Los ojos de Lionel Bream se movían de un lado a otro de la sala, para tomar nota cuando alguien levantaba un dedo o se rascaba una oreja y mencionar luego la puja más alta. Pero, después de cada puja, su mirada volvía de inmediato a Lelia, cuyos ojos parecían brillar cada vez con más intensidad. Pearl comprendió que Lelia estaba pujando por aquella propiedad, aunque no podía descifrar el código que utilizaban. Así pues, dedicó su atención a la propiedad que se subastaba.
Según el programa era la propiedad número diecisiete, una de las veinte diminutas islas situadas frente a las costas de Turquía. Medía treinta kilómetros cuadrados y estaba compuesta casi exclusivamente de piedra: una montaña en forma de cono truncado, con una gran depresión en forma de cuenco circular que la coronaba.
El subastador les aseguró que el volcán estaba extinguido desde hacía miles de años. A Pearl no le importaba si estaba extinguido o no. Pero, por la fotografía que figuraba en el programa de aquella roca con escasa vegetación, empezó a dudar del juicio de Lelia.
La isla se llamaba Omphalos Apollonius: el ombligo de Apolo. Como explicó Bream al público, que reía disimuladamente, también era el nombre de la depresión de piedra hueca de Delfos, o de cualquier depresión natural desde la cual profetizara el oráculo. Tenía que haber recibido el nombre por el centro hueco del cono volcánico, la característica más relevante de la isla.
Pearl pensó que Lelia debía de estar poseída por una visión oracular para pujar por aquel horrible pedazo de roca. Allí sentada, Lelia parecía sumida en una especie de trance místico, ¡y la puja había alcanzado ya los cinco millones de dólares!
Pearl tocó levemente el brazo de Lelia y le dirigió una mirada interrogadora. Ésta sonrió con confianza y volvió a mirar hacia delante, de modo que Pearl se concentró de nuevo en el programa en busca de más pistas que la ayudaran a comprender aquella extraña elección.
Al parecer la isla tenía una población de ciento setenta habitantes, que se dedicaban principalmente a la pesca y a fabricar velas. El único pueblo, llamado también Omphalos, se encontraba ubicado en el lado oeste de la isla, encarado hacia la costa griega. En la desierta costa este no había más que unas cuantas ruinas venecianas.
Siguió leyendo hasta descubrir que todo el lote de islas lo vendía un expatriado yugoslavo, magnate naviero, que lo había adquirido poco después de la Segunda Guerra Mundial. Al parecer, durante la confusión que se produjo en la partición de Europa, los gobiernos de Grecia y Albania reclamaron las islas y, teniendo en cuenta que se hallaban situadas entre las aguas territoriales griegas y las turcas, tal vez los turcos las reclamaran también. Pero desde un punto de vista estratégico, o incluso turístico, carecían de valor. Su terreno volcánico e irregular hacía imposible que se construyera una pista de aterrizaje y la accidentada línea costera sólo servía de puerto para barcos muy pequeños. Incluso en la actualidad contaban con pocos o ninguno de los servicios habituales: teléfono, cañerías, sanitarios, luz o calefacción; ni siquiera disponían de carbón o madera para quemar, ni de tierras de pasto para animales. La mayor parte de los alimentos, incluidos los productos esenciales diarios, había que comprarlos en el continente.
La disputa sobre la nacionalidad se enfrió rápidamente cuando se conoció el escaso valor de las islas. Y el interés se disipó por completo cuando el magnate naviero sobornó generosamente a los burócratas correspondientes de los tres países en disputa para que miraran hacia otro lado.
No era tonto aquel eslavo, pensó Pearl. Se había construido una residencia para las vacaciones en la más bonita de las islas y financiaría el coste subastando el resto en el mercado de ricos neoyorquinos, capaces de pagar por la roca más ínfima que estuviera en el Egeo.
La subasta de aquella roca en particular había decaído mucho más deprisa que la de las demás, pues parecía la menos atractiva de todas. A Lelia sólo le quedaban dos competidores en la puja. Pearl empezó a alarmarse ligeramente cuando vio el rostro encarnado y enfebrecido de Lelia. Parecía transportada, iluminada por una luz interior que Pearl no podía comprender.
Para empeorar las cosas, la puja había sobrepasado ya los diez millones de dólares. Aunque era una suma inferior a las ofrecidas por islas subastadas previamente, seguía siendo muy elevada, y Pearl no tenía ni idea de dónde saldría el dinero. Se dio cuenta de que el subastador, Lionel Bream, no apartaba los ojos del rostro de Lelia. También él parecía preocupado.
En realidad, Lionel estaba más que preocupado; lo había estado desde el momento en que vislumbró a Lelia sentada entre el público. No se habían requerido garantías ni estados financieros antes de la subasta, ya que los invitados habían sido seleccionados personalmente por los propietarios. El nombre de Lelia no figuraba en la lista de invitados, pero ella se las había arreglado para introducirse allí pese a todo. Lionel esperaba que pudiera pagar la propiedad por la que estaba pujando. Nadie en la sala conocía el estado de la fortuna de Lelia en el pasado, salvo Lionel y Claude Westerby.
