Por quién doblan las campanas (63 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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»No, no se puede esperar aquí una victoria, al menos en muchos años. Este no es más que un ataque para ir aguantando. No debes hacerte ilusiones sobre eso. ¿Y si se consiguiera hoy abrir realmente una brecha? Este es nuestro primer gran ataque. No te ilusiones. Acuérdate de lo que has visto subir por la carretera. Tú has hecho en esto lo que has podido. Pero haría falta tener transmisores portátiles de onda corta. Con el tiempo, los tendremos. Pero no los tenemos todavía. Ahora dedícate a observar todo lo que te corresponda. Hoy no es más que un día como otro cualquiera de los que van a venir. Pero lo que suceda en los días venideros puede que dependa de lo que hagas hoy. Durante este año ha ocurrido así y en el transcurso de esta guerra ha sido así en muchas ocasiones. Vaya, estás muy pomposo esta mañana. Mira lo que viene ahora.»

Vio a dos hombres envueltos en capotes y cubiertos con sus cascos de acero, que doblaban en aquel momento la curva hacia el puente con los fusiles a la espalda. Uno se detuvo en la orilla opuesta del puente y desapareció en la garita del centinela. El otro cruzó el puente a pasos lentos y pesados. Se detuvo para escupir en el río y luego avanzó hacia el extremo del puente más cerca de donde estaba Robert Jordan. Cambió unas palabras con el otro centinela; luego, el centinela a quien relevaba se encaminó hacia el otro extremo del puente. El que acababa de ser relevado iba más de prisa de lo que había ido el otro. «Sin duda, va a tomarse un café», pensó Robert Jordan. Pero tuvo tiempo para detenerse y escupir al torrente.

«¿Será superstición? —pensó Robert Jordan—. Convendría que yo también escupiera al fondo de esa garganta, si soy capaz de escupir en estos momentos. No. No puede ser un remedio muy poderoso. No puede servir de nada. Pero tengo que probar que no sirve antes de irme de aquí.»

El nuevo centinela entró en la garita y se sentó. Su fusil, con la bayoneta calada, quedó apoyado contra el muro. Robert Jordan sacó los gemelos del bolsillo y los ajustó hasta que aquel extremo del puente apareció nítido y perfilado, con su metal pintado de gris. Luego los dirigió hacia la garita.

El centinela estaba sentado con la espalda apoyada en la pared. Su casco pendía de un clavo y su rostro era perfectamente visible. Robert Jordan reconoció al hombre que había estado de guardia dos días antes en las primeras horas de la tarde. Llevaba el mismo gorro de punto que parecía una media. Y no se había afeitado. Tenía las mejillas hundidas y los pómulos salientes. Tenía las cejas pobladas, que se unían en medio de la frente. Tenía aire soñoliento, y Robert Jordan le observó mientras bostezaba. Sacó luego del bolsillo una pitillera y un librillo de papel y lió un cigarrillo. Trató de valerse del encendedor, hasta que, al fin, volvió a guardárselo en el bolsillo y, acercándose al brasero, se inclinó, y sacando un tizón lo sacudió en la palma de la mano, encendió el cigarrillo y volvió a arrojar al brasero el trozo de carbón.

Robert Jordan, ayudado por los prismáticos «Zeiss» de ocho aumentos, estudiaba la cara del hombre apoyado en la pared, fumando el cigarrillo. Luego se quitó los prismáticos, los cerró y los metió en su bolsillo.

«No quiero verle más», dijo.

Se quedó tumbado mirando la carretera y tratando de no pensar en nada. Una ardilla lanzaba grititos sobre un pino, a sus espaldas, un poco más abajo, y Robert Jordan la vio descender por el tronco, deteniéndose a medio camino para volver la cabeza y mirar al hombre que la observaba. Vio sus pequeños y brillantes ojillos y su agitada cola. Luego la ardilla se fue a otro árbol avanzando por el suelo, dando largos saltos con su cuerpecillo de patas cortas y cola desproporcionada. Al llegar al árbol se volvió hacia Robert Jordan, se puso a trepar por el tronco y desapareció. Unos minutos después Jordan oyó a la ardilla que chillaba en una de las ramas más altas del pino y la vio tendida boca abajo sobre una rama, moviendo la cola.

