Por quién doblan las campanas (31 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—No, eso es en Escocia.

—Pues oye —dijo Pablo—: cuando lleváis esas faldas, inglés...

—Yo no llevo faldas —dijo Robert Jordan.

—Cuando lleváis esas faldas —prosiguió Pablo—, ¿qué es lo que lleváis debajo?

—No sé lo que llevan los escoceses —dijo Robert Jordan—. Muchas veces me lo he preguntado.

—No, no digo los escoceses —dijo Pablo—; ¿quién ha hablado de los escoceses? ¿A quién importan gentes con un nombre como ése? A mí, no. A mí no se me da un rábano. A ti te digo, inglés. ¿Qué es lo que llevas debajo de las faldas en tu país?

—Ya te he dicho y te he repetido que no llevamos faldas —dijo Robert Jordan—. Y no te aguanto que lo digas ni en broma ni borracho.

—Bueno, pues debajo de las faldas —insistió Pablo—. Porque es bien sabido que lleváis faldas. Incluso los soldados. Los he visto en fotografías y los he visto en el circo Price. ¿Qué es lo que lleváis debajo de las faldas, inglés?

—Los c... —dijo Robert Jordan.

Anselmo rompió a reír, así como todos los que estaban allí. Todos, salvo Fernando. Aquella palabra malsonante, aquella palabrota pronunciada delante de las mujeres, le pareció de mal gusto.

—Bueno, eso es lo normal —dijo Pablo—. Pero me parece que cuando se tienen c... no se llevan faldas.

—No dejes que vuelva a comenzar, inglés —rogó el hombre de la cara chata y la nariz aplastada, llamado Primitivo—, Está borracho. Dime: ¿qué clase de ganado se cría en tu país?

—Vacas y ovejas —contestó Robert Jordan—. Y en cuanto a la tierra, se cultiva mucho trigo y judías. Y también remolacha de azúcar.

Los tres hombres se habían sentado alrededor de la mesa, cerca de los otros. Sólo Pablo se mantenía alejado, ante su tazón de vino.

El cocido era el mismo de la noche anterior y Robert Jordan comió con mucho apetito.

—¿Hay montañas en tu país? Con semejante nombre debe de haberlas —dijo cortésmente Primitivo, para sostener la conversación. Estaba avergonzado de la borrachera de Pablo.

—Hay muchas montañas y muy altas.

—¿Hay buenos pastos?

—Estupendos. En verano se utilizan los prados altos fiscalizados por el Gobierno. En el otoño se lleva al ganado a los ranchos que están más abajo.

—¿Es la tierra propiedad de los campesinos?

—Las más de las tierras son propiedad de quienes las cultivan. Al principio, las tierras eran propiedad del Estado y no había más que establecerse en ellas declarando la intención de cultivarlas para que cualquier hombre pudiese obtener el título de propiedad de ciento cincuenta hectáreas.

—Dime cómo se hace eso —preguntó Agustín—. Esa es una reforma agraria que significa algo.

Robert Jordan explicó el sistema. No se le había ocurrido nunca que fuese una reforma agraria.

—Eso es magnífico —dijo Primitivo—. Entonces es que tenéis el comunismo en tu país.

—No, eso lo hace la República.

—Para mí —dijo Agustín—, todo puede hacerlo la República. No veo la necesidad de otra forma de gobierno.

—¿No tenéis grandes propietarios? —preguntó Andrés.

—Muchos.

—Entonces tiene que haber abusos.

—Desde luego hay abusos.

—¿Pensáis en suprimirlos?

—Tratamos de hacerlo cada vez más; pero hay todavía muchos abusos.

—Pero ¿no hay latifundios que convendría parcelar?

—Sí, pero hay muchos que piensan que los impuestos los parcelarán.

—¿Cómo es eso?

Robert Jordan, rebañando la salsa de su cuenco de barro con un trozo de pan, explicó cómo funcionaba el impuesto sobre la renta y sobre la herencia.