Fue el joven Westerby quien aceptó el riesgo de encargarse de aquellas joyas que Lelia le había llevado a Lionel Bream mucho tiempo atrás. Aunque Lionel había prometido no revelar su origen, en el caso de una colección semejante debía mostrarla a los dueños de la galería antes de aceptar subastarla. Consideró que el joven Claude, además de ser el más
sympathique
(Lionel se sonrió) sabía un par de cosas sobre joyas.
No sólo eran unas piedras magníficas, le aseguró a Lionel, sino que las piezas mismas eran en su mayoría los ejemplos más insólitos y poco conocidos de colecciones en otro tiempo famosas. Aunque el asunto no se discutió nunca abiertamente, Lionel estaba convencido de que Claude Westerby había conducido su propia investigación hasta averiguar quién era el vendedor.
Lionel vio a Claude Westerby sentado al fondo de la sala revestida de madera, con los brazos cruzados y observando la subasta. Lionel dejó que sus ojos se posaran brevemente sobre el hijo del director, lo suficiente para transmitirle el mensaje de que algo no iba bien y pedir consejo. Claude se encogió de hombros para indicar que también él estaba preocupado por la puja enfebrecida de Lelia, pero que creía que poco podía hacer al respecto. Salvo interrumpir la puja, pensó Lionel; lo cual, sin duda, no tenía precedente histórico.
Pero a medida que la puja continuaba, un ligero cambio en el ritmo le dijo, gracias a sus largos años de experiencia, que la propiedad estaba a punto de ser vendida, y que la compradora sería Lelia. Le invadió una pacífica sensación de deber cumplido, como si le hubieran quitado un peso de encima. Golpeó suavemente el soporte de latón con el martillo y dijo tranquilamente:
—Vendido a madame Von Daimlisch por trece millones de dólares. Felicidades, señora Von Daimlisch, acaba de comprar una propiedad excelente.
Lelia asintió y, con la ayuda de Pearl, se levantó para abandonar la sala. Entre las diversas personas que volvieron la cabeza para contemplar su partida estaba Claude Westerby. Aunque se trataba de un procedimiento irregular, era él quien había asentido levemente a los guardas para que la dejaran pasar sin pedirle invitación cuando apareció en la entrada de la galería de subastas. Sabía que no tenía invitación porque había sido él mismo quien preparara la lista. Ahora se levantó para seguirla.
—¿Adónde vamos? —susurró Pearl mientras recorrían los pasillos.
—
La caisse
, el cajero —replicó Lelia—. Cuando terminamos la comida, tenemos que pagarr
l 'addition
.
—Ésta es la parte divertida —dijo Pearl sombríamente—. ¿Cómo demonios piensa pagar esta cuenta?
—¡Con un
cheque
, naturalmente!
Lelia rió. No obstante, parecía, por fin, realmente agotada. Pearl se inquietó. Después de todo, Lelia no era ninguna jovencita.
—Mis felicitaciones,
madame
—dijo Claude Westerby, alcanzándolas por el pasillo.
Se cogió del brazo libre de Lelia y se unió a ambas mujeres en su avance hacia la caja. Si algo salía mal, quería estar presente para manejar la situación.
—
Monsieur
, no nos han presentado nunca formalmente —empezó Lelia—. Yo soy…
—Sé quién es usted, querida. Lelia von Daimlisch. Aunque estoy seguro de haber cambiado desde la última vez que me vio, usted sigue siendo la mujer a la que se consideró la más hermosa de Nueva York. —Lelia lo deslumbró con una sonrisa—. Yo soy Claude Westerby —prosiguió—. Hoy ha obtenido usted una buena pieza por su dinero. Me temo que el anterior propietario se enfadará conmigo; habíamos valorado la isla en lo que ha pagado por ella más la mitad. ¡Esperemos que el resto alcance un precio mayor, por mi bien! Me alegro de que haya sido usted la compradora.
«Y más me alegraré —pensó— si puede pagarla. ¡Qué pesadilla sería para todos si no pudiera!».
—Aquí está la caja —anunció Westerby cuando llegaron—. La dejaré sola para ocuparse de la parte desagradable, aunque estaré por aquí cerca por si necesita mi ayuda. Permítame que le diga que ha sido un gran placer conocerla formalmente después de tantos años.
—
Merci, monsieur
—dijo Lelia. Luego extendió una mano y cogió la del hombre. Su voz temblaba de un modo que Claude halló alarmantemente femenino para una mujer de su edad—. Y gracias por…, en el pasado fue muy discreto con mis
bijoux
, mis joyas. Sé que fue usted quien hizo las pequeñas investigaciones para mí. Soy como el elefante; tengo una memoria muy buena para los momentos buenos. Una vez más,
merci, mon ami Claude
.
