—De acuerdo, de acuerdo —murmuró Kiwi, mientras se dirigía hacia la puerta pisando con fuerza—. Pero será mejor que no te muevas de aquí, Banks. Quiero ver tu culo en tu despacho y en esa silla cuando vuelva.
Kiwi salió echando humo por las orejas, mientras Pavel y yo nos sonreíamos mutuamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Georgian.
—Unos caballos salvajes y el mismísimo Dios acaban de venir a mi despacho y se han llevado a rastras a mi jefe —le expliqué.
—Al parecer, la vida en el banco no es tan aburrida como yo me la había imaginado siempre.
—Es una diversión continua —le aseguré—. Tengo que colgar ya porque he de llamar ahora mismo a los de mantenimiento para que trasladen mis cosas. Mi culo estará en la misma silla y en mi despacho cuando él vuelva. Pero mi despacho estará en la trigésima planta y no en la decimotercera.
—¿De qué estás hablando?
—Hablaba sola —respondí—. Dime, ¿exactamente hasta dónde habéis llegado ya?
—He impreso copias en blanco de todos los bonos que Thor me entregó —me dijo—. Lo único que necesito ahora es un documento auténtico para poder grabar los números de serie y todo lo demás. Se supone que será un día de éstos; en cualquier momento, de hecho. Thor está buscando un empleo.
—¿Un empleo? ¿Para qué? Es dueño de una empresa —repliqué sorprendida.
—Creo que necesitará ese empleo —me aseguró.— Deja que te lo explique…
Era joven, pero ése es precisamente el momento de empezar. Cuanto antes se siembra, antes se recoge. En aquella época andaba siempre de un lado para otro, nunca fui un holgazán. Más vale gastar suelas que hojas: ése era mi lema.
Al que madruga, Dios le ayuda.
BOUCK WHITE,
The Book of Daniel Drew
MARTES, 8 DE DICIEMBRE
Duke Jimmy se desabrochó la bragueta y echó una buena meada, calentita, en su portal favorito de la Tercera Avenida. Tras abrocharse de nuevo los pantalones, se bajó el suave y viejo suéter de cachemira que le habían dado, después de zurcido, en la Liga de Salvamento de San Marcos. El suéter era de un bonito color vino y combinaba bien con la chaqueta de tweed remendada que había conseguido en la Misión de la Luz Divina.
El hombre se encaminó a Union Square, donde pensaba recoger la limosna habitual de la mañana. Cerca de allí había un edificio con una agradable rejilla por donde salía aire caliente y junto a la cual le gustaba sentarse mientras se tomaba el desayuno. Pero la mañana era más fría de lo que había creído. Cuando llegó a Union Square, sus manos, metidas en los bolsillos raídos, estaban heladas, y notaba la humedad de la nieve filtrándose a través de los periódicos que forraban sus zapatos.
Se encontraba sentado al lado de la rejilla, con un zapato fuera, cuando se percató del hombre que lo contemplaba de pie junto a él. Duke Jimmy alzó la vista. Había algo extraño en aquel tipo. Luego se dio cuenta de que era el color de sus ojos. Jimmy no había visto nunca unos ojos parecidos salvo en los gatos callejeros.
—Muy buenos días, señor —dijo Jimmy afablemente.
—Hola —replicó Tor—. La mañana es mucho más fría de lo que había pronosticado el hombre del tiempo. Debe de estar helándose con esa ropa.
—Muy cierto —dijo Jimmy—. Justamente estaba pensando que una buena botella de vino tinto calentaría mis viejos huesos.
—Me preguntaba —dijo Tor—, si le importaría ponerse de pie un momento.
—Espero que no esté pensando en robarme —repuso Jimmy, mientras se ponía el zapato y se levantaba—. Si es así, no cabe duda de que ha escogido al tipo equivocado.
Tor rodeó lentamente al viejo vagabundo, mirándolo de arriba abajo.
—Creo que servirá —afirmé—. ¿Qué le parecería ganar algún dinero?
—Eso depende —contestó Duke Jimmy con cautela.
—Parece tener la misma talla que yo. ¿Qué le parecería venderme la ropa que lleva? Sólo las prendas exteriores, no estoy interesado en la ropa interior —añadió Tor rápidamente. Le acababa de llegar una bocanada del intenso olor del viejo borracho y se preguntó cuánto desinfectante haría falta para eliminar los piojos de la ropa.
—¿De cuánto dinero se trata? —preguntó Jimmy—. Esta ropa es prácticamente una herencia familiar, ¿comprende? No puedo desprenderme de ella así como así.
—Cincuenta dólares —contestó Tor.
—Me parece justo —concedió Jimmy—. Pero ¿qué me pondré si le vendo mi último traje?
Tor no había pensado en ello, pero tampoco deseaba embarcarse en una expedición de compra para equipar a aquel tipo.
—¿Qué me dice del traje que lleva usted? —sugirió Jimmy—. Si mi ropa le queda bien, su ropa debería quedarme bien a mí.
—Este traje es bastante caro —replicó Tor.
