—¿Qué quieres decir? ¿Intentan hacer que me despidan?
—Peor que eso, cielo —me respondió sombríamente—. De algún modo se han enterado de que tu pequeño equipo de calidad está revisando sus sistemas con lupa. El último plan es hacer que te trasladen a Frankfurt durante el invierno, un lugar encantador en esa época del año. Sin nadie aquí para pararles los pies, podrían lograr que tu proyecto acabara en agua de borrajas y deshacerse de mí impunemente. Y Karp podría hacer con Tavish lo que le diera la gana. Por cierto, es el Frankfurt de Alemania, no el de Kentucky, ¡y no se considera un ascenso!
—Una sutil maniobra —reconocí—. Bueno, estaré en casa mañana. Lo discutiremos cuando vengas a recogerme. Si puedes, tráete a Tavish al aeropuerto. Ya es hora de que yo también comparta otras noticias.
—Será mejor que te lo pregunte ahora que estamos solas. ¿Alguna actividad por Manhattan?
—No me he dedicado a rondar por ahí «dejándome llevar», si es a eso a lo que te refieres —le contesté secamente.
—Si no se usa, se atrofia —me dijo Pearl con un suspiro.
—Gracias por tan sabio consejo —repliqué antes de colgar.
Tavish no estaba en su mesa, al menos eso supuse cuando oí que la línea saltaba a otro número. Por fin, alguien cogió el teléfono; mientras esperaba, escuché el sonido de fondo de las unidades de disco y el zumbido de los sistemas de control del clima.
—¿Dónde estás, en la sala de ordenadores? —pregunté cuando Tavish se puso al aparato—. ¿Puedes hablar?
—En este momento, no —me contestó en voz baja—. Pero ya sabes quién se ha tomado mucho interés en nuestro trabajo. Nos pide un resumen de la situación día a día, hora a hora.
—Te refieres a Kiwi —dije yo—. ¿Qué le has contado?
—No trabajo para él, trabajo para ti —replicó Tavish—, pero ha estado buscando los favores del resto del equipo, de todos y cada uno. Me complace informarte que no son unos traidores; todavía no. Pero es cuestión de tiempo que acabe por perder completamente el control, si es que antes poseía mesura alguna, por pequeña que fuera. ¿Cuándo volverás?
—Mañana. Pearl Lorraine irá a buscarme al aeropuerto. ¿Podría recogerte de camino por la mañana?
—Encantado. No sabía que os conocierais tan bien. A propósito, ella y yo nos hemos dedicado al politiqueo en tu ausencia para tratar de proteger lo que pudiéramos…
—Acabo de hablar con Pearl —le interrumpí—. Dime, ¿habéis forzado ya el acceso a algún fichero?
—Me temo que no, pero estamos trabajando en ello —respondió Tavish—. Quizá mañana tenga mejores noticias.
Me decepcionó que Tavish no hubiera sido capaz de descifrar las claves de verificación ni de entrar en el fichero de cuentas de clientes. Si no accedíamos a este último, ni siquiera podría abrir las cuentas a nombre de esos prestigiosos personajes, cuyos datos había obtenido gracias a los Bobbsey Twins.
No obstante, quizá fuera una suerte. Si el círculo de calidad hubiera forzado algún fichero o código, tal vez Kiwi habría conseguido enterarse e informado de ello a la dirección. En tal caso, no sólo se habría llevado toda la gloria, si no que también se habría ocupado de «resolver el problema».: yo.
Comprendí que había sido un error poner en marcha el círculo de calidad en mi ausencia y otro aún mayor dejar que Tavish trabajara en la ignorancia. Debía hacerle partícipe de mis planes si quería que me ayudara. Resulta peligroso tener un diente en una rueda dentada sin saber cuál es su función.