Robert Jordan apartó la vista de los pinos y la dirigió de nuevo a la garita del centinela. Le hubiera gustado meterse a la ardilla en un bolsillo. Le hubiera gustado tocar cualquier cosa. Frotó sus codos contra las agujas de pino, pero no era lo mismo. «Nadie sabe lo solo que se encuentra uno cuando tiene que hacer un trabajo así. Yo sí que lo sé. Espero que la gatita salga con bien de todo. Pero déjate de esas cosas. Bueno, tengo derecho a esperar algo, y espero. Lo que espero es hacer saltar bien el puente y que ella salga bien de todo. Bien, eso es todo; eso es todo lo que espero.»

Siguió tumbado allí, y apartando los ojos de la carretera y de la garita, los paseó por las montañas lejanas. Trató de no pensar en nada. Estaba allí tumbado, inmóvil, viendo cómo nacía la mañana. Era una hermosa mañana de comienzos de verano y en esa época del año, a fines de mayo, la mañana nace muy de prisa. Un motociclista con casco y chaquetón de cuero y el fusil automático en la funda, sujeto a la pierna izquierda, llegó del otro lado del puente y subió por la carretera. Algo más tarde, una ambulancia cruzó el puente, pasó un poco más abajo de Jordan y siguió subiendo la carretera. Pero eso fue todo. Le llegaba el olor de los pinos y el rumor del torrente, y el puente aparecía con toda claridad en aquellos momentos, muy hermoso a la luz de la mañana. Estaba tumbado detrás del pino con su ametralladora apoyada en su antebrazo izquierdo y no volvió a mirar a la garita del centinela hasta que, cuando parecía que no iba a suceder nada, que no podía ocurrir nada en una mañana tan hermosa de fines de mayo, oyó el estruendo repentino, cerrado y atronador de las bombas.

Al oír las bombas, el primer estampido, antes que el eco volviera a repetirlo atronando las montañas, Robert Jordan respiró hondamente y levantó de donde estaba el fusil ametrallador. El brazo se le había entumecido por el peso y los dedos se resistían a moverse.

El centinela en su garita se levantó al oír el ruido de las bombas. Robert Jordan vio al hombre coger su fusil y salir de la garita en actitud de alerta. Se quedó parado en medio de la carretera iluminado por el sol. Llevaba el gorro de punto a un lado y la luz del sol le dio de lleno en la cara, barbuda, al elevar la vista hacia el cielo, mirando al lugar de donde provenía el ruido de las bombas.

Ya no había niebla sobre la carretera y Robert Jordan vio al hombre claramente, nítidamente, parado allí, contemplando el cielo. La luz del sol le daba de plano, colándose por entre los árboles.

Robert Jordan sintió que se le oprimía el pecho como si un hilo de alambre se lo apretase, y apoyándose en los codos, sintiendo entre sus dedos las rugosidades del gatillo, alineó la mira, colocada ya en el centro del alza, apuntó en medio del pecho al centinela y apretó suavemente el disparador.

Sintió el culatazo, rápido, violento y espasmódico del fusil contra su hombro y el hombre que parecía haber sido sorprendido, cayó en la carretera, de rodillas, y dio con la cabeza en el suelo. Su fusil cayó al mismo tiempo y se quedó allí con la bayoneta apuntada a lo largo de la carretera, y con uno de sus dedos enredado en el gatillo.

Robert Jordan apartó la vista del hombre que yacía en el suelo, doblado, y miró hacia el puente y al centinela del extremo opuesto. No podía verlo y miró hacia la parte derecha de la ladera, hacia el sitio en donde estaba escondido Agustín. Oyó disparar entonces a Anselmo; y el tiro despertó un eco en la garganta. Luego le oyó disparar otra vez.

