Por quién doblan las campanas (65 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—Cálmate, mujer —le gritó Anselmo desde la carretera—. Está haciendo un trabajo enorme. Acaba en estos momentos.

—Al diablo con él —rugió Pilar—. Lo importante es la rapidez.

En aquel momento oyeron el tiroteo más abajo, en la carretera, en el lugar en que Pablo ocupaba el puesto que había tomado. Pilar dejó de maldecir y escuchó atentamente.

—¡Ay! —exclamó—. ¡Ay!, ¡ay! ¡Ahora sí que se ha armado!

Robert Jordan oyó también el tiroteo cuando arrojaba el rollo de alambre por encima del puente y trepaba hacia arriba. Mientras apoyaba las rodillas en el borde de hierro del puente, con las manos extendidas hacia delante, oyó la ametralladora que disparaba en el recodo de más abajo. El ruido no era el del arma automática de Pablo. Se puso de pie y después, inclinándose, echó el alambre por encima del pretil del puente para ir soltándolo mientras retrocedía andando de costado a lo largo del puente.

Oía el tiroteo y, sin dejar de moverse, lo sentía golpear dentro de sí, como si hallara eco en su diafragma. A medida que retrocedía, fue oyéndolo más y más cercano. Miró hacia el recodo de la carretera. Estaba libre de coches, tanques y hombres. La carretera continuaba vacía cuando se hallaba a medio camino de la extremidad del puente. Seguía aún vacía cuando había hecho las tres cuartas partes del camino, desenrollando siempre el alambre con cuidado, para evitar que se enredara, y seguía aún vacía cuando trepó alrededor de la garita del centinela, extendiendo el brazo para mantener apartado el alambre de modo que no se enredase en los barrotes de hierro. Por fin se encontró en la carretera, que continuaba vacía; subió rápidamente la cuesta de la cuneta, al borde de la carretera, extendiendo siempre el hilo, con el gesto del jugador que intenta atrapar una pelota que viene muy alta, y quedó casi frente a Anselmo; la carretera seguía aún libre más allá del puente.

En ese preciso instante oyó un camión que bajaba y, por encima de su hombro, le vio acercarse al puente. Arrollándose el alambre en torno de su muñeca, gritó a Anselmo:

—Hazlo saltar.

Y hundió los talones en el suelo, echándose hacia atrás con todas sus fuerzas para tirar del alambre. Se oyó el ruido del camión al acercarse, cada vez más potente, y allí estaba la carretera, con el centinela muerto, el largo puente, el trecho de carretera, más allá, aún libre, y luego hubo un estrépito infernal y el centro del puente se levantó por los aires, como una ola que se estrella contra los rompientes, y Robert Jordan sintió la ráfaga de la explosión llegar hasta él en el mismo instante en que se arrojaba de bruces en la cuneta llena de piedras, protegiéndose la cabeza con las manos. Aún tenía la cara pegada a las piedras cuando el puente descendió de los aires y el olor acre y familiar del humo amarillento le envolvió mientras comenzaban a llover los trozos de acero.

Cuando los pedazos de acero dejaron de caer, él seguía vivo aún. Levantó la cabeza y miró al puente. La parte central había desaparecido. La carretera y el resto del puente estaban sembrados de pedazos de hierro, retorcidos y relucientes. El camión se había detenido un centenar de metros más arriba. El conductor y los dos hombres que le acompañaban corrían buscando refugio.

Fernando seguía recostado en la cuesta y respiraba aún, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y las manos abiertas.

Anselmo estaba tendido de bruces detrás del poyo blanco. Su brazo izquierdo aparecía doblado debajo de la cabeza y el brazo derecho extendido. Aún llevaba el alambre arrollado a la muñeca derecha.

Robert Jordan se levantó, atravesó la carretera, se arrodilló junto a él y vio que estaba muerto. No le volvió la cara por no ver de qué manera le había golpeado el trozo de acero. Estaba muerto, y eso era todo.