Sin embargo, la mayor de todas mis equivocaciones había sido darle la espalda a Kiwi, aunque fuera durante una semana. Si conseguía enviarme a Alemania, arruinaría mis planes y yo había perdido la apuesta antes incluso de haber despegado. Era una suerte que regresara al día siguiente. Quizás aún tuviese tiempo para dar un rápido golpe de mano.
Me empolvé, me cepillé los cabellos, me puse el traje de noche y salí a la Quinta Avenida en busca de un taxi que me llevara a casa de Lelia, para averiguar qué progresos había hecho la otra parte.
En honor a la Navidad, habían decorado el vestíbulo del edificio de Lelia con un enorme árbol artificial de color rosa, y unas llamativas luces rojas tapaban el cesto de frutas de yeso y las arañas. Parecía un diseño ideado por María Magdalena antes de su conversión.
—Champaña rosado para los visitantes —dijo Francis, el ascensorista, tendiéndome un vaso de plástico con espumoso.
La doncella estaba en el vestíbulo de Lelia, danzando y balanceándose con una corona de acebo alrededor de la frente. Con un cucharón me llenó una taza de cristal del recipiente de ponche que había en la mesa de la entrada. Me deshice del champaña en vaso de plástico, cogí varias galletas de una gran bandeja de plata y me adentré en el pasillo. Las puertas de la Habitación Roja, a mitad de camino, estaban abiertas.
—Cenaremos dentro de media hora —me informó Tor en cuanto vio el puñado de galletas.
—¡Déjala comer! ¡Tiene que engordar! —exclamó Lelia.
Se había instalado cómodamente en una silla de seda roja, con los pies apoyados en una otomana de cuero repujado. Tor se hallaba de pie junto a ella con una taza de ponche en la mano y vestía esmoquin de terciopelo color vino y pañuelo de seda color melocotón. El fuego de la chimenea se reflejaba en sus rizos cobrizos. Tenía un aspecto gallardo, como el de un caballero de otra época. Estaba segura de que Lelia había tenido algo que ver en su atuendo.
Lelia estaba aún más radiante, sentada allí, frente al gran árbol cuyas ramas ostentaban multitud de lazos de raso carmesí y gruesas velas se sebo. Aquel caftán de brocado rojo oscuro servía de magnífico fonde a una gargantilla de dos toneladas de diamantes amarillo canario. Llevaba la alborotada melena de leona peinada hacia atrás, para lucir unos enormes pendientes de cabujón, cubiertos de diamantes tallados, que le colgaban casi hasta los hombros. Cuando me incliné para besarla, aspiré su aroma a vainilla y clavo.
—Tenéis los dos un aspecto magnífico. ¿Dónde está Georgian? —pregunté.
—Prepara lo más excitante para ti —contestó Lelia—. Quiere mucho que te sorprendas al ver todo el trabajo que ha hecho esta semana. —Luego torció el gesto y me miró con severidad—. Querida mía, otra vez llevas el negro. Pero ¿por qué? No se muere nadie aquí; no es necesario vestir de luto. Cuando yo tenía tu edad, los jóvenes se detenían a mirarme cuando paseaba por los Champs Elysées. Me llevaban flores y joyas y me besaban la mano, y sufrían si yo olvidaba notar su presencia.
—Los tiempos han cambiado, Lelia —le dije—. Hoy en día, las mujeres quieren algo más que flores y joyas.
—¿Qué? —inquirió, alzando las cejas—. ¿Qué otra cosa hay? Eso es lo que da romanticismo. No lo comprendes, eso está claro. Debes tener una gran
manque
en tu vida que te hace actuar así.
—Dígame, por favor, ¿qué es una
manque
? —preguntó Tor con una sonrisa.
—Una pérdida…, un hueco…, una ausencia de algo —traduje yo.
—
Quel sangfroid
—dijo Lelia—. Esta mujer siempre ha sido
très difficile
.
—Yo diría —convino Tor—, que es
très difficile
en francés, en inglés o en cualquier otra lengua. No lleva negro por ir de luto, ¿sabe? El negro es ampliamente reconocido como el color del poder, y poder es lo que ella quiere.