Claude la miró, sorprendido, y sintió un súbito encogimiento en el corazón. Lelia seguía conservando una gran belleza, del tipo que aumentaba desde el interior. Era, pensó, más encantadora aún de lo que recordaba después de cuarenta años.
Estaba tan encantado por el hecho de que hubiera comprado la isla que, en ese momento, no le importó un pimiento si podía pagarla o no. Él mismo ansiaba comprársela como regalo.
Tras apretar la mano de Lelia con suavidad, se despidió bruscamente y se alejó a paso vivo por el pasillo, en dirección a la sala de subastas.
FRANKFURT, ALEMANIA,
ENERO DE 1810
Era a principios del año 1810 y Meyer Amschel Rothschild seguía viviendo en Frankfurt, aunque sus hijos ya eran mayores y su favorito, Nathan, se había ido al extranjero.
—Esta noche he tenido un sueño —le contó Meyer Amschel a su mujer, Gutle, mientras tomában su desayuno de pan duro remojado en leche.
—¿Un sueño? —inquirió Gutle, en un tono que parecía sugerir que jamás había oído una cosa semejante.
Gutle llevaba el pelo cortado según la, tradición ortodoxa y oculto bajo una gruesa peluca sin empolvar, cubierta a su vez por un enorme tocado de rígido algodón, encaje holandés y cintas de tafetán.
—¿Y qué sueño ha sido ése? —preguntó Gutle a su marido, echándole un poco más de leche sobre el pan con una cuchara—. ¿El sueño de una fortuna aún mayor? Creo que hemos hecho ya más fortuna de la que nos conviene. Algunas veces creo que tanto dinero nos traerá mala suerte algún día.
Gutle golpeó la mesa con la cuchara para alejar a los demonios que pudieran estar escuchando.
—Ha sido un sueño extraño —contestó Meyer Amschel, pensativo—. Veía nuestra casa sometida a la prueba del fuego y del agua, tal como dice el antiguo libro que se someterá a prueba a la humanidad ante Dios. Nuestros hijos luchaban unidos por una causa común, igual que Judas Macabeo, juntos, como una fuerza que desafiara a la naturaleza…
—Ya conocemos tus ideas sobre este tema —le interrumpió Gutle—. Todo eso de que una ramita se puede romper fácilmente con las manos, pero que es imposible romper un puñado de ramitas juntas.
—Este sueño me ha revelado que algo grande y magnífico está a punto de ocurrir —le aseguró Meyer a su mujer—. Y que, a causa de ello, la casa Rothschild pervivirá durante cientos de años. Ya lo verás, querida, pronto empezará.
En 1810, tal como el sueño de Meyer Amschel había predicho, su hijo Nathan estaba trazando un plan tan osado y lleno de peligros que podía muy bien costarle a la familia, no sólo su fortuna, sino también su libertad.
Nathan llevaba doce años en Inglaterra y le había ido bien allí. Había empezado en Manchester, en 1798, exportando algodón inglés al continente, donde su padre y sus hermanos vendían la mercancía. En 1809, Nathan se naturalizó inglés, y al año siguiente fundó su propio banco; era el tercero de los cinco hijos de los Rothschild y, con mucho, el más emprendedor.
A principios de marzo de 1810, Nathan le escribió a su padre para decide que deseaba que su hermano menor, James, fuera enviado a París y pudiese disponer de libertad de movimientos por toda Francia, así como por España, Italia y Alemania. Meyer Amschel se quedó perplejo. ¿Cómo podría un judío obtener tal privilegio? Resultaría particularmente difícil conseguir el permiso de residencia en París, dado que los Rothschild no sólo eran judíos, sino también prusianos.
Pero, confiando en que la premonición de su sueño estaba a punto de cumplirse, Meyer Amschel se puso su sombrero de seda, su chorrera de encaje y su más elegante traje negro, y se fue a hacerle una visita a su amigo el príncipe de Thurn und Taxis, a cuya familia habían prestado los Rothschild elevadas sumas de dinero en el pasado. Quizás hubiera llegado el momento de reclamar la deuda, en otra forma de pago.
—Ah, Rothschild, se te ve muy atildado hoy —dijo el príncipe—. Veo por tu semblante que la tuya no es sólo una visita de cortesía. Dios mediante, te concederé todo aquello que desees y este en mi mano.
—Vuestra Alteza demuestra su gran astucia, como siempre —replicó Meyer Amschel—. Se trata de algo difícil: deseo que se otorgue a mi hijo James permiso para establecer su residencia en París.
—Ah, eso en verdad supone un problema —convino el príncipe—. Ni siquiera yo puedo obtener ese permiso, siendo como soy prusiano.
—Sé que mi petición es difícil-dijo Meyer Amschel.—Pero es necesario que lo consiga, por motivos familiares personales.
—Teniendo en cuenta que tus «motivos familiares personales» suelen estar relacionados con la adquisición de más riquezas, supongo que actuaré en interés propio ayudándote. ¿Tienes alguna idea al respecto? ¡Rara vez pareces carente de ideas!