Estaba a punto de marcharme a casa tras la jornada laboral, cuando recibí una nota en mi mesa:
Ven al almacén cuando tengas ocasión.
Cuando llamé a la puerta, Tor la abrió enseguida. Vestía un traje de etiqueta y estaba muy elegante. Cuando me introduje en la habitación, vi un gran cubo de plata donde antes estaba el samovar y, al lado, dos copas de cristal.
—¿Champán,
madame
? —me preguntó, doblando una toalla de hilo alrededor de su brazo—. Según tengo entendido, has conseguido un gran éxito hoy.
—Lo siento, no bebo —me excusé.
—El champán no es beber, es celebrar —me explicó, mientras llenaba las copas de unas burbujas de aspecto peligroso—. Por cierto, ¿tienes algún vestido?
—Por supuesto que sí.
—Me gustaría que fueras a casa y te lo pusieras —dijo—. Quiero llevar a cenar a alguien con piernas. De todas formas, tenía intención de hablar de ello contigo. Deja de intentar parecer un chico; no engañas a nadie por mucho que te esfuerces.
—¿Va a salir conmigo esta noche?
Estaba asombrada.
—Esa inocencia compulsiva resulta impropia —replicó—. Bébete el champán.
Tomé un sorbo, pero las burbujas me subieron por la nariz, me quemaron la garganta y me hicieron toser. Inicié el movimiento para devolverle la copa.
—No te lo bebas como si fueras un caballo en el abrevadero —me corrigió—. El champán se ha de beber lentamente.
Tor volvió a llenarme la copa.
—Me hace cosquillas en la nariz.
—Bueno, entonces saca la nariz de la copa. Ahora cuéntame tu éxito de esta tarde. Luego te llevaré a casa para que te pongas algo más presentable, si es posible.
Así que le conté a Tor que Alfie, como habíamos previsto, había aprovechado la reunión para intentar humillarme delante del cliente. Me presentó como una experta en todo y luego convirtió la reunión en un examen para que lo demostrara. Louis, que no conocía ese plan, empezó a masticar píldoras para el estómago y a lanzarle miradas siniestras a Alfie. Louis era un estúpido que estaba a punto de perder al cliente y había confiado en Alfie para sacarle del apuro, no para sabotearlo. Pero las cosas no resultaron como ellos preveían.
Gracias a las clases de Tor, yo sabía lo suficiente de la industria del transporte y de nuestro papel en ella para dejarlos pasmados. Antes de abandonar la sala de juntas, el cliente, que había estado a punto de despedirse de nuestra firma, había decidido, por el contrario, hacer un gran pedido en equipamiento. El presidente de la junta, Ben Jackson, llegó a felicitar a Louis y a Alfie por haberme incorporado a su cuenta.
—Y mientras tú alcanzabas el estrellado —dijo Tor—, ¿qué hacían Louis y Alfie, hurgarse la nariz?
Me sirvió más champán, aunque yo sentía ya un hormigueo en los dedos de los pies.
—Me estoy emborrachando —le comuniqué.
—Seré yo quien juzgue eso —replicó él, inclinando la cabeza para indicarme que continuara.
—Me interrogaron durante todo el trayecto de vuelta en el taxi —le conté—, para saber cómo había conseguido aprender todo eso en tan poco tiempo. Espero que no le importe, les dije que había estado trabajando con usted. Al principio no me creyeron, pero cuando por fin se convencieron, se pasaron una hora discutiendo cómo podrían utilizarlo en su propio beneficio.
—¿Y a qué conclusión llegaron? —preguntó Tor, sonriéndome.
—Al parecer se le olvidó informarme sobre lo que hace realmente aquí —le contesté—. Es el arma secreta de nuestra firma, el cerebro pensante de Monolith Corp. —Tor puso mala cara, pero yo proseguí—. Louis cree que si pueden persuadirle de que dedique unas cuantas horas aquí y allá con clientes elegidos, del mismo modo que conmigo, su departamento produciría millones en beneficios.