—¿Qué es poder? —profirió Lelia—. El encanto lo es todo. Usted, por ejemplo, es un hombre encantador,
très gentil
…
—Buenos modales, cortés —le dije a Tor con una sonrisa.
—Este hombre encantador sólo tiene una idea en la cabeza —declaró Lelia—, y es hacer el amor contigo. Pero eres tan tonta que no te dar cuenta, ¡y en cambio hablas de poder y de ser el hombre!
Tor no sonreía.
—¿En serio? —le dijo fríamente a Lelia—. Yo no sacaría conclusiones apresuradas sobre mi interés por genios de la economía vestidos de negro. No son tan atractivos como pudieran pensar algunos. Creo que iré a averiguar qué es lo que retiene a Georgian.
Acto seguido, salió sin dirigirme siquiera una mirada.
—Lelia, has molestado al doctor Tor —le recriminé severamente—. Toda esa sabiduría europea resulta divertida en pequeñas dosis.
—Te quiere, estoy segura —siseó—. Tú dices que soy una vieja tonta, pero a menudo es necesario
la folle
para decir la verdad a los cuatro vientos, donde todos puedan oírla. En la ceguera de Monet, yo podía ayudar, podía ver las flores por él, pero no hay ayuda posible para la ceguera del corazón.
Justo entonces llegó Georgian con un sucinto vestido, tan corto como una camisa y cubierto de lentejuelas color salmón que lanzaban destellos cuando se movía.
—Tor se dirige a la Habitación Ciruela —anunció—. ¡Venid, venid! ¡Lo tenemos todo preparado!
La gran prensa estaba en el centro de la Habitación Ciruela, sobre una lona. Había mesas con cajas de suministros y, montadas en el andamio, una ampliadora y una enorme cámara, ambas enfocadas hacia la superficie de la enorme mesa.
Georgian se colocó delante de la mesa con una pierna enlazada en la otra, como una niña, y mirándonos con los ojos muy abiertos.
Tor andaba toqueteando, moviendo palancas e interruptores mientras el equipo bajaba y subía con zumbidos y chasquidos. No alzó la vista cuando entramos.
Me pregunté qué habría adivinado Lelia de nuestra pequeña apuesta. Se había quedado justo en el umbral de la puerta y era toda oídos.
—¿No es fabuloso? —preguntó Georgian, conteniendo a duras penas la excitación.
—Es impresionante —admití—. Pero ¿qué vais a hacer con todo esto?
—Como te expliqué, vamos a falsificar valores —respondió Tor, ocupado con las palancas.
—Tú no me habías dicho eso —desmentí—. Creía que ibas a cometer un robo en ese sitio, en la Depository Trust, para demostrar lo fácil que es hacerlo.
—No exactamente —replicó él sonriendo y alzando la vista por primera vez, con su penetrante mirada—. No veo razón alguna para robar valores, sobre todo si consigues que no lleguen a entrar allí. ¿Para qué iba a necesitar un fotógrafo si quisiera tan sólo robas una cámara acorazada?
Por fin comprendí de qué se trataba. Copiarían acciones y bonos, se quedarían los auténticos ¡y meterían los falsos en la cámara acorazada! ¿Por qué no lo había adivinado antes? Aun así, también me di cuenta de que quedaban unas cuantas preguntas sin respuesta.
—Si no piensas robar una cámara acorazada, ¿cómo vas a sustituir los auténticos por los falsos? —quise saber—. Si no me equivoco, tendrás que cambiarlos antes de que los metan allí.
—Exacto —convino Tor con una sonrisa.
—Déjame que te lo explique —intervino Georgian.
Cogió un papel que había sobre la mesa y me lo entregó. Tenía el borde azul y una inscripción en letras sinuosas y floridas. Pasé los dedos por encima y noté la superficie irregular.