—Pero las grandes propiedades siguen existiendo —dijo—, y hay también impuestos sobre el suelo.

—Pero, seguramente, los grandes propietarios y los ricos harán una revolución contra esos impuestos. Esos impuestos me parecen revolucionarios. Los ricos se levantarán contra el Gobierno cuando se vean amenazados, igual que han hecho aquí los fascistas —dijo Primitivo.

—Es posible.

—Entonces tendréis que pelear en vuestro país como lo estamos haciendo aquí.

—Sí, tendríamos que hacerlo.

—¿Hay muchos fascistas en vuestro país?

—Hay muchos que no saben que lo son, aunque lo descubrirán cuando llegue el momento.

—¿No podríais acabar con ellos antes que se subleven?

—No —dijo Robert Jordan—; no podemos acabar con ellos. Pero podemos educar al pueblo de forma que tema al fascismo y que lo reconozca y lo combata en cuanto aparezca.

—¿Sabes dónde no hay fascistas? —preguntó Andrés.

—¿Dónde?

—En el pueblo de Pablo —contestó Andrés, y sonrió.

—¿Sabes lo que se hizo en ese pueblo? —preguntó Primitivo a Robert Jordan.

—Sí, me lo han contado.

—¿Te lo contó Pilar?

—Sí.

—Ella no ha podido contártelo todo —terció Pablo, con voz estropajosa—; porque no vio el final. Se cayó de la silla cuando estaba mirando por la ventana.

—Cuéntalo tú ahora mismo —dijo Pilar—. Tú conoces la historia; cuéntalo.

—No —dijo Pablo—. Yo no lo he contado jamás.

—No —dijo Pilar—, y no lo contarás nunca. Y ahora querrías además que no hubiese ocurrido.

—No —dijo Pablo—; eso no es verdad. Si todos hubiesen matado a los fascistas como yo, no hubiera habido esta guerra. Pero ahora querría que las cosas no hubiesen sucedido como sucedieron.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó Primitivo—. ¿Es que has cambiado de política?

—No, pero fue algo brutal —dijo Pablo—. En aquella época yo era un bárbaro.

—Y ahora eres un borracho —dijo Pilar.

—Sí —contestó Pablo—; con tu permiso.

—Me gustabas más cuando eras un bruto —dijo la mujer—; de todos los hombres, el borracho es el peor. El ladrón, cuando no roba, es como cualquier hombre. El estafador no estafa a los suyos. El asesino tiene en su casa las manos limpias. Pero el borracho hiede y vomita en su propia cama y disuelve sus órganos en el alcohol.

—Tú eres mujer y no puedes comprenderlo —dijo Pablo con resignación—. Yo me he emborrachado con vino y sería feliz si no fuera por esa gente a la que maté. Esa gente me llena de pesar.

Movió la cabeza con aire lúgubre.

—Dadle un poco de eso que ha traído el Sordo —dijo Pilar—. Dadle alguna cosa que le anime. Se está poniendo triste; se está poniendo insoportable.

—Si pudiera devolverles la vida, se la devolvería —dijo Pablo.

—Vete a la mierda —dijo Agustín—. ¿Qué clase de lugar es éste?

—Les devolvería la vida —dijo tristemente Pablo— a todos.

—¡Tu madre! —le gritó Agustín—. Deja de hablar como hablas, o lárgate ahora mismo. Los que mataste eran fascistas.

—Pues ya me habéis oído —dijo Pablo—; quisiera devolverles a todos la vida.

—Y después caminaría sobre las aguas —dijo Pilar—. En mi vida he visto un hombre semejante. Hasta ayer aún te quedaba algo de hombría. Pero hoy tienes menos valor que una gata enferma. Ahora, eso sí, te sientes más contento cuanto más mojado te sientes.

—Debiéramos haberlos matado a todos o a nadie —siguió diciendo Pablo, moviendo la cabeza—. A todos o a nadie.

—Escucha, inglés —dijo Agustín—: ¿cómo se te ocurrió venir a España? No hagas caso a Pablo. Está borracho.