—Muy cierto —convino Tor—, pero es más divertido pasar esas horas contigo. Ese es el tipo de cosas que Louis no podrá comprender nunca. Su alma está hecha de cartón.
Tor se inclinó y le dio la vuelta a la botella vacía en el cubo; luego volvió a erguirse.
—Creen que podrían utilizarme como «palanca» —añadí—, que estará dispuesto a dedicarme su tiempo toda la vida. La estima de Louis por mí ha crecido considerablemente y Alfie finge lo mismo, aunque ninguno de los dos consigue imaginar por qué lo hizo.
—Están en lo cierto —dijo Tor, ofreciéndome su mano y escoltándome hasta la puerta—. Voy a hacerlo y tampoco yo consigo imaginar por qué. Pero, mientras reflexionamos sobre esta importante cuestión, sugiero que vayamos a cenar.
Tor tenía un Stingray verde oscuro y lo conducía a gran velocidad. Me dejó en mi apartamento, cerca del East River, y esperó en el vestíbulo.
Me puse un vestido de terciopelo negro muy corto. Cuando bajé de nuevo al vestíbulo, lo hallé sentado en un sillón mirando melancólicamente hacia el techo. Al advertir mi presencia, me contempló con los ojos entornados mientras yo recorría el espacio que nos separaba; luego se levantó y me cogió del brazo.
—¡Qué lugar tan encantador has escogido! —exclamó, señalando el vestíbulo—. Una réplica del castillo de Barba Azul, ¿no? De cualquier modo, está bien situado.
No volvió a hablar hasta que estuvimos cómodamente instalados en el coche e iniciando la marcha.
—Te felicito —dijo entonces, observando la carretera como si yo no estuviera allí—. Al parecer, sí tienes piernas después de todo. Aplaudo tu decisión de no enseñarlas a menudo. Maniatan tiene ya bastantes atascos de tráfico. Dime, ¿te gusta comer en Lutece?
—No he estado nunca, pero sé que es terriblemente caro —le contesté—. No entiendo los menús franceses y no soy glotona, así que me parece…
—No temas. Las raciones son pequeñas y yo pediré por ti. En realidad, a los niños no se les debería permitir que eligieran sus comidas.
Tor era muy conocido en Lutece; todo el mundo empezó a llamarle «doctor» y a hacer aspavientos hasta que estuvimos instalados. Después de que él hubiera pedido, saqué a colación un tema sobre el que había estado haciéndome preguntas a mí misma.
—Me recibió con una botella de champán descorchada. ¿Cómo supo, antes de verme, que habría algo que celebrar?
—Me lo dijo un pajarito —replicó mientras estudiaba la carta de vinos como si se la estuviera aprendiendo de memoria. Por fin levantó los ojos—. Me telefoneó un amigo llamado Marcus.
—¿Marcus? ¿Marcus Sellars?
Marcus Sellars era el presidente de la junta de Monolith Corp. Me habían dicho que Tor era importante, pero no que lo fuera hasta ese punto.
—Marcus recibió una llamada telefónica de Ben Jackson, tu nuevo cliente, para preguntarle si podía entrar en la lista de espera de esos nuevos equipos que había oído que íbamos a producir. Dado que estaba hablando de un
hardware
que aún no se ha anunciado, ni siquiera internamente, Marcus creyó que debía averiguar cómo habías conseguido esa información. Al parecer llevaba la impronta de mi estilo y Marcus no es ningún tonto.
—¿Quiere decir que presenté un montón de equipamientos que ni siquiera han sido fabricados todavía? —dije yo alarmada—. ¿Y qué hizo Marcus?
—Presumiblemente sacó la pluma y tomó nota del pedido. Luego cogió el teléfono y me llamó. Le complacía ver que yo había vuelto a interesarme de forma activa por el negocio. Marcus cree que necesito cierto estímulo. Últimamente no he visitado a muchos de nuestros clientes. Dice que me echan de menos.