Parecía muy pequeño muerto, pensó Robert Jordan. Parecía pequeño con su cabeza gris, y Robert Jordan pensó: «Me pregunto cómo ha podido llevar encima semejantes cargas, si era verdaderamente tan pequeño.» Luego se fijó en la forma de las pantorrillas y en los gruesos muslos por debajo del estrecho pantalón de pana gris y en las alpargatas de suela de cáñamo, muy gastadas. Recogió la carabina y las dos mochilas, casi vacías, atravesó la carretera y cogió el fusil de Fernando.

De un puntapié, apartó un trozo de hierro que había quedado en la carretera. Luego se echó los dos fusiles al hombro, sujetándolos por el cañón, y comenzó a subir la cuesta hacia los árboles. No volvió la cabeza para mirar atrás ni tampoco al otro lado del puente, hacia la carretera. Más abajo seguían disparando, pero aquello no le preocupaba.

Los humos del TNT le hicieron toser. Estaba como entontecido.

Cuando llegó junto a Pilar, escondida detrás de un árbol, dejó caer uno de los fusiles, junto a los que ya estaban allí. Pilar echó un vistazo y vio que volvían a tener tres fusiles.

—Estáis colocados aquí demasiado arriba —dijo—; hay un camión en la carretera y no podéis verlo. Han creído que era un avión. Sería preferible que os apostarais más abajo. Yo voy a bajar con Agustín para cubrir a Pablo.

—¿Y el viejo? —preguntó ella, mirándole a la cara.

—Muerto.

Tosió, carraspeó y escupió al suelo.

—Tu puente ha volado, inglés —dijo Pilar, sin dejar de mirarle—. No olvides eso.

—No olvido nada —contestó—; tienes una voz muy recia. Te he oído gritar desde abajo como un energúmeno. Dile a María que estoy bien.

—Hemos perdido dos en el aserradero —dijo Pilar tratando de hacerle comprender la situación.

—Ya lo he visto —dijo Robert Jordan—. ¿Has hecho muchas tonterías?

—Vete a hacer puñetas, inglés. Fernando y Eladio eran hombres también.

—¿Por qué no te vuelves con los caballos? —preguntó Jordan—. Yo puedo vigilar este trecho mejor que tú.

—No, tú tienes que cubrir a Pablo.

—Al diablo con Pablo. Que se cubra con mierda.

—No, inglés. Pablo ha vuelto. Ha luchado mucho ahí abajo. ¿No lo has oído? Ahora está luchando contra algún peligro. ¿No lo oyes?

—Le cubriré. Pero luego os iréis todos a la mierda. Tú y tu Pablo.

—Inglés —dijo Pilar—, cálmate. Yo he estado junto a ti y te he ayudado como nadie. Pablo te hizo daño, pero luego volvió.

—Si hubiera tenido el fulminante, el viejo no habría muerto. Hubiera podido volar el puente desde aquí.

—Sí, sí, sí... —dijo Pilar.

La cólera, la sensación de vacío y el odio que había sentido cuando, al levantarse de la cuneta, había visto a Anselmo, seguían dominándole. Y sentía también desesperación, esa desesperación que nace de la pena y que inspira a los soldados el odio suficiente para continuar siendo soldados. Ahora que todo había acabado, se sentía solo, abandonado, sin ganas de nada y odiando a todos los que tenía alrededor.

—Si no hubiera nevado... —dijo Pilar.

Y entonces, no de una manera súbita, como hubiera ocurrido tratándose de un desahogo físico, si, por ejemplo, Pilar le hubiera puesto el brazo encima del hombro, sino lentamente y de una forma reflexiva, empezó a aceptar lo que había pasado y a dejar que el odio se disipara.

Claro, la nieve. Había sido la culpable de todo. La nieve. La nieve había jugado a otros una mala pasada también. Y al ver cómo sucedieron las cosas a los demás, al conseguir desembarazarse de sí mismo, de ese del que había que desembarazarse constantemente en una guerra, volvía a ver las cosas de una manera objetiva. En la guerra no había lugar para uno mismo. Y al olvidarse de sí mismo, le oyó a Pilar decir: «El Sordo...»