—Vine por vez primera hace doce años, para conocer este país y aprender el idioma —dijo Robert Jordan—. Enseño español en la Universidad.

—No tienes cara de profesor —dijo Primitivo.

—No tiene barba —dijo Pablo—. Miradle, no tiene barba.

—¿Eres de verdad profesor?

—Ayudante.

—Pero ¿das clase?

—Sí.

—¿Y por qué enseñas español? —preguntó Andrés—. ¿No te resultaría más fácil enseñar inglés, ya que eres inglés?

—Habla el español casi tan bien como nosotros —dijo Anselmo—. ¿Por qué no iba a poder enseñar español?

—Sí, pero es un poco raro para un extranjero enseñar español —dijo Fernando—. Y no es que quiera decir nada contra usted, don Roberto.

—Es un falso profesor —dijo Pablo, muy contento de sí mismo—. Y no tiene barba.

—Seguramente hablará mejor el inglés —dijo Fernando—. ¿No le sería más fácil y más claro enseñar inglés?

—No enseña español a los españoles —empezó a decir Pilar.

—Espero que no —dijo Fernando.

—Déjame acabar, especie de mula —dijo Pilar—: enseña español a los americanos, a los americanos del Norte.

—¿No saben español? —preguntó Fernando—. Los americanos del Sur lo hablan.

—Pedazo de mulo —dijo Pilar—, enseña español a los americanos del Norte, que hablan inglés.

—Pero, a pesar de todo, sigo pensando que le sería más fácil enseñar inglés, que es lo que habla —insistió Fernando.

—¿No estás oyendo decir que habla español? —dijo Pilar, haciendo a Robert Jordan un gesto de desconsuelo.

—Sí, pero lo habla con acento.

—¿De dónde? —preguntó Robert Jordan.

—De Extremadura —aseguró Fernando sentenciosamente.

—¡Mi madre! —dijo Pilar—. ¡Qué gente!

—Es posible —dijo Robert Jordan—. He estado allí antes de venir aquí.

—Pero si él lo sabía. Escucha tú, especie de monja —dijo Pilar, dirigiéndose a Fernando—, ¿has comido bastante?

—Comería más si lo hubiera —contestó Fernando—; y no crea que tengo nada en contra suya, don Roberto.

—Mierda —dijo sencillamente Agustín—. Y remierda. ¿Es que hemos hecho la revolución para llamar don Roberto a un camarada?

—Para mí la revolución consiste en llamar don a todo el mundo —opinó Fernando—. Y así es como debiera hacerse en la República.

—Leche —dijo Agustín—; j... leche.

—Y pienso además que sería más fácil y más claro para don Roberto que enseñara inglés.

—Don Roberto no tiene barba —dijo Pablo—; es un falso profesor.

—¿Qué quieres decir con eso de que no tengo barba? —preguntó Robert Jordan. Se pasó la mano por la barba y las mejillas, por donde la barba de tres días formaba una aureola rubia.

—Eso no es una barba —dijo Pablo, moviendo la cabeza. Estaba casi jovial—. Es un falso profesor.

—Me c... en la leche de todo el mundo —dijo Agustín—. Esto parece un manicomio.

—Deberías beber —le aconsejó Pablo—; a mí, todo me parece claro, menos la barba de don Roberto.

María pasó la mano por la mejilla de Jordan.

—Pero si tiene barba —dijo, dirigiéndose a Pablo.

—Tú eres quien tiene que saberlo —dijo Pablo, y Robert Jordan le miró.

«No creo que esté tan borracho —se dijo—. No, no está tan borracho, y haría bien en estar alerta.»

—Dime —preguntó a Pablo—, ¿crees que esta nieve va a durar mucho?

—¿Qué es lo que crees tú?

—Eso es lo que yo te pregunto.

—Pregúntaselo a otro —dijo Pablo—. Yo no soy tu servicio de información. Tú tienes un papel de tu servicio de información. Pregúntaselo a la mujer. Ella es la que manda.

