero mi mente no hacía sino volver al plan que acababa de maquinar y a lo que ocurriría cuando hablara con Tor.
A pesar de haber puesto en órbita el círculo de calidad con bombo y platillo, de haber suscitado el interés de Pearl y de hallarme camino de Maniatan para iniciar mi misión, sabía que aún no era demasiado tarde para bajar a todos del carro a puntapiés si decidía cambiar de opinión. Al menos no era demasiado tarde en «ese» momento. Cuando me hubiera encontrado con Tor, podría serlo.
Muchos años antes, Tor me había sacado de algunas situaciones difíciles, pero lo conocía demasiado bien para no darme cuanta de que, incluso en tales casos, ¡había sido su intervención la causa de que me encontrase en apuros! Pedir ayuda a Tor para resolver un problema informático era como conseguir que Leonardo te ayudara a dibujar: parecía no tener precio, hasta que te pasaba factura.
Yo sabía, además, que a Tor le gustaba cobrar las cuentas impagadas. Por primera vez en muchos años desde la última vez que lo había visto, tuve la sensación enfermiza y vertiginosa de que me balanceaba con un pie apoyado en el eje de «deudas devengadas» y el otro en una ruleta, una posición que no es precisamente la favorita de alguien a quien le gusta dominar la situación.
Doce años antes, en la época en que conocí a Tor, yo era una novata de veinte años en el mundo de los ordenadores, una recién llegada a la Monolito Corp., una de las empresas de ordenadores más importantes del mundo, gracias a mi total ignorancia del negocio del procesamiento de datos (pensaba que IBM era la marca de un reloj y Honeywell la de un termostato), la firma me concedió de inmediato el impresionante título de «experta técnica» y, como tal, me envió a instalar sistemas de ordenadores a gran escala.
Naturalmente, me vi en un auténtico aprieto para empollar la gran diversidad de temas que mis clientes creían que dominaba. Desplegando una actividad febril, tomaba abundantes notas en casa de los clientes, me apresuraba a volver a la oficina para buscar expertos que me ayudaran y volvía a visitar a los clientes a la mañana siguiente con las respuestas. Vivía aterrorizada por la idea de que me desenmascararan, pero durante varios meses aquella rutina pareció funcionar. Entonces se destapó el pastel.
Un lunes, al entrar en la oficina, encontré a mi jefe, Alfie, un tipo fofo y quejica a quien no le era simpática, de pie junto a mi mesa con los labios apretados y los brazos en jarras.
A mí me había contratado un superior de Alfie, el cual me había confiado a éste como empleada en prácticas. No había nada que Alfie odiara más que preparar a personas de las que creía que estaban mejor relacionadas que él. Así que, en lugar de enseñarme, dedicaba todos sus esfuerzos a intentar poner de manifiesto mi incompetencia. Cuanto mejor realizaba los trabajos que me asignaba, más furioso se ponía.
—Verity, quiero verte inmediatamente en mi despacho —me dijo en tono de burla, mirando en derredor para comprobar que todos, súbitamente silenciosos, habían notado mi nerviosismo.
Desde su cubículo de paredes de cristal situado en la parte posterior de la planta, Alfie disfrutaba de una vista completa de la galera de escritorios dispuestos en largas y rectas hileras. De espaldas a ellos, se aseguraba de que los programadores trabajaban duramente. Si nos pillaba alguna vez cuchicheando entre nosotros, hacía sonar un timbre que tenía sobre su mesa. Contaba las líneas codificadas que cada uno de nosotros producía cada mes y clavaba esas estadísticas en el tablón de anuncios de la entrada, con pequeñas estrellas doradas, rojas y verdes pegadas en la hoja. Aquello era igual que un parvulario. Cada hora del día, como un reloj, un carrito recorría toda la planta; cuando pasaba por nuestro lado teníamos que arrojar en su interior las hojas cifradas y las tarjetas perforadas que serían procesadas después. Disponíamos de dos pausas insignificantes al día y de media hora de comer; cualquier otra ausencia suponía un descuento en el salario.
Debido a que yo trabajaba principalmente en la calle, con los clientes, conseguía evitar buena parte de aquella atmósfera dickensiana.
—Verity —empezó Alfie cuando nos sentamos tras la pared de cristal—, voy a pedirte que te hagas cargo de algunos clientes nuevos.