Al tiempo de producirse el segundo disparo le llegó el estampido de las granadas, arrojadas a la vuelta del recodo, más allá del puente. Luego hubo otro estallido de granadas hacia la izquierda, muy por encima de la carretera. Por fin oyó un tiroteo en la carretera y el ruido de la ametralladora de caballería de Pablo —clac clac clac— confundido con la explosión de las granadas. Vio entonces a Anselmo, que se deslizaba por la pendiente, al otro lado del puente, y cargándose la ametralladora a la espalda, cogió las dos mochilas que estaban detrás de los pinos y, con una en cada mano, pesándole tanto la carga que temía que los tendones se le rompieran en la espalda, descendió corriendo, dejándose casi llevar, por la pendiente abrupta que acababa en la carretera.

Mientras corría, oyó gritar a Agustín:

—Buena caza, inglés. Buena caza.

Y pensó: «Buena caza. Al diablo tu buena caza.» Entonces oyó disparar a Anselmo al otro lado del puente. El estampido del disparo hacía vibrar las vigas de acero. Pasó junto al centinela tendido en el suelo y corrió hacia el puente, balanceando su carga.

El viejo corrió a su encuentro, con la carabina en la mano.

—Sin novedad —gritó—. No ha salido nada mal. Tuve que rematarle.

Robert Jordan, que estaba arrodillado abriendo las mochilas en el centro del puente para coger el material, vio correr las lágrimas por las mejillas de Anselmo entre la barba gris.

—Yo maté a uno también —dijo a Anselmo. Y señaló con la cabeza hacia el centinela, que yacía en la carretera, al final del puente.

—Sí, hombre, sí —dijo Anselmo—; tenemos que matarlos, y los matamos.

Robert Jordan empezó a descender por entre los hierros de la armazón del puente. Las vigas estaban frías y húmedas por el rocío y tuvo que descender con precaución, mientras sentía el calor del sol a sus espaldas. Se sentó a horcajadas en una de las traviesas. Oía bajo sus pies el ruido del agua golpeando contra el lecho de piedra y oía el tiroteo, demasiado tiroteo, en el puesto superior de la carretera. Empezó a sudar abundantemente. Hacía frío bajo el puente. Llevaba un rollo de alambre alrededor del brazo y un par de pinzas suspendidas de una correa en torno a la muñeca.

—Pásame las cargas, una a una, viejo —gritó a Anselmo. El viejo se inclinó sobre la barandilla, tendiéndole los bloques de explosivos rectangulares, y Robert Jordan se irguió para alcanzarlos; los colocó donde tenía que colocarlos, apretándolos bien y sujetándolos bien.

—Las cuñas, viejo; dame las cuñas.

Percibía el perfume a madera fresca de las cuñas recientemente talladas, al golpearlas con fuerza para afirmar las cargas entre las vigas.

Mientras trabajaba, colocando, afirmando, acuñando y sujetando las cargas por medio del alambre, pensando solamente en la demolición, trabajando rápida y minuciosamente, como lo haría un cirujano, oyó un tiroteo que llegaba desde el puesto de abajo, seguido de la explosión de una granada y luego de la explosión de otra, cuyo retumbar se sobreponía al rumor del agua, que corría bajo sus pies. Luego se hizo un silencio absoluto por aquella parte.

«Maldito sea —pensó—. ¿Qué les habrá pasado?»

Seguían disparando en el puesto de arriba. Había demasiado tiroteo por todas partes. Continuó sujetando dos granadas, la una al lado de la otra, encima de los bloques de explosivos y enrollando el hilo en torno a las rugosidades, para apretarlas bien, y retorciendo los alambres con las tenazas. Palpó el conjunto y después, para consolidarlo, introdujo otra cuña por encima de las granadas, a fin de que toda la carga quedara bien sujeta contra las vigas de acero.

—Al otro lado ahora, viejo —gritó a Anselmo. Y atravesó el puente por la armazón como un Tarzán condenado a vivir en una selva de acero templado, según pensó. Luego salió de debajo del puente hacia la luz, con el río sonando siempre bajo sus pies, levantó la cabeza y vio a Anselmo, que le tendía las cargas de explosivos. «Tiene buena cara —pensó—. Ya no llora. Tanto mejor. Ya hay un lado hecho. Vamos a hacer este otro, y acabamos. Vamos a volarlo como un castillo de naipes. Vamos. No te pongas nervioso. Vamos. Hazlo como debes, como has hecho el otro lado. No te embarulles. Calma. No quieras ir más de prisa de lo que debes. Ahora no puedes fallar. Nadie te impedirá que vuele uno de los lados. Lo estas haciendo muy bien. Hace frío aquí. Cristo, esto está fresco como una bodega y sin moho. Por lo general, debajo de los puentes suele haber moho. Este es un puente de ensueño. Un condenado puente de ensueño. Es el viejo quien está arriba, en un sitio peligroso. No trates de ir más de prisa de lo que debes. Quisiera que todo este tiroteo acabase.»