—¿Qué dices? —preguntó.

—El Sordo...

—Sí —dijo Robert Jordan, y sonrió con una sonrisa crispada, tensa, una sonrisa que le hacía daño en los músculos de la cara.

—Perdóname. He hecho mal. Lo siento, mujer. Hagámoslo todo bien y de acuerdo. Como tú dices, el puente ha volado.

—Sí, tienes que poner las cosas en su lugar.

—Voy a reunirme ahora con Agustín. Coloca a tu gitano más abajo, para que pueda ver la carretera. Dale estos fusiles a Primitivo y coge tú la máquina. Déjame que te enseñe cómo.

—Guárdate tu máquina —repuso Pilar—; no estaremos aquí mucho rato. Pablo llegará en seguida, y nos iremos.

—Rafael —llamó Robert Jordan—, ven aquí a mi lado. Aquí. Bien. ¿Ves a esos que salen de la cuneta? Ahí, más arriba del camión. ¿Los ves que se dirigen al camión? Pégale a uno de ellos. Siéntate. Hazlo con calma.

El gitano apuntó cuidadosamente y disparó, y mientras corría el cerrojo, para tirar el cartucho, Robert Jordan comentó:

—Muy alto. Has dado en la roca de más arriba. ¿Ves el polvo que ha levantado? Procura atinar medio metro por debajo. Ahora. Pero con cuidado. Corren. Bien. Sigue tirando.

—Le di a uno —dijo el gitano.

El hombre quedó tendido en medio de la carretera, entre la cuneta y el camión. Los otros dos no se detuvieron para recogerle. Se arrojaron a la cuneta y se quedaron agazapados allí.

—No les tires a ellos —dijo Robert Jordan—. Apunta a lo alto de uno de los neumáticos delanteros del camión. De manera que, si no atinas, le des al motor. Bien. —Miró con los prismáticos—. Un poco bajo. Bien. Estás pegando bien. Mucho. Mucho. Apunta a lo alto del radiador. En cualquier parte del radiador. Eres un campeón. Mira. No dejes pasar a nadie de ese punto. ¿Te das cuenta?

—Mira cómo le deshago el parabrisas —dijo el gitano, feliz.

—No. El camión ya está fastidiado —dijo Jordan—. Guarda las balas para cuando aparezca otro vehículo en la carretera. Empieza a disparar cuando lleguen frente a la cuneta. Trata de acertarle al conductor. Entonces, disparad todos —dijo a Pilar, que había bajado acompañada de Primitivo—. Estáis muy bien colocados. ¿Ves cómo esta elevación os protege el flanco?

—Ve a hacer tu trabajo con Agustín —dijo Pilar—. No hace falta que nos des una conferencia. Sé lo que es el terreno desde hace mucho tiempo.

—Coloca a Primitivo más arriba —dijo Robert Jordan—. Allí. ¿Te das cuenta, hombre? Allí, por donde la pendiente se hace más abrupta.

—Acaba ya —dijo Pilar—. Vete, inglés. Tú y tu perfección. Aquí no hay ningún problema. En aquel momento oyeron los aviones.

María llevaba mucho tiempo con los caballos; pero no era ningún consuelo para ella. Ni para los caballos. Desde el paraje del bosque en que se encontraba, no podía ver la carretera ni el puente, y cuando el tiroteo comenzó pasó el brazo alrededor del cuello del gran semental bajo de frente blanca, que había acariciado y regalado a menudo cuando los caballos estaban en el cercado, entre los árboles, por encima del campamento. Pero su nerviosismo desazonaba al gran semental, que sacudía la cabeza con las ventanas de las narices dilatadas al oír el ruido de las explosiones de los fusiles y de las granadas. María no era capaz de quedarse quieta en un mismo sitio y daba vueltas alrededor de los caballos, los acariciaba, les daba palmaditas y no conseguía más que exacerbar su nerviosismo y su agitación.

