—Tengo noticias buenas y noticias malas —anunció—. Oigamos primero las buenas —dije.
—He estado siguiendo la pista de los bonos del doctor Tor a partir de la lista que me diste y a través de los periódicos.
Nadie ha intentado rescatarlos o amortizarlos, al menos por ahora, de modo que no hay motivo para preocuparse por esos préstamos en Europa de los que me dijiste que son garantía. Además, he puesto a punto nuestros sistemas para que podamos cortar rodajas más grandes de salami. Eso ha elevado nuestro saldo medio a unos trescientos millones de dólares, que ya podemos invertir.
—Fantástico —le felicité—. Ahora di me las malas.
—He repasado las cifras que te proporcionó Charles Babbage sobre la cantidad de dinero que necesitas robar para invertir y ganar treinta millones antes del uno de abril, es decir, dentro de cuarenta y cuatro días laborables a partir de ahora. Son erróneas; no puedes hacerlo. Y es un problema muy serio, no sólo por la apuesta. Si ocurriera algo con esos préstamos del doctor Tor y tuviéramos que cubrirlos nosotros, dudo de que bastara con nuestros beneficios. Y ya sabes que no podemos retener las transferencias en sí más de cuarenta y ocho horas como mucho.
¿Cómo podía ser que no estuviéramos obteniendo los beneficios suficientes? Había calculado esas cifras una docena de veces y siempre me habían dado el mismo resultado. Tavish interrumpió mis pensamientos para explicarse.
—Tus cálculos se basan en todas las transferencias que llegan al banco —dijo—. Tu plan era arrancar cuanto pudiéramos de cualquier actividad que traspasara nuestras puertas sin atraer la atención.
—Exacto —convine—. ¿Dónde está el problema?
—No podemos ponerle las manos encima a uno de los mayores volúmenes de transferencias: los de la red federal. Se utiliza para transferir, ajustar o manipular nuestra reserva en el Fed. Pero el dinero está en «su» bolsillo, no en el nuestro. No deberías haber incluido la actividad del Fed.
¡Maldita sea! Tenía razón, claro, pero el problema que planteaba era peor aún que la idea de robar un banco. La red de transferencias del Fed era propiedad del gobierno de Estados Unidos, y se podía acabar en una prisión federal sólo por una multa de aparcamiento en una propiedad del gobierno. No quería ni pensar en lo que harían si pillaban a alguien jugando con su dinero.
—Pero aún no sabes lo peor —prosiguió Tavish—. He visto a Lawrence hace un momento en el ascensor. Te ha enviado un memorándum. Al parecer se ha enterado de que hemos conseguido forzar los sistemas de seguridad. Ya sabíamos que no podríamos mantenerlo en secreto eternamente, pero ahora hasta los auditores lo saben y están esperando que les enviemos algún tipo de explicación. Lawrence dice que esta noche se va en viaje de negocios y que, cuando vuelva, quiere ver el proyecto terminado, el informe entregado, el sistema completamente normalizado y nuestras manos fuera del pastel. Si queremos incrementar alguna actividad del sistema, disponemos de menos de dos semanas para llevarlo a la práctica. ¿Qué podemos hacer?
Suspiré y enlacé las manos sobre la mesa. Luego le ofrecí a Tavish una sonrisa resignada.
—Por lo que parece, vamos a tener que robarle al Fed —dije.
La Reserva Federal está situada al final de la calle Market.
Parece un bosque de pilares de granito rosa sobre los que se apoyan los arcos de granito enrejado que ocultan su fachada, la cual ocupa toda la manzana. El Fed no ha variado ni sus preferencias arquitectónicas, ni su funcionamiento, ni su concepto de la tecnología en sus más de setenta y cinco años de existencia. Al parecer sigue anclado en la tradición del Partenón.
Todos los bancos con carta federal están obligados a ser miembros del Fed, y se exige de ellos que guarden allí unos depósitos como seguro. Toda transacción realizada por el Banco del Mundo requería un tipo diferente de cuenta en el Fed, con diferentes requisitos para la reserva. Cada miércoles, se repasaban las sumas de reserva de la semana anterior para asegurarse de que nuestros depósitos se mantenían dentro de los límites marcados por la ley. Los bancos que presentaban un recuento negativo durante dos semanas seguidas, se encontraban con que el Fed les ponía las esposas con cierta rudeza. Pero tampoco les gustaba a los banqueros dejar que el exceso de fondos se quedara allí, puesto que esos depósitos no producían ni intereses ni ingresos. Así pues, la actividad requerida para cumplir la ley al pie de la letra era constante y frenética, y generaba toneladas de papel.
Tanto mejor para
moi
, pensé.
Cuando un banco como el nuestro reducía o incrementaba el saldo en las cuentas del Fed, podía o bien hacer entrar o salir el dinero del propio Fed, o bien comprar o vender sus reservas a otro banco en lo que recibía, en consonancia; el nombre de Mercado de Fondos del Fed. Todas esas transacciones se realizaban mediante la red Federal, lo que significaba que el dinero entraba y salía por la puerta como si quemara en las manos; y se distribuía por muchos, muchos lugares; cuando hubiera finalizado «aquel» delito, sería la experta en seguridad bancaria del Fed por excelencia.