—Me parece perfecto —dijo Jimmy—. Por eso me llaman Duke Jimmy, porque reconozco la calidad en cuanto la veo.
La oficina de mensajería, en el centro de Manhattan, estaba atestada de cuerpos sudorosos. El continuo zumbido de las voces, similar al de un ventilador, cesaba durante unos instantes cada vez que el empleado anunciaba el número de uno de ellos.
Tor se levantó del fondo de la estancia cuando se anunció su número. Era consciente del fuerte olor a líquido de limpieza en seco y desinfectante que le acompañaba al tiempo que atravesaba la habitación, y del aroma soterrado que parecía ligeramente más intenso. Pero nadie más pareció percibido.
Siguió al empleado hasta un espacioso almacén con muchas mesas.
—¿Señor Duke? —preguntó el entrevistador sin apenas levantar la vista cuando Tor entró en el cubículo.
—Sí, Jimmy Duke —respondió Tor, conteniendo una leve sonrisa.
—Escribiré James, ¿le parece bien? ¿Es ése su nombre auténtico?
—La gente me llama Jimmy-respondió Tor.
—Bien —dijo el entrevistador, y escribió James en el casillero—. ¿Me permite ver el formulario que ha rellenado? —Cuando Tor se lo tendió, preguntó—: ¿Ha trabajado antes en algo parecido?
—He hecho de repartidor para tiendas de comestibles —contestó Tor.
—Ah, sí, ya lo veo —dijo el entrevistador—. Bien, permítame que le explique el trabajo. Una agencia de valores, o la Bolsa, nos llama por teléfono. Si le avisan a usted, tiene que ir a la dirección indicada. Allí encontrará los valores metidos en una cartera. Usted debe recogerla y comprobar que están todos; luego firma y entrega el recibo a la agencia. Tiene que hacerles firmar el papel rosa para que podamos enviarles la factura correspondiente.
—¿Y luego qué hago? —inquirió Tor.
—Llevarlos al Depository Trust, donde anotarán la entrada. Cotejarán los impresos con los valores y le darán un recibo. Les cobramos diez dólares por entrega, y a usted le pagaremos ocho dólares la hora. La mayoría de entregas le llevarán muy poco tiempo, ya que casi todas las oficinas están situadas en el distrito financiero. Nosotros ponemos la bicicleta. Eso es todo.
—Bien-dijo Tor.—¿Cuándo empiezo?
—Tardaremos unas dos semanas en tramitarle el seguro. Pero, como por lo que veo en su formulario no le han arrestado nunca ni tiene antecedentes, y ahora mismo andamos un poco cortos de personal, puede empezar de inmediato. Le enviaremos sus papeles cuando esté listo el seguro, dentro de unas semanas. Preséntese en la oficina de mensajería de Broad Street mañana a las ocho de la mañana.
—Bien dijo T or, y salió.
No tendría que esperar a que llegaran los papeles del seguro. Al cabo de dos semanas, el robo ya se habría materializado.
MIÉRCOLES, 9 DE DICIEMBRE
A las nueve de la mañana del 9 de diciembre, un hombre con una chaqueta de tweed raída y un suéter color vino traspasó las puertas de Merrill Lynch. Llevaba zapatillas de deporte manchadas de barro, prendedores de los que utilizan los ciclistas alrededor de los bajos de los pantalones, y una carpeta con sujetapapeles donde había varias hojas escritas. Se acercó a la mesa de la recepcionista.
—Recogida para el Depository —anunció.
—¿Es usted mensajero? —preguntó la mujer. Tor asintió—. En el piso siguiente —indicó.
Tor salió del ascensor en el piso siguiente. Había un largo pasillo con una puerta al final sobre la que se leía ENTREGAS. Lo recorrió hasta llegar a la puerta, pulsó el timbre y la puerta se abrió con un chasquido.
—¿Recogida para el Depository? —preguntó Toral hombre que había en la ventanilla.
—¡Vale; ya está aquí! —gritó éste por encima de su hombro—. Vamos, date prisa, no tenemos todo el día. ¿Hay algo entre la A y la G? No tengo nada todavía entre la H y la M. De la S a la Z está bien…
El hombre repasó las pilas de documentos que tenía sobre la mesa, tachando los que figuraban en una lista que tenía delante.
—Bien, creo que esto es todo —le dijo a Tor.
Ambos repasaron los valores y anotaron los números. Tor los metió en la cartera de lona que le tendió el hombre y le dio un recibo a éste, quien firmó los impresos que Tor llevaba en la carpeta. Por último, recogió la cartera.
—¿Clasifican estos títulos por orden alfabético? —preguntó.
—Sí. ¿Para qué quiere saberlo? —replicó el hombre desde el otro lado de la ventanilla.
—Si tengo que entregar valores aquí, ¿se los he de traer a usted?
—No. Ésos van a entradas, en el siguiente piso.
—Gracias —dijo Tor. Cuando se volvía para salir añadió para sus adentros—: Que la mano izquierda no sepa lo que hace la mano derecha.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el hombre, un poco mosca.
—Una cita bíblica —contestó Tor, y la puerta se cerró tras él con un chasquido.