—Es a ti a quien lo he preguntado.

—Vete a la mierda —le dijo Pablo—. Tú, la mujer y la chica.

—Está borracho —dijo Primitivo—. No le hagas caso, inglés.

—No creo que esté tan borracho —dijo Robert Jordan.

María estaba en pie detrás de él y Robert Jordan vio que Pablo la miraba por encima de su hombro. Sus ojillos de verraco miraban fijamente, emergiendo de aquella cabeza redonda y cubierta de pelos por todas partes, y Robert Jordan pensaba: «He conocido en mi vida muchos asesinos y todos eran distintos. No tenían un solo rasgo común, ni tipo criminal. Pero Pablo es un bellaco.»

—No creo que seas capaz de beber —dijo a Pablo—, ni que estés borracho.

—Estoy borracho —aseguró Pablo con dignidad—. Beber no es nada; lo importante es estar borracho. Estoy muy borracho.

—Lo dudo —dijo Robert Jordan—; lo que sí creo es que eres un cobarde.

Se hizo un silencio súbito en la cueva, de tal modo que podía oírse el siseo de la leña quemándose en el fogón donde Pilar guisaba. Robert Jordan oyó crujir la piel de cordero en que apoyaba sus pies. Creyó oír la nieve que caía fuera. No la oía en realidad, pero oía caer el silencio.

«Quisiera matarle y acabar —pensó Robert Jordan—. No sé lo que va a hacer, pero seguramente nada bueno. Pasado mañana será lo del puente y este hombre es malo y representa un peligro para toda la empresa. Vamos, acabemos con él.»

Pablo le sonrió, levantó un dedo y se lo pasó por la garganta. Movió la cabeza de un lado para otro, con toda la holgura que le consentía su grueso y corto cuello.

—No, inglés —dijo—; no me provoques. —Miró a Pilar y añadió—: No es así como te verás libre de mí.

—Sinvergüenza —le dijo Robert Jordan, decidido a actuar—. ¡Cobarde!

—Es posible —contestó Pablo—; pero no dejaré que me provoquen. Toma un trago, inglés, y ve a decir a la mujer que has fracasado.

—Cállate la boca —dijo Robert Jordan—; si te provoco es por cuenta mía.

—Pierdes el tiempo —le contestó Pablo—. Yo no provoco a nadie.

—Eres un bicho raro —advirtió Jordan, que no quería perder la partida ni marrar el golpe por segunda vez; sabía mientras hablaba que todo había sucedido antes; tenía la impresión de que representaba un papel que se había aprendido de memoria y que se trataba de algo que había leído o soñado, y sentía girar todas las cosas en un círculo preestablecido.

—Muy raro, sí —dijo Pablo—; muy raro y muy borracho. A tu salud, inglés. —Metió una taza en el cuenco de vino y la levantó en alto.— Salud ye...

Un tipo raro, en verdad, y astuto y muy complicado, pensó Robert Jordan, que ya no podía oír el siseo del fuego: de tal forma le golpeaba con fuerza el corazón.

—A tu salud —dijo Robert Jordan, y metió también una taza en el cuenco de vino.

La tradición no significaría nada sin todas aquellas ceremonias, pensó. Adelante, pues, con el brindis:

—Salud —dijo—. Salud y más salud. —«Y vete al diablo con la salud —pensó—, que te haga buen provecho la salud.»

—Don Roberto... —dijo Pablo, con voz torpe.

—Don Pablo... —replicó Robert Jordan.

—Tú no eres profesor, porque no tienes barba —insistió Pablo—. Y además, para deshacerte de mí será menester que me mates, y para eso no tienes c...

Miraba a Robert Jordan con la boca cerrada, tan apretada, que sus labios no eran más que una estrecha línea; como la boca de un pez, pensó Robert Jordan. Con esa cabeza, se diría uno de esos peces que tragan aire y se hinchan una vez fuera del agua.

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