En los tupidos bosques de pinos de una región montañosa española un grupo de milicianos se dispone a volar un puente esencial para la ofensiva republicana. La acción cortará las comunicaciones por carretera y evitará el contraataque de los sublevados. Robert Jordan, un joven voluntario de las Brigadas Internacionales, es el dinamitero experto que ha venido a España para volar dicho puente. Allí, en las montañas, descubrirá los peligros y la intensa camaradería de la guerra. Y descubrirá también a María, una joven rescatada por los milicianos de manos de las fuerzas sublevadas de Franco. Mientras atraviesan las montañas, Robert Jordan irá conociendo lo sucedido durante los primeros momentos de la sublevación hasta el momento en que se precipite la tragedia colectiva en que están inmersos.
Ernest Hemingway
Por quién doblan las campanas
ePUB v1.0
Horus0117.03.12
Título original:
For Whom the Bell Tolls
Fecha de publicación: 1940
Traducción: Lola de Aguado
Dedico este libro a Martha Gellhorn
Capítulo primeroNadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti.
J
OHN
D
ONNE
E
STABA TUMBADO BOCA ABAJO
, sobre una capa de agujas de pino de color castaño, con la barbilla apoyada en los brazos cruzados, mientras el viento, en lo alto, zumbaba entre las copas. El flanco de la montaña hacía un suave declive por aquella parte; pero, más abajo, se convertía en una pendiente escarpada, de modo que desde donde se hallaba tumbado podía ver la cinta oscura, bien embreada, de la carretera, zigzagueando en torno al puerto. Había un torrente que corría junto a la carretera y, más abajo, a orillas del torrente, se veía un aserradero y la blanca cabellera de la cascada que se derramaba de la represa, cabrilleando a la luz del sol.
—¿Es ése el aserradero? —preguntó.
—Ése es.
—No lo recuerdo.
—Se hizo después de marcharse usted. El aserradero viejo está abajo, mucho más abajo del puerto.
Sobre las agujas de pino desplegó la copia fotográfica de un mapa militar y lo estudió cuidadosamente. El viejo observaba por encima de su hombro. Era un tipo pequeño y recio que llevaba una blusa negra al estilo de los aldeanos, pantalones grises de pana y alpargatas con suela de cáñamo. Resollaba con fuerza a causa de la escalada y tenía la mano apoyada en uno de los pesados bultos que habían subido hasta allí.
—Desde aquí no puede verse el puente.
—No —dijo el viejo—, Esta es la parte más abierta del puerto, donde el río corre más despacio. Más abajo, por donde la carretera se pierde entre los árboles, se hace más pendiente y forma una estrecha garganta...
—Ya me acuerdo.
—El puente atraviesa esa garganta.
—¿Y dónde están los puestos de guardia?
—Hay un puesto en el aserradero que ve usted ahí.
El joven sacó unos gemelos del bolsillo de su camisa, una camisa de lanilla de color indeciso, limpió los cristales con el pañuelo y ajustó las roscas hasta que las paredes del aserradero aparecieron netamente dibujadas, hasta el punto que pudo distinguir el banco de madera que había junto a la puerta, la pila de serrín junto al cobertizo, en donde estaba la sierra circular, y la pista por donde los troncos bajaban deslizándose por la pendiente de la montaña, al otro lado del río. El río aparecía claro y límpido en los gemelos y, bajo la cabellera de agua de la presa, el viento hacía volar la espuma.
—No hay centinela.
—Se ve humo que sale del aserradero —dijo el viejo—. Hay ropa tendida en una cuerda.
—Lo veo, pero no veo ningún centinela.
—Quizá quede en la sombra —observó el viejo—. Hace calor a estas horas. Debe de estar a la sombra, al otro lado, donde no alcanzamos a ver.
—¿Dónde está el otro puesto?
—Más allá del puente. Está en la casilla del peón caminero, a cinco kilómetros de la cumbre del puerto.
—¿Cuántos hombres habrá allí? —preguntó el joven, señalando hacia el aserradero.
—Quizás haya cuatro y un cabo.
—¿Y más abajo?
—Más. Ya me enteraré.
—¿Y en el puente?
—Hay siempre dos, uno a cada extremo.
—Necesitaremos cierto número de hombres —dijo el joven—. ¿Cuántos podría conseguirme?
—Puedo proporcionarle los que quiera —dijo el viejo—. Hay ahora muchos en estas montañas.
—¿Cuántos exactamente?
—Más de un centenar, aunque están desperdigados en pequeñas bandas. ¿Cuántos hombres necesitará?
—Se lo diré cuando haya estudiado el puente.
—¿Quiere usted estudiarlo ahora?
—No. Ahora quisiera ir a donde pudiéramos esconder estos explosivos hasta que llegue el momento. Querría esconderlos en un lugar muy seguro y a una distancia no mayor de una media hora del puente, si fuera posible.
—Es posible —contestó el viejo—. Desde el sitio hacia donde vamos, será todo camino llano hasta el puente. Pero tenemos que trepar un poco para llegar allí. ¿Tiene usted hambre?
—Sí —dijo el joven—; pero comeremos luego. ¿Cómo se llama usted? Lo he olvidado. —Era una mala señal, a su juicio, el haberlo olvidado.
—Anselmo —contestó el viejo—. Me llamo Anselmo y soy de El Barco de Ávila. Déjeme que le ayude a llevar ese bulto.
El joven, que era alto y esbelto, con mechones de pelo rubio, descoloridos por el sol, y una cara curtida por la intemperie, llevaba, además de la camisa de lana descolorida, pantalones de pana y alpargatas. Se inclinó hacia el suelo, pasó el brazo bajo una de las correas que sujetaban el fardo y lo levantó sobre su espalda. Pasó luego el brazo bajo la otra correa y colocó el fardo a la altura de sus hombros. Llevaba la camisa mojada por la parte donde el fardo había estado poco antes.