Intentó pensar en el tiroteo, no como una cosa terrible, que estaba sucediendo en aquellos momentos, sino imaginando que Pablo estaba abajo con los últimos que habían llegado y Pilar arriba con los otros, y que no tenía por qué inquietarse ni dejarse llevar por el pánico, sino tener confianza en Roberto. Pero no lo conseguía. Y todo el tiroteo de arriba y el tiroteo de abajo y la batalla que descendía del puerto como una tormenta lejana con un tableteo seco y el estallido regular de las bombas componían un cuadro de horror que casi la impedía respirar. Más tarde oyó el vozarrón de Pilar que, desde abajo, desde el flanco del cerro, gritaba indecencias que no comprendía; y pensó: «Dios mío, no; no hables así mientras él está en peligro. No ofendas a nadie. No provoques riesgos inútiles. No los provoques.»

Luego se puso a rezar por Robert, rápida y maquinalmente, como en el colegio, diciendo sus oraciones de prisa, todo lo de prisa que podía, y contándolas con los dedos de la mano izquierda, rezando misterios completos de avemarías. Por fin el puente saltó y un caballo rompió las riendas después de espantarse, y se escapó por entre los árboles. María salió tras él para cogerle y le trajo temblando, estremeciéndose, con el pecho bañado en sudor, la montura torcida, y, mientras regresaba por entre los árboles, oyó el tiroteo más cercano y pensó: «No puedo soportar esto mucho tiempo. No puedo aguantar más sin saber lo que pasa. No puedo respirar y tengo la boca seca. Tengo miedo y no sirvo de nada, y he asustado a los caballos y he cogido a éste por casualidad; porque tiró la montura al tropezar con un árbol y se enganchó en los estribos, y ahora que estoy reajustando la montura, Dios mío, no sé, no puedo soportarlo, te lo ruego. Que vaya todo bien; porque mi corazón y todo mi ser están en el puente. La República es una cosa, y el que tengamos que ganar esta guerra es otra. Pero, Virgen bendita, traele del puente sano y salvo y haré todo lo que quieras. Porque yo no estoy aquí. No soy yo. Yo no vivo más que por él. Protégele, porque te lo pido yo, y entonces haré todo lo que quieras, y él no se opondrá. Y no será contra la República. Te lo ruego; perdóname, porque no entiendo nada en estos momentos; haré lo que esté bien hecho; haré lo que él diga y lo que tú digas, y lo haré con toda mi alma. Pero ahora no puedo soportar el no saber lo que pasa.»

Luego ajustó la silla, estiró la manta, apretó las cinchas y oyó el vozarrón de Pilar que le llegaba de entre los árboles:

—María. María, tu inglés está bien. ¿Me oyes? Muy bien. Sin novedad.

María se agarró con las dos manos a la montura, apretó su cabeza rapada contra ella y rompió a llorar. Oyó el vozarrón que volvía a elevarse y, apartando el rostro de la montura, gritó entre sollozos:

—Sí, gracias. —Y luego, sin dejar de llorar, añadió—: Gracias. Muchas gracias.

Al oír los aviones levantaron todos la cabeza. Venían de la parte de Segovia, volando muy altos en el cielo, plateados a la luz del sol, ahogando con su zumbido los otros ruidos.

—Ahí están ésos —dijo Pilar—; es lo que nos faltaba.

Robert Jordan le pasó el brazo por el hombro, sin dejar de observarlos.

—No —dijo—, esos no vienen por nosotros. No tienen tiempo que perder con nosotros. Cálmate.

—Los odio.

—Yo también; pero ahora tengo que irme a buscar a Agustín.

Rodeó el cerro por entre los pinos, con el zumbido de los aviones sobre su cabeza, mientras desde el otro lado del puente demolido, más abajo, por la carretera, le llegaba el tableteo intermitente de una ametralladora pesada.

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