FRANFURT, ALEMANIA,
OTOÑO DE 1785
Treinta años antes de la mañana en que Nathan Rothschild había estado esperando a que llegara una paloma a la pequeña habitación de la Judengasse de Frankfurt, dos hombres se hallaban sentados jugando al ajedrez en un castillo situado en las afueras de la ciudad, a merced de los vientos. No sabían que aquella partida de ajedrez, en particular, señalaría el primer movimiento de la dinastía de banqueros Rothschild, la cual sentaría sus cimientos esa misma noche.
—Así pues, ¿ha seguido mi consejo,
landgrave
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? —preguntó el general, tomando un sorbo de coñac.
—Caballo E siete —dijo el landgrave, con el rostro encendido por el esfuerzo de pensar. También él tomó un sorbo de coñac. Luego se echó hacia atrás con los ojos fijos en el tablero y añadió—: Sí, he enviado el mensaje esta mañana. Tienen permiso para sacar al judío del recinto cercado y traerlo esta noche; todo está arreglado. Pero cierran las puertas a la puesta de sol; habrá de quedarse aquí hasta la mañana.
—Es una vergüenza que haya que encerrarlos de esa manera —dijo el general, pensativo.—Caballo G cinco.
—Es para protegerlos —comentó el landgrave—. No olvide los baños de sangre que solían producirse cuando se permitía a esos judíos deambular por ahí a su antojo; es mejor así. ¿Le apetece un poco más de coñac? Es bastante bueno, ¿verdad? Me lo traen de Francia y lo envejezco yo mismo aquí. Deme la copa.
—Gracias —dijo el general—. Pero, aun así, me parece una vergüenza. Ese joven, por ejemplo, Meyer Amschel, es un muchacho muy brillante.
—¡Oh! Todos son brillantes, no me cabe la menor duda, pero sólo cuando se trata de c osas prácticas, como el trueque, el comercio. Esa gente carece de cultura. Lo sabe tan bien como yo, Von Estorff.
—Creo que le sorprenderá este muchacho en particular, landgrave. Aunque no es preciso que me crea; lo comprobará usted mismo.
—Tenga, pruebe éste —indicó el landgrave, devolviéndole a Von Estorff la copa después de haberla llenado—. Si se emborracha, quizá consiga ganarle una partida.
—Sólo con la intervención de Dios.—El general rió—. ¡En veinticinco años aún no lo ha conseguido! Le toca mover.
—Caballo por alfil —dijo el landgrave—. Sin embargo, no me gusta poner mis asuntos en manos de judíos, Von Estorff, de modo que no espere que lo haga. Estoy dispuesto a escuchar lo que tenga que decir ese hombre. Si sus ideas me parecen factibles y producen dinero, ciertamente tendrá su recompensa.
—Eso es todo l oque puede pedirse —condescendió el general—, aunque me gustaría señalar que es un gran experto en numismática, ¡la afición favorita de usted! Caballo por peón F siete.
—Maldita sea, ¿por qué ha tenido que hacer ese movimiento? —exclamó el landgrave, alzando la vista irritado al percatarse de que un criado entraba en la habitación—. ¿Qué demonios quieres? —le espetó—. ¿No ves que estamos ocupados?
—Mil perdones, señor, pero hay un judío en la puerta y afirma que se le ha pedido que venga a verle. Aunque le he explicado que ya ha pasado la hora del toque de queda y que está usted ocupado, insiste…
—Sí, sí. Bien, haz pasar a ese hombre.
—Como mande, señor. —El criado se inclinó y salió. Instantes después volvió a aparecer y dio un taconazo—. ¡Meyer Amschel, el judío! —anunció, después se inclinó de nuevo y salió de la estancia.
El landgrave no levantó los ojos del tablero de ajedrez. Se quedó sentado, con el entrecejo fruncido, estudiando las piezas detenidamente. Tras unos segundos percibió una sombra que se cernía sobre el tablero. Alzó la vista y vio al intruso inclinado sobre el tablero y profundamente concentrado.
—¿Cómo se llama este tipo? —inquirió el landgrave sin dirigirse a nadie en particular.
—Meyer Amschel —respondió el general.
—Perdone, señor —le corrigió Meyer Amschel—, pero me llamo Escudo rojo.
—Ah, sí, lo había olvidado —se excusó el general—. Ha adoptado el nombre de Escudo rojo por el color del escudo de armas que cuelga de la puerta de su comercio en la Judengasse.
—¿Un escudo de armas? —dijo el landgrave alzando una ceja—. ¿Dónde acabaremos, Von Estorff? Bien, Roth-schildt
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, el judío «caballero», siéntate hasta que hayamos terminado, no me dejas ver el tablero.
—Disculpe, señor, pero prefiero quedarme de pie, si no le importa.
—¿Se da cuenta de cómo funciona, Von Estorff? —El landgrave meneó tristemente la cabeza—. Estos judíos empiezan por tener escudos de armas, y acaban teniendo preferencias. Mira,
herr
Escudo de Armas, no tienes derecho a utilizar uno a menos que te hayan nombrado caballero. Y no tienes derecho a queda. ¡Siéntate de inmediato si no quieres que te arreste por arrogancia e insubordinación!