—Ya está —dijo—. ¿Nos vamos?
—Tenemos que trepar —dijo Anselmo.
Inclinados bajo el peso de los bultos, sudando y resollando, treparon por el pinar que cubría el flanco de la montaña. No había ningún camino que el joven pudiera distinguir, pero se abrieron paso zigzagueando. Atravesaron un pequeño torrente y el viejo siguió montaña arriba, bordeando el lecho rocoso del arroyuelo. El camino era cada vez más escarpado y dificultoso, hasta que llegaron finalmente a un lugar, en donde de una arista de granito limpia se veía brotar el torrente. El viejo se detuvo al pie de la arista, para dar tiempo al joven a que llegase hasta allí.
—¿Qué tal va la cosa?
—Muy bien —contestó el joven. Sudaba por todos sus poros y le dolían los músculos por lo empinado de la subida.
—Espere aquí un momento hasta que yo vuelva. Voy a adelantarme para avisarles. No querrá usted que le peguen un tiro llevando encima esa mercancía.
—Ni en broma —contestó el joven—. ¿Está muy lejos?
—Está muy cerca. Dígame cómo se llama.
—Roberto —contestó el joven.
Había dejado escurrir el bulto, depositándolo suavemente entre dos grandes guijarros, junto al lecho del arroyuelo.
—Espere aquí, Roberto; en seguida vuelvo a buscarle.
—Está bien —dijo el joven—. Pero ¿tiene la intención de bajar al puente por este camino?
—No, cuando vayamos al puente será por otro camino. Mucho más corto y más fácil.
—No quisiera guardar todo este material lejos del puente.
—No lo guardará. Si no le gusta el sitio elegido, buscaremos otro.
—Ya veremos —respondió el joven.
Sentóse junto a los bultos y miró al viejo trepando por las rocas. Lo hacía con facilidad, y por la manera de encontrar los puntos de apoyo, sin vacilaciones, dedujo el joven que lo habría hecho otras muchas veces. No obstante, cualquiera que fuese el que estuviera arriba, había tenido mucho cuidado para no dejar ninguna huella.
El joven, cuyo nombre era Robert Jordan, se sentía extremadamente hambriento e inquieto. Tenía hambre con frecuencia, pero a menudo no se notaba preocupado, porque no le daba importancia a lo que pudiera ocurrirle a él mismo y conocía por experiencia lo fácil que era moverse detrás de las líneas del enemigo en toda aquella región. Era tan fácil moverse detrás de las líneas del enemigo como cruzarlas si se contaba con un buen guía. Sólo el dar importancia a lo que pudiera sucederle a uno, si era atrapado, era lo que hacía la cosa arriesgada; eso y el saber en quién confiar. Había que confiar enteramente en la gente con la cual se trabajaba o no confiar para nada, y era preciso saber por uno mismo en quién se podía confiar. No le preocupaba nada de eso. Pero había otras cosas que sí le preocupaban.
Aquel Anselmo había sido un buen guía y era un montañero considerable. Robert Jordan era un buen andarín, pero se había dado cuenta desde que salieron aquella mañana, antes del alba, de que el viejo le aventajaba. Robert Jordan confiaba mucho en el viejo, salvo en su juicio. No había tenido ocasión de saber lo que pensaba, y, en todo caso, el averiguar si se podía o no tener confianza en él era incumbencia suya. No, no se sentía inquieto por Anselmo, y el asunto del puente no era más difícil que cualquier otro. Sabía cómo hacer volar cualquier clase de puente que hubiera sobre la faz de la tierra, y había volado puentes de todos los tipos y de todos los tamaños. Tenía suficientes explosivos y equipo repartidos entre las dos mochilas como para volar el puente de manera apropiada, incluso aunque fuera dos veces mayor de lo que Anselmo le había dicho; tan grande como él recordaba que era cuando lo cruzó yendo a La Granja en una excursión a pie el año de 1933, tan grande como Golz se lo había descrito aquella noche, dos días antes, en el cuarto de arriba de la casa de los alrededores de El Escorial.
—Volar el puente no tiene importancia —había dicho Golz, señalando con un lápiz sobre el gran mapa, con la cabeza inclinada; su calva cabeza, señalada de cicatrices, brillando bajo la lámpara—. ¿Comprende usted?
—Sí, lo comprendo.
—Absolutamente ninguna. Limitarse a hacerlo saltar sería un fracaso.
—Sí, camarada general.
—Lo que importa es volar el puente a una hora determinada, señalada, cuando se desencadene la ofensiva. Eso es lo importante. Y eso es lo que tiene usted que hacer con absoluta limpieza y en el momento justo. ¿Se da usted cuenta?
Golz contempló pensativo la punta del lápiz y luego se golpeó con él, suavemente, en los dientes.
Robert Jordan no dijo nada.
—Es usted el que tiene que saber cuándo ha llegado el momento de hacerlo —insistió Golz, levantando la vista hacia él y haciéndole una indicación con la cabeza. Golpeó en el mapa con el lápiz—. Es usted quien tiene que decidirlo. Nosotros no podemos hacerlo.
—¿Por qué, camarada general?
—¿Por qué? —preguntó Golz iracundo—. ¿Cuántos ataques ha visto usted? ¿Y todavía me pregunta por qué? ¿Quién me garantiza que mis órdenes no serán trastocadas? ¿Quién me garantiza que no será anulada la ofensiva? ¿Quién me garantiza que la ofensiva no va a ser retrasada? ¿Quién me garantiza que la ofensiva no empezará seis horas después del momento fijado? ¿Se ha hecho alguna vez alguna ofensiva como estaba previsto?