—Tor ha conseguido copias de diversos tipos de bonos con los que se negocia abundantemente este mes —me explicó—. Son los que, con toda probabilidad, llevarán ahora a la Depository Trust. Hemos hecho múltiples copias de cada tipo. Este es un ejemplo.
—¿Lo has impreso tú? —pregunté, asombrada. Cuando ella asintió orgullosamente, añadí—: Pero los valores tienen número de serie ¿no?
—Sí, y también otro tipo de información identificativa —replicó Tor—. No sabremos cuál corresponde a cada uno de los bonos que copiaremos hasta que veamos el documento. Y no lo veremos hasta que una agencia o un banco lo envíen a la cámara acorazada del Depository.
—Disponemos de muy poco tiempo para grabar esos número identificativos en el documento —agregó Georgian—. Eso es lo que más me preocupa: el tiempo que tarda en secarse la tinta. La tinta de secado rápido se desmenuza y la de secado lento huele. Pero tenemos que lograr una copia perfecta.
—Ésta perece muy buena —admití—. ¿No podrías consultar con alguien, con un experto?
—No, a menos que quieras telefonear al Departamento del Tesoro y preguntarles su opinión —contestó Tor secamente, apoyándose en la pared con los brazos cruzados.
Tenía muchas preguntas, pero allí estaban ellos, haciendo que todo pareciera muy sencillo.
—¿Cómo pensáis apoderaros de esos valores, asaltando un furgón blindado? —inquirí—. ¿Y qué me decís de las marcas de agua? Todos los documentos negociables las llevan, incluso los billetes.
—¡Ah! Tenemos que guardar algún secreto —replicó Tor, sonriente—. Después de todo, ¡eres el enemigo!
—¡Es verdad! —exclamó Georgian—. ¡Esto es una competición! Nuestro labios están sellados a partir de ahora.
—Creo que pasáis por alto el valor de mi contribución —les dije, sintiéndome súbitamente como si me dieran de lado—. Al fin y al cabo soy banquera. ¡Por ejemplo, apuesto a que no habéis pensado en el registro!
—¿Qué registro? —quiso saber Georgian.
—Cuando alguien compra acciones, imprimen el nombre del comprador en ellas. O incluso, si están registradas por el «nombre de calle», la compañía titular investiga quién es el propietario. Sin duda Tor lo ha tenido en cuenta, me lo contó el mismo.
—¿Es eso cierto? —preguntó Georgian.
—En efecto —dijo Tor con su críptica sonrisa suya—. Precisamente por eso no vamos a falsificar títulos nominativos, mi pequeño y veloz pajarillo, sino títulos al portador. ¡Y los títulos al portador son oro!
Durante nuestra conversación, Lelia se había marchado y, cuando la criada llegó para anunciar que lacena estaba lista, aún no había regresado. Así pues, los tres volvimos por el pasillo.
—¿Qué participación tiene Lelia en todo esto? —le pregunté a Georgian.
—Oh, ya conoces a mi madre. Es imposible evitar que meta las narices en todo. Nos ha ofrecido su ayuda en todo lo imaginable. Sin embargo, no estoy segura de que comprenda que no se trata de un juego. De hecho, no estoy segura de creérmelo ni yo. Estamos haciendo algo ilegal, por muy puros que sean nuestros motivos. Si nos cogieran antes de devolver el dinero, ¡acabaríamos en la cárcel!
—Razón de más para mantener a Lelia al margen —convine—. Ya sabes cómo es.
Tor se rezagaba detrás de nosotras, contemplando los cuadros colgados de la pared, entre las puertas cristaleras.
—No tienes por qué hacer todo esto, ¿sabes? —le dije a Georgian—. En realidad, aunque la idea fue mía, me da la impresión de que se me ha escapado de las manos. Ha sido Tor quien lo ha convertido en un circo. Le encanta hacerme estas cosas. Por eso le he evitado como a una plaga durante tantos años. Aunque no siempre tengo la inteligencia de recordarlo.