—Perdóneme, señor, pero ¿le toca mover a usted? —preguntó Rothschild.
—¿Cómo? —repuso el landgrave, absolutamente atónito.
—Sí, Meyer —respondió el general con los ojos brillantes—, le toca mover al landgrave y juega con las negras.
—En ese caso, landgrave —dijo Meyer Amschel—, ¿me permite señalar que tiene la victoria asegurada en once movimientos?
—¿Qué? —profirió el landgrave, agraviado—. ¿Cómo te atreves a suponer que puedes decirme cómo debo jugar al ajedrez?
—William, William —intervino el general, riendo y apoyando una mano en el brazo del otro—, veamos cuál es su suposición. Estoy intrigado; además, siempre podemos jugar otra partida si se equivoca.
—Von Estorff, ¿ha perdido el juicio? ¡Imagine que vayan diciendo por Frankfurt que me he aficionado a jugar al ajedrez con judíos! En ciertos lugares ya se toma a risa mi modo de jugar.
—Pero nosotros no vamos a jugar al ajedrez con él, sólo escucharemos su consejo. Y para eso es para lo que usted le ha traído aquí, ¿no es cierto? ¿Qué diferencia hay entre escuchar un consejo sobre ajedrez o uno sobre dinero?
—Si pretende hacerme creer que un judío puede comprender una cuestión tan compleja como el ajedrez, Von Estorff, ¿por qué no pedir que traigan también a mi galgo ruso y que nos ladre el padrenuestro en latín? —Al ver la severa desaprobación pintada en los rasgos de su amigo, el landgrave añadió—: Muy bien, ya sé que es usted un alma bendita. Pero no olvides,
herr
Escudo de Armas, que juzgaré tu capacidad en materias de mayor importancia por tu destreza en el ajedrez.
Mientras los dos amigos hablaban, Meyer Amschel se había comportado con tanta discreción como los paneles de madera que revestían la pared. Cuando éstos acabaron, enlazó las manos a su espalda con rostro inexpresivo.
—Simplemente, debe enrocarse —dijo.
—¡Pero, por Dios, hombre! ¡Eso dejará a mi reina a merced de su caballería!
—En el pasado, muchas reinas cayeron en manos de la caballería, William —dijo el general, enormemente divertido—, ¡y unas cuantas incluso sobrevivieron!
El landgrave hizo lo que le pedían, agitando la mano y farfullando. El general Von Estorff sonreía todo el tiempo, como si participara en un ejercicio escolar.
—Bien, Meyer —dijo—, ¿qué movimiento deseas que haga? —En realidad, no importa —replicó éste—, puesto que el landgrave ya ha ganado la partida.
El landgrave no pudo reprimir una mirada de repugnancia. Se tomó un buen trago de coñac, apartando la vista del tablero.
El general dudó unos instantes mientras contemplaba el perfil del landgrave; luego cogió su alfil y capturó la reina de su contrincante.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ya te lo había dicho! ¡Se ha comido mi reina! —exclamó el landgrave con el rostro enrojecido y perlado de sudor, aferrándose al borde de la mesa.
—Tenga en cuenta, señor —replicó Meyer tranquilamente—, que una reina no es una partida. ¡Es el rey, por supuesto, el que debería ser objeto de su constante atención!
El rostro del landgrave había adquirido el matiz purpúreo característico de la apoplejía; emitía jadeos rápidos y secos, y sus manos, que seguían agarradas a la mesa, empezaron a temblar. Von Estorff, alarmado, corrió hacia el aparador, llenó una copa de agua y se la tendió a su amigo luego se volvió hacia Meyer Amschel.
—¿Estás seguro que debemos…?
—Completamente. Sigamos —replicó el otro.
El landgrave se atragantó con el agua, apartó la copa y se echó otro trago de coñac.
—¿Qué me pide que sacrifique ahora el gran maestro de ajedrez —preguntó burlonamente— para «ganar». la partida?
—Nada —respondió Meyer cortésmente—. Ahora puede darle jaque al rey.
Ambos hombres abrieron los ojos desmesuradamente al contemplar el tablero.
—¡Ajá! —exclamó el landgrave, cogiendo su alfil y moviéndolo hacia delante—. ¡Jaque! —anunció, recostándose sobre el respaldo con una expresión de regodeo.
—Tenga en cuenta —comentó Meyer con calma—, que un jaque no es un mate, aunque ahora tiene una jugada de contraataque para cada movimiento que él realice. Las leyes del ajedrez son tan hermosas como las que gobiernan el universo, e igualmente mortíferas.
A medida que los dos amigos realizaban sus movimientos guiados por Meyer Amschel, el landgrave se mostraba cada vez más animado. Por fin, también el general se arrellanó en su asiento con una sonrisa de aprobación, a pesar de que veía que había perdido la partida.