—¿Y qué cree usted?
—Creo que prefiero hablar sobre el vino —contestó Tor—. ¿Cuál te gustaría tomar?
—He oído hablar de uno llamado Lancers…
—Yo lo pediré —me interrumpió él, haciendo una leve seña.
Un sumiller se materializó junto a la mesa; tras una breve consulta, Tor eligió un vino con un nombre largo y difícil. Cuando el sumiller lo trajo, Tor lo probó, dio su aprobación para que lo sirviera y se volvió hacia mí.
—¿Sabes?, es divertido lo que has dicho sobre que Louis y Alfie planean utilizarte como instrumento. Creo que podríamos invertir la situación en tu favor, ¿no te parece?
—¿En mi favor? En realidad me encuentro en un lío por culpa de todo esto —señalé—. Todos esperarán que me proporcione más información de la que ellos pueden desear o incluso soñar. Alfie lo utilizará como una arma contra mí si me niego.
Tor juntó los dedos y apoyó el mentón sobre ellos.
—¿Y para qué necesitas a Alfie? —preguntó.
—¿Qué quiere decir? ¡Es mi jefe!
—¡Ajá! Pero ¿por qué es tu jefe? ¡Porque le dejas serlo!
—Él paga mi salario —dije. No comprendía en absoluto de qué me hablaba Tor.
—La firma paga tu salario, no lo olvides nunca —señaló él—. Y dejarán de pagártelo en el momento en que dejes de producir dinero para ellos. Ahora, repito: ¿para qué necesitas a Alfie?
Reflexioné sobre ello y sentí que se desvanecía la nube que oscurecía mi mente. Pensándolo bien, tenía que admitir que Alfie no había hecho otra cosa que desbaratar mis esfuerzos por llevar a cabo un trabajo decente. Aquella misma mañana, gracias a sus trampas, podría haber perdido un cliente.
—Supongo que lo haría mucho mejor sin él —concedí. Quizás era el champán el que hablaba, pero preferí no hacer hincapié en esa posibilidad y tomé también un sorbo de vino.
—Bien, entonces está decidido. Deshazte de él —concluyó Tor, reclinándose en su silla como si el descanso fuera obvio—. Dile sencillamente a Louis que ya no necesitas a Alfie; él captará la idea.
No podía creer que fuera tan fácil. Justo entonces apareció el camarero con el primer plato.
—Aquí están nuestras ostras —dijo Tor—, ampliamente reconocidas como el alimento del amor. No las mastiques; deben tragarse de golpe, arrancándolas de la concha. Así; deja que se deslicen por tu… Por todos los diablos, ¿qué es ese desafortunado sonido que estás haciendo?
—¡Están crudas! —exclamé.
—Por supuesto que están crudas. ¿Qué rábanos voy a hacer contigo?
—No se preocupe, me las comeré todas —anuncié—. Mi madre me dijo que no debería permitírsele la entrada en los restaurantes a la gente que tiene miedo de probar platos nuevos.
—Una mujer muy sabia, tu madre. ¡Ojalá estuviera aquí ahora! No tengo experiencia en niños que aún necesitan niñera.
—No soy una niña —protesté.
—¡Oh, sí! Lo eres, querida mía. Tienes las emociones de una niña de tres años y el cerebro de un sabio de noventa, la gracia de un muchacho adolescente y el cuerpo de una ninfa prepúber. Sí, sí, no me mires de esa forma. Cómete tus ostras. Me gustaría estar ahí algún día, cuando todas esas partes se unan y formen una mujer adulta. Podría ser un auténtico placer.
—Preferiría ser un hombre —dije yo, dándome cuenta de repente de que era verdad.