—Alcánzame unas cuñas, viejo.

«Este tiroteo no me gusta nada. Pilar debe de andar metida en algún lío. Algún hombre del puesto debía de estar fuera. Fuera y a espaldas de ellos, o bien a espaldas del aserradero. Siguen disparando. Eso prueba que hay alguien en el aserradero. Y todo ese condenado serrín. Esos grandes montones de serrín. El serrín, cuando es viejo y está bien apretado, es una cosa buena para parapetarse detrás. Pero tiene que haber todavía combatiendo varios de ellos. Por el lado de Pablo todo está silencioso. Me pregunto qué significa ese segundo tiroteo. Ha debido de ser un coche o un motociclista. Dios quiera que no traigan por aquí coches blindados o tanques. Continúa. Coloca todo esto lo más rápidamente que puedas, sujétalo bien y átalo después con fuerza. Estás temblando como una mujercita. ¿Qué diablos te ocurre? Quieres ir demasiado de prisa. Apuesto a que esa condenada mujer no tiembla allá arriba. La Pilar esa. Puede que tiemble también. Tengo la impresión de que está metida en un buen lío. Debe de estar temblando en estos momentos. Como cualquier otro en su lugar.»

Salió de bajo del puente, hacia la luz del sol, y tendió la mano para coger lo que Anselmo le pasaba. Ahora que su cabeza estaba fuera del ruido del agua, oyó como arreciaba la intensidad del tiroteo y volvió a distinguir el ruido de la explosión de las granadas. Más granadas todavía.

«Han atacado el aserradero. Es una suerte que tenga los explosivos en bloques y no barras. ¡Qué diablo, es más limpio! Pero un condenado saco lleno de gelatina sería mucho más rápido. Sería mucho más rápido. Dos sacos. No. Con uno sería suficiente. Y si tuviéramos los detonadores y el viejo fulminante... Ese hijo de perra tiró el fulminante al río. Esa vieja caja que ha estado en tantos sitios. Fue a este río adonde la tiró ese hijo de puta de Pablo. Les está dando para el pelo en estos momentos.»

—Dame algunas más, viejo.

«El viejo lo hace todo muy bien. Está en un sitio muy peligroso ahí arriba en estos momentos. El viejo sentía horror ante la idea de matar al centinela. Yo también; pero no lo pensé. Y no lo pienso ya en estos momentos. Hay que hacerlo. Sí. Pero Anselmo tuvo que hacerlo con una carabina vieja. Sé lo que es eso. Matar con arma automática es más fácil. Para el que mata, por supuesto. Es cosa distinta. Tras el primer apretón al gatillo, es el arma quien dispara. No tú. Bueno, ya pensarás en eso más tarde. Tú, con esa cabeza tan buena. Tienes una cabeza muy buena de pensador, viejo camarada Jordan. Vuélvete, Jordan, vuélvete. Te gritaban eso en el fútbol, cuando tenías la pelota. ¿Sabes que en realidad no es más grande el río Jordán que este riachuelo que está ahí abajo? En su origen, quiero decir. Claro que eso puede decirse de cualquier cosa en su origen. Se está muy bien bajo este puente. Es una especie de hogar lejos del hogar. Vamos, Jordan, recóbrate. Esto es una cosa seria, Jordan. ¿No lo comprendes? Una cosa seria. Aunque va siendo cada vez menos seria. Fíjate en el otro lado. ¿Para qué? Ya estoy listo ahora, pase lo que pase. Como vaya el Maine irá la nación. Como vaya el Jordán irán esos condenados israelitas. Quiero decir, el puente. Como vaya Jordan, así irá el condenado puente. O más bien al revés.»

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