—Al parecer es una cuestión de grados —comentó Tavish. Estábamos sentados en mi despacho de paredes de cristal, esa misma tarde, estudiando las interfaces con la red federal, es decir, los sistemas que previamente había incluido en mis cálculos—. Me refiero a esto de robar —explicó—. Un desliz, y te metes en la mierda hasta el cuello… Pero lo que está claro es que, si conseguimos robarle al Fed, será porque su seguridad es tan ineficaz como la nuestra.
—Del dicho al hecho hay un buen trecho —reconocí yo—. Pero no seremos delincuentes si no consiguen pescarnos. Si logramos llevar a cabo el robo, eliminaremos nuestro código del sistema para borrar nuestra pista. No podrán probar nunca que lo hicimos nosotros, pero nadie podrá tampoco desmentir los resultados: ¡cientos de millones depositados en cuentas equivocadas!
Estaba tan encerrada en mí misma que no recordaba ya la época en la que creía que podría saltar al vacío yo sola. Pero Tor estaría orgulloso de mí, y también Bibi, me dije, por dar el salto sin necesitar su empujón. Sabía sin lugar a dudas que lo que hacíamos era correcto.
Le expuse a Tavish mi plan, ideado con la máxima complejidad para demorar la tarea de los auditores tanto como fuera posible. Él alzó la vista y se rascó la cabeza de alborotados cabellos rubios.
—¿Quieres apoderarte de mil millones o más en dos semanas? —inquirió—. ¿No crees que el Fed se daría cuenta si le faltara todo ese dinero de repente?
—No es suyo, es nuestro, del banco —expliqué.—Y hay más de ocho mil millones de dólares depositados allí ahora mismo. La ley nos exige guardar allí un tanto por ciento promedio de nuestro activo, pero eso no significa que el Fed sepa de dónde procede o para qué es. Aunque detecten una discrepancia, tal como lo he ideado yo, les llevará meses hallar la pista de una de las innumerables transacciones.
—Has mejorado nuestra técnica anterior —concedió Tavish—. Ahora es como un salami interestelar. Probémoslo.
—Bien, Banks —dijo Lawrence cuando entró en mi despacho a última hora del mismo día, con abrigo y bolsa en la mano—, ¿no es un poco tarde para convocar una reunión imprevista? Tengo que coger un avión.
—He recibido su memorándum —le dije—. Según parece tengo que finalizar mi proyecto antes de que vuelva. Creo que sería demasiado apresurado. Había pensado presentar otra propuesta sobre cómo resolver algunos de los problemas que hemos…
—Creo que ya hemos tenido propuestas de sobra, Banks —me interrumpió abruptamente—. Limítate a redactar un informe sobre lo que has hecho hasta ahora y yo me encargaré de que llegue a quien mejor convenga. No te necesitarán para el seguimiento posterior, tal como yo lo veo. Voy a devolverte al departamento de Willingly dentro de dos semanas. Un buen hombre, Willingly. Es una pena que no estéis de acuerdo, pero los dos tenéis un fuerte carácter. Tú eres una protagonista y él es…
—¿Un antagonista? —sugerí amablemente. Aquel bastardo estaba firmando mi sentencia de muerte. Tenía que ganar tiempo—. En ese caso —le informé—, antes de que se vaya me gustaría que diera su aprobación para estos papeles de traslado. Voy a devolver a Bobby Tavish al departamento de Karp, su antiguo jefe. Al parecer hay cierta controversia sobre la persona para la que habrá de trabajar, pero lo había acordado con Karp hace tiempo.
—Debes aprender a manejar a estos
teckies
, Banks —dijo Lawrence, al tiempo que firmaba los impresos—. No llegarás muy lejos si los mimas y escuchas sus quejas, créeme. Si terminas con este proyecto y te deshaces del grupo, tendrás tu recompensa. Te doy mi palabra.
—Si, señor —conteste cortésmente—. Ya sabe cuanto valoro su palabra.
Lawrence me echó una breve mirada, luego me deseó buenas noches y se fue.
Cogí el teléfono y reservé un billete para el vuelo a Nueva York. Luego llamé al director de personal y le dije que se había aprobado el traslado de Tavish al departamento de Karp, para que pudiera adelantar el papeleo. Telefoneé a Karp, que me dio las gracias efusivamente y me soltó más mentiras y gilipolleces de las suyas.
Por último llamé a Tavish.
—¿Han picado? —preguntó.
—Se han tragado anzuelo, sedal, caña y parte del carrete —le aseguré—. A nadie le extrañará que dimitas el lunes, excepto quizás a Karp, que es un poco lento de entendederas.
—Ojalá vinieras conmigo —me dijo tristemente—, pero comprendo que alguien debe quedarse para cuidar del cotarro. Pensaré en ti en Nueva York.