Mi jefe sacó una larga lista y me la pasó. La recorrí con la vista.
—Pero, señor, ya tengo más clientes que los demás —protesté—. Y algunas de estas firmas utilizan hardware y lenguajes de programación con los que no estoy familiarizada. Quizá me lleve algún tiempo…
—No hay tiempo —me informó, con una voz que sonaba sospechosamente a regocijo—. Si no querías trabajar duro, no deberías haber venido a Monolito. No hay lugar para los gandules en nuestra nómina. La mitad de tus colegas de ahí delante daría cualquier cosa por estar en tu piel, y ahí los pondré si metes la pata. Eso es todo.
Pendía de un hilo y lo sabía. Tenía doble número de clientes que cualquier otra persona de la oficina. Muchos de ellos eran los «usuarios» más sofisticados, así como los que precisaban de un trabajo de apoyo más complejo. Me descubrirían en menos de un mes.
Al final de aquella semana estaba exhausta de trabajar desde el amanecer hasta entrada la madrugada; mi mesa se hallaba llena de trabajos que debía llevarme a casa y terminar durante el fin de semana. Pasaba de largo la hora de salir el viernes cuando apareció Alfie con una amenazadora pila de manuales y dejó caer su carga sobre mi mesa con un golpe sordo.
—Louis va a concederte un gran honor —me informó. Louis Findstone era el jefe de Alfie, el director de la sección—. El lunes por la mañana, a primera hora, serás presentada a la junta de directores de la Transpacific Railroad, nuestro mayor cliente, como su nuevo representante. No te piden que digas nada durante la reunión, pero he pensado que quizá te gustaría leer algo sobre la Transpacific durante el fin de semana, por si acaso te hacen alguna pregunta.
Ciertamente era un gran honor, como yo bien sabía. Los
teckies
no eran mostrados públicamente ante un grupo tan selecto como aquél, pero ¿cómo diablos iba a leer todos aquellos libros y realizar el trabajo que tenía pendiente para ponerme al día?
Como si me hubiera leído el pensamiento, Alfie añadió:
—Francamente, no estoy de acuerdo con tu elección para este trabajo; aún estás demasiado verde y me da la impresión de que te has dedicado a achicar agua para intentar mantenerte a flote con tu trabajo diario. Pero lo dejo a juicio de Louis.
Y tras esas palabras se fue.
Así que me quedé en la oficina esa noche cuando todos los demás se habían ido para disfrutar del fin de semana, tratando de leer los libros que Alfie me había dejado, demasiados en número y en volumen para transportarlos a casa en metro; porque, desde luego, no podía permitirme pagar un taxi.
No me llevó mucho tiempo comprender que estaba metida en un verdadero atolladero. Aquellos libros eran como jerga de brujas para mí. Quizás aquellos términos significaran algo para una persona con estudios empresariales, pero yo era licenciada en matemáticas. ¡Ni siquiera sabía leer un estado de cuentas!
Decidí darme una vuelta por el edificio para ver si por casualidad se había quedado alguien hasta tarde aquel viernes. Pero a medida que las puertas del ascensor se abrían ante las plantas vacías y oscuras, mis esperanzas se fueron desvaneciendo.
Bajé al centro de cálculo, que estaba abierto toda la noche, llevando conmigo un grueso tomo y pensando que tal vez uno de los operadores nocturnos podría explicármelo.
—Esto es chino para mí —me contestó el tipo al que encontré allí—. Todos los demás han salido a cenar y creo que el resto del edificio permanece cerrado durante la noche, pero echemos una ojeada. —Se acercó al panel de control de edificio y repasó las plantas—. ¡Ajá! Todavía se cuece algo en la planta doce; quizá sea alguien que se ha quedado también a trabajar. Yo iría a probar suerte.
Cuando se deslizaron las puertas del ascensor en la planta decimosegunda, vi que habían encendidas unas cuantas luces de los pasillos, sin embargo, el resto se hallaba sumido en la más completa oscuridad. Recorrí de un lado a otro los pasillos formados por paredes de cristal, pero realmente todos los despachos estaban vacíos y en tinieblas.
—¿Puedo ayudarte, jovencita?
La suave voz sonaba justo detrás de mí. Me dio un vuelco el corazón; noté que me temblaba el labio a causa del susto cuando tragué saliva y me di la vuelta.