Sin ayuda bíblica no tenían modo de cotejar las entradas y salidas diarias de títulos como los que él llevaba en la cartera, pensó mientras volvía por el pasillo. Si las cosas se manejaban y archivaban en tantos lugares diferentes, sería harto difícil cotejar la cantidad de dólares en bruto que entraban y salían por la puerta. Tor sonrió.
Las calles estaban llenas de fango y sucias de nieve pisada. Tor caminó hasta la bicicleta y arrojó la cartera de lona a uno de los cestos que colgaban de la parte de atrás. Luego liberó la bicicleta del soporte y se alejó por los desfiladeros de acero y hormigón de Wall Street.
Una hora más tarde, cubierta de fango y cargada con varias carteras de lona parecidas, la bicicleta avanzaba laboriosamente entre el denso tráfico hasta la estación de metro de Wall Street.
Tor pedaleó cansinamente hasta el soporte para bicicletas de la entrada este, ató el vehículo y se cargó los cestos al hombro. Gruñendo un poco a causa del peso, bajó las escaleras y se metió en el metro.
Lelia llegó corriendo por el pasillo tan pronto como la criada abrió la puerta de doble hoja de la entrada.
—
Mein Gott in Himmel
! —exclamó—. ¡Fango! ¡Fango!
Qu'est qu'il fait
? No le dejes entrar. ¡Me ensuciará el suelo! ¿Qué quierre?
—Lelia, encanto, qué hospitalidad —dijo Tor, quitándose la suciedad de los párpados y dejando al descubierto dos zonas blancas que parecían anteojos.
—Oh,
mon cher
—dijo Lelia—. ¿Qué le han hecho? Le han arrastrado por la cuneta, con lo sucio que está. ¿De dónde viene con esas ropas?
—Al parecer es la indumentaria apropiada para los mensajeros —le aseguró Tor—. He llevado a cabo un estudio sobre el tema. Los encargados de las entregas se habrían alarmado si hubiera llegado vestido con un traje Brioni. Al parecer prefieren mensajeros del tipo sórdido.
—Tiene que quitarse eso y le diremos a Nana que prepare un agradable baño de burbujas —le dijo Lelia, arrugando la nariz ligeramente al percibir el aroma de Tor.
—No tengo tiempo para burbujas, querida —replicó él—. ¿Dónde está Georgian? Le ha llegado el momento de trabajar.
Georgian estaba en la Habitación Ciruela, preparando los documentos y limpiando el equipo. Tor y Lelia acarrearon las carteras por el pasillo, las abrieron una a una y examinaron su contenido, haciendo una lista de lo que habían sacado de cada una y colocando los títulos seleccionados en una pequeña pila en el suelo. Lelia llevaba una cuenta apresurada del valor nominal de cada bono que extraían para imprimir.
—Será mejor que te laves las manos antes de seguir tocándolos —le dijo Georgian a Tor—. O deja que lo haga mi madre. Estas armando un buen lío.
—Si haces tu trabajo correctamente —dijo Tor, con una mueca que reveló unos dientes blancos en un rostro negro—, no tendrán que salir de aquí.
Georgian se quedó mirándolo fijamente.
—Dios mío, esto ya está. Ahora sí que empieza en serio, ¿no es cierto? —dijo.
—No sé qué quieres decir con «esto». Pero sin duda éstos son títulos negociables, y vamos a coger las cantidades en dólares y los números de cada certificado para grabarlos en nuestros certificados en blanco. No me digas que ahora sientes escrúpulos.
Georgian se quedó sin habla.
—
Allons, allons
! —intervino Lelia de inmediato—.
Mach snell! Dépechez-vous
! Tenemos todo el trabajo por hacer y vosotros estáis en las nubes. Tú empieza las fotos y yo haré un poco de
potage
para el pobre Zoltan. Necesitará la comida para recuperar la buena salud.
—Madre, por Dios, ¿no piensas nunca en otra cosa que no sea la comida?
—Da fuerzas para que los delincuentes tengan éxito —dijo Lelia, poniéndose en pie.
Tor miraba la pila de títulos que habían elegido, pasando las hojas con el dedo pulgar. Levantó la vista con expresión sombría.
—Sólo tenemos veinte —dijo.
—¿Veinte qué? —preguntó Georgian.
—Veinte certificados, de todas estas carteras, que podamos utilizar. Tienen que ser de tipos para los que ya tengamos listos los grabados. Si todos los títulos que conseguimos son como éstos, de tan sólo cinco mil dólares por documento, estaremos haciendo planchas de grabado durante meses sólo para imprimir los números.
—Me llevó la mayor parte del fin de semana hacer las planchas para esos bonos de muestra que compraste —admitió Georgian—. Podría necesitar todo el día sólo para grabar los números de estos pocos.
—No disponemos de todo el día —espetó Tor.
Se agachó y rápidamente volvió a puntear la cantidad que había en la pila—. Menos de diez millones— dijo irritado.
—¿Y qué tiene de malo? —inquirió Georgian—. ¡La apuesta con True consiste en ver quién roba antes treinta millones! ¡Prácticamente lo hemos conseguido en la primera tacada!