—Dales recuerdos a Charles y a los Bobbsey —dije, pues habíamos acordado que Tavish podría controlar nuestras operaciones perfectamente a través de Charles, y los Bobbsey se alegraban de contratar a un operador que pudiera ayudarles, aunque fuera de manera temporal, para tomarse un descanso—. Si por casualidad ves a Pearl o a Tor —añadí—, deséales buena suerte de mi parte, ¡pero diles que vamos a ganarles!
Cuando colgué, sentí un terrible estremecimiento helado que me inundaba por dentro. Me había quedado sola, rodeada de canallas, ¿quién sabía por cuánto tiempo? No sabía nada de Tor desde hacía semanas, desde que se habían ido a Europa.
Miré el calendario de la pared: 1 de febrero, algo más de dos meses desde mi noche en la Ópera. En los setenta y dos días que habían pasado, les había robado a dos de las mayores instituciones financieras del mundo (si contaba el robo de Tor, eran tres) y mi vida había dado un vuelco. Aunque lo sabía, no conseguía sentirlo en realidad; en mi interior estaba como muerta.
Tenía treinta y dos años y, según las normas generales, era una triunfadora. Los logros de mi vida los había conseguido derrotando al sistema. Pero pronto no quedaría ya un sistema al que derrotar. ¿Acaso no lo estaba destruyendo yo?
Tor lo había sabido siempre, claro está. De un ágil puntapié había derribado mis muletas, de modo que a lo único que pudiera aferrarme fuera a la realidad, a la realidad auténtica, no a la del tipo que se encuentra en los sistemas, las estructuras y las reglas de otras personas. Tor quería que contemplara mi vida pasada, que dejara de parapetarme tras los juegos que todos inventamos para convencernos a nosotros mismos de que lo que no vivimos no es real. Y si lo que yo veía tras de mí era un puente podrido y desmoronado, mi propia obra, una ruina total, sabía qué querría él que hiciera.
Estaba sentada en mi despacho, rodeada de cristal, y miraba la orquídea marchita que había en el jarrón delante de mí. Unos cuantos pétalos marrones habían caído y se hallaban esparcidos por la mesa. Oí la voz de Tor susurrándome, tan suave como siempre. Decía: «Enciende la cerilla».
Al llegar el lunes en que Lawrence debía regresar, cuando se esperaba que yo diera por concluido mi proyecto y saliera del sistema, aún no tenía la solución para el dilema.
Para entonces, Tavish y yo habíamos acabado de transferir el control de nuestro delito a Charles Babbage, que tendría que dedicarse a ello a tiempo completo, aunque eso significaba que, durante una temporada, el pequeño ordenador habría de permanecer despierto por las noches en Nueva York. Alguien tenía que quedarse en San Francisco para vigilar los sistemas en el banco, sólo para asegurarse de que nadie fisgoneaba por ahí. Pero si me devolvían al departamento de Kiwi, como amenazaba Lawrence, estaría demasiado ocupada en limpiar los lavabos con el cepillo de dientes.
Cuando atravesé el país de las hadas de paredes de cristal para ir al despacho de Lawrence, mi humor era sombrío. Aunque Tor siempre había dicho que la mejor defensa era un buen ataque, no estaba segura de qué ataque podría emprender para detener los engranajes que ya se habían puesto en marcha. Lo mínimo que podía hacer era esforzarme al máximo.
Lawrence me saludó sin levantarse; estaba atrincherado tras su mesa y parecía poco dispuesto a ceder terreno. Poco importaba; la munición de que disponía en aquella ocasión se derretiría fácilmente bajo un soplete, y yo sabía que la respiración de Lawrence sería mucho más potente.
—Veamos, ¿es ése el informe de conclusión? —preguntó, extendiendo la mano.
Hojeó las primeras páginas y luego leyó el resto más atentamente de lo que yo esperaba, considerando que mis horas estaban contadas. Mientras tanto yo balanceaba las piernas en el asiento y contemplaba el panorama cubierto por la niebla. Sabía que, con suerte, tendría una posibilidad; cerré los ojos e intenté imaginar el terreno en la oscuridad.
—Banks —dijo Lawrence, mirándome con aire paciente—, este informe me parece innecesariamente alarmista. Sugieres que se pueden forzar los sistemas de seguridad…
—Han sido forzados —corregí.
—Pero no deberías decir que la «seguridad de nuestros sistemas es negligente». Podría malinterpretarse. Soy consciente de que nuestros sistemas no son precisamente los más modernos…
—A menos que lo sean los frescos renacentistas —comenté con ironía.
—En fin, francamente, todos estos estudios me hacen perder la paciencia, y no tengo intención de seguir financiándolos. Me hago responsable de que tus preocupaciones sean atendidas. Tu petición para realizar un trabajo de seguimiento queda rechazada.
—No estoy pidiendo que «usted» financie una mejora en la seguridad —afirmé—, ni tampoco que lo haga el Comité de Dirección. —Me levanté y respiré profundamente; era entonces o nunca—. Por eso voy a comunicar mis hallazgos al departamento de revisión de cuentas —anuncié—. En realidad les corresponde a ellos asegurarse de que nuestros sistemas dispongan de los sistemas de seguridad necesarios y, ahora que Tavish se ha ido yo soy la única que puede aconsejarles dónde deben buscar para hallar los agujeros.