—Lo sé perfectamente —me respondió con una sonrisa— pero no lo eres y nunca lo serás. Acepta que eres una mujer y te aseguro que redundará enormemente en tu beneficio. En realidad, ya ha ocurrido.
La azafata nos estaba pidiendo que nos abrocháramos los cinturones para aterrizar en el aeropuerto Kennedy. Me pregunté si no habría sido mucho más rica de haber inventado el cinturón de seguridad y ganado un dólar por cada cinturón que se había abrochado cada pasajero desde el nacimiento de la navegación aérea comercial. Me gustaba realizar ese tipo de cálculos con la imaginación, pero aquél resultó deprimente.
A pesar de todas las ventajas que Tor me había asegurado que tenía por ser una mujer, había pasado por alto un par de inconvenientes. De hecho, apenas unos meses después de que me hubiera echado al ruedo para pelear con Alfie, mi jefe, Tor se había ido de Monolith Corp. para fundar su propia empresa, dejándome en la estacada.
—Tú ya sabes lo que debes hacer —me dijo, dándome palmaditas en la espalda—. Sólo tienes que atar los cabos sueltos. Finalmente había conseguido darle el golpe de gracia a Alfie, aunque no resultó fácil. Y de poco me sirvió: nunca me ascendieron a puestos ejecutivos en Monolith Corp. Según los directores jefes, los técnicos de sexo masculino no aceptarían nunca trabajar para un jefe de sexo femenino. Supongo que todos habrían abandonado la firma o bebido cicuta antes de sufrir esa humillación. Pero, cuando le explicaba a Tor cosas tales como que el salario no merecía el esfuerzo que realizaba, él se limitaba a reír.
—Para lograr la igualdad de derechos, las mujeres tienen que ceder un poco —me comentó.
Pero nadie parecía comprender que no eran «derechos» lo que yo buscaba. Parecía ser mi maldición personal querer a personas que trataban de presentarme la vida en bandeja de plata, una bandeja a la que habían atado montones de cuerdas. Diez años después, me costó mucho tomar la decisión de romper con Tor y seguir la vida por mi cuenta; y no me refiero al aspecto monetario.
Cuando el avión empezó a volar en círculos para esperar su turno de aterrizaje, como era habitual en el Kennedy, me pregunté cuánto me costaría aquel nuevo encuentro con Tor.
Si un hombre le entrega a otro plata, oro,
O cualquier otra cosa en garantía, sea lo que
Sea debe hacerlo ante testigos y establecer el
Contrato antes de realizar el depósito.
Código de Hammurabi
La mayoría de los norteamericanos aborrecen la ciudad de Nueva York durante su primera visita. Suciedad y miseria, pintadas y ruido, histeria y violencia, decadencia y precios exorbitantes… Todo ello produce un gran impacto en la sensibilidad de los visitantes procedentes de las ciudades más ordenadas y mejor cuidadas del oeste. Pero, en realidad, como cualquier neoyorquino sabe, se trata de un inteligente camuflaje destinado a alejar a los pusilánimes. Si uno tiene que vivir en una ciudad, Nueva York es la única ciudad del mundo.
—¿Es de Nueva York, señora? —me preguntó el coger del taxi a través del comunicador colocado en el cristal antibalas que nos separaba.
—He estado fuera mucho tiempo —le contesté.
—No se ha perdido nada; todo es viejo, todo es nuevo, todo sigue igual. Cuantas más cosas cambian, menos cambian. En fin, el mismo viejo vertedero de siempre, pero yo lo llamo hogar, ¿comprende?
Lo comprendía…,
plus ça change
… Esa misma cualidad de cambio permanente (esa atmósfera de agitación constante, violenta y desintegradora de átomos) producía una energía que me encantaba. Mucho antes de llegar al hotel, mis biorritmos estaban en sincronía con el latido de la Gran Manzana.
Me registré en el Sherry, acompañé a mi equipaje hasta la suite y bajé al restaurante para tomar un piscolabis tardío y un cóctel.