—Mi querido Escudo rojo —le dijo a Meyer—, ésta ha sido la partida de ajedrez más agradable que he jugado en toda mi vida, y la más ilustrativa. Confieso que, a pesar de que juego todos y cada uno de los días, tu mente parece ir diez movimientos por delante de la mía. Consideraría sumamente ilustrativo que realizaras un análisis a
posteriori
de nuestra partida, a fin de aprender lo que podría haber hecho para obtener un resultado diferente.
De modo que Amschel se quedó junto al tablero de ajedrez hasta el amanecer, instruyendo a los dos hombres sobre infinidad de movimientos que él llamaba combinaciones y que cada uno de ellos podría haber realizado en los diferentes momentos de la partida.
El sol se alzaba ya sobre el río Main cuando los tres hombres se levantaron cansados del tablero y fueron a acostarse. El landgrave se detuvo en la escalera para colocar su mano regordeta sobre el hombro del pequeño maestro de ajedrez.
—Rothschild —le dijo—, si sabes manejar el dinero tan bien como esas pequeñas piezas de marfil, preveo que me convertirás en un hombre muy rico.
—El landgrave es ya un hombre muy rico —señaló Meyer Amschel.
—Por un accidente del destino. Tú, sin embargo, has nacido con otro tipo de riqueza, una cualidad que el mundo reconocerá dentro de cien años. No soy un hombre inteligente, pero sí poseo la inteligencia suficiente para reconocer a alguien que sabe más que yo y utilizarlo.
—Con una recomendación semejante, señor —dijo Meyer Amschel—, quizá no sean necesarios cien años.
El dinero, que representa la prosa de la
Vida y del que apenas se habla en los alones
Sin una disculpa, es, en sus efectos y leyes,
Tan hermoso como las rosas.
Ralph Waldo Emerson
LUNES, 30 DE NOVIEMBRE
A las ocho de la mañana, Tor entró en la Biblioteca Pública de Nueva York y pidió que se le indicara dónde estaba la sección financiera. La mujer que le dio las instrucciones necesarias lo miró con un suspiro cuando Tor se encaminó hacia las escaleras de mármol. Hombres con tal aspecto acudían raras veces al mostrador de información de la biblioteca pública.
Tor subió a saltos las escaleras. Vestía un traje de color carbón de gabardina italiana. La corbata gris perla de finas rayas con un delicado toque malva estaba sujeta por un alfiler de oro cuyo diseño era exactamente igual al de los gemelos. Varias personas volvieron la cabeza cuando Tor recorrió el pasillo hasta llegar a la sección financiera. Una vez dentro, le preguntó a la bibliotecaria dónde podría encontrar las guías del
Standard and Poor’s
y del
Moody’s
, a lo que ésta respondió señalando las estanterías correspondientes.
Situado tras los estantes, Tor cogió el pesado volumen de
Moody’s
y hojeó los número más recientes, que ya habían sido encuadernados. Al llegar al apartado de los bonos municipales, pasó varias páginas hasta encontrar lo que había ido a buscar.
Tras echar una rápida mirada en derredor, se sacó un cortaplumas del bolsillo y cortó la página del volumen. La dobló cuidadosamente y se la metió en el bolsillo junto con el cortaplumas plegado. Luego devolvió el libro a su estante, dio las gracias a la bibliotecaria, que aún seguía mirándole, y abandonó la biblioteca.
Menos de una hora más tarde, Tor entró en las oficinas de Louis Straub, corredores de bolsa, en Maidon Lane. Cuando empujó la puerta de cristal, vio una habitación llena de agentes de bolsa encorvados sobre sus teléfonos, con los nudos de las corbatas aflojados y las chaquetas colgadas de cualquier manera en los respaldos de las sillas. Las secretarias y administrativos corrían de una mesa a otra dejando caer documentos en las bandejas de archivo y depositando mensajes telefónicos. Aquello era un pandemónium. La recepcionista mascaba chicle y se pintaba las unas mientras sostenía una entretenida conversación telefónica. Interrumpió sus actividades para preguntarle a Tor con tono impaciente si podía ayudarle en algo.
—Me gustaría abrir una cuenta —le contestó Tor con una sonrisa irónica—. Es decir, si no está demasiado ocupada.
La chica enrojeció, pidió a su interlocutor que esperara y apretó el botón del interfono.
—Señor Ludwig —le dijo al interfono. Su voz resonó por toda la planta—. Cuanta nueva. Por favor, pase por recepción. Estará aquí dentro de unos minutos —le informó a Tor, antes de reanudar su conversación telefónica.
Tor echó una mirada a la planta. Louis Straub era la agencia bursátil más importante del país. La firma manejaba ingentes volúmenes de valores para aquellos que no necesitaban que les ayudaran a planear sus valores en cartera ni sus fortunas.
Cinco años antes, un joven llamado Louis Straub había comprendido que en Estados Unidos se necesitaba una agencia que manejara acciones y bonos como si fuera un supermercado donde los clientes pudieran escoger lo que quisieran y los agentes se limitaran a telefonear para efectuar la compra. No daban café ni atención personal a los clientes. Una transacción en Louis Straub era tan rápida y limpia que a menudo los agentes ni siquiera recordaban las caras de sus clientes. Por eso Tor había ido allí.