—¿El qué? —preguntó Agustín.
—Mi vuelta.
—¿Crees que tu vuelta tiene importancia?
«Está acaso preparándose para ello —pensó Robert Jordan—. Quizás Agustín vaya a dar el golpe. Desde luego, le odia como para eso. Yo no le odio. No, no le odio. Me desagrada, pero no le odio. Aunque esa historia de los ojos arrancados le coloca en una clase aparte. Pero, al fin y al cabo, es su guerra. No podemos tenerle con nosotros durante estos dos días. Voy a quedarme a un lado de todo esto. He hecho una vez el imbécil esta noche y estoy resuelto a liquidarle. Pero no tengo ganas de hacer otra vez el imbécil. Y no conviene montar un duelo a pistola ni provocar un escándalo con toda esa dinamita en la cueva. Pablo ha pensado en ello, naturalmente, y tú, ¿habías pensado en ello? Y Agustín, tampoco. Mereces todo lo que pueda sucederte.»
—Agustín —llamó.
—¿Qué? —contestó Agustín, elevando una mirada hosca y apartándola de Pablo.
—Tengo que hablar contigo —dijo Robert Jordan.
—Luego.
—No, ahora —dijo Robert Jordan—. Por favor.
Robert Jordan se había acercado a la entrada de la cueva y Pablo seguía sus movimientos con los ojos. Agustín, alto, con las mejillas hundidas, se puso en pie y se le acercó. Se movía a disgusto y despectivamente.
—¿Has olvidado lo que hay en los sacos? —le preguntó Robert Jordan en voz baja.
—Leche —dijo Agustín—. Uno se habitúa a todo y luego se olvida.
—Yo también lo había olvidado.
—Leche —repitió Agustín—. ¡Leche! Somos unos imbéciles. —Se volvió despreocupadamente hacia la mesa y tomó asiento junto a ella—. Toma un trago, Pablo, hombre —dijo—. ¿Qué tal van los caballos?
—Muy bien —contestó Pablo—. Y ahora nieva menos.
—¿Crees que va a dejar de nevar?
—Sí —dijo Pablo—. Cae menos nieve y los copos son ahora pequeños y duros. El viento va a continuar, pero la nieve se va. El viento ha cambiado. .
—¿Crees que estará claro mañana por la mañana? —le preguntó Robert Jordan.
—Sí —contestó Pablo—. Creo que mañana hará frío, pero estará despejado. Se está levantando el viento.
«Mírale —se dijo Robert Jordan—. Ahora es un santurrón. Ha cambiado como el viento. Tiene la cara y el cuerpo de un cerdo y sé que es un asesino de categoría; pero tiene la sensibilidad de un buen barómetro. Sí, también el cerdo es un animal muy inteligente. Pablo nos odia; o quizá no nos odie y odie solamente nuestros proyectos. Nos mete en un callejón sin salida con su odio y sus insultos, pero cuando ve que estamos dispuestos a acabar con él, cambia de actitud y vuelve a empezar como si no hubiera pasado nada.»
—Tendremos buen tiempo para lo del puente, inglés —dijo Pablo a Robert Jordan.
—¿Lo tendremos? —preguntó Pilar—. ¿Quiénes?
—Nosotros —contestó Pablo, y bebió un trago de vino—. ¿Por qué no? Lo he pensado bien mientras estaba afuera. ¿Por qué no ponernos todos de acuerdo?
—¿En qué? —preguntó la mujer—. ¿En qué tenemos que ponernos de acuerdo?
—En todo —le contestó Pablo—; en ese asunto del puente. Yo estoy ahora contigo.
—¿Estás ahora con nosotros? —le preguntó Agustín—. ¿Después de lo que has dicho?
—Sí —dijo Pablo—; con este cambio del tiempo he cambiado también yo.
Agustín movió la cabeza.
—El tiempo —dijo, y volvió a mover la cabeza—. Después de los bofetones que te he dado.
—Así es —dijo Pablo sonriendo y pasándose la mano por la boca—. Después de eso, también.
Robert Jordan observaba a Pilar, que, a su vez, miraba a Pablo como si fuera un animal extraño. Quedaba aún en el rostro de ella la sombra que la conversación de los ojos arrancados había extendido. Como queriendo alejarla, movió la cabeza; luego la echó hacia atrás y dijo:
—Oye —dirigiéndose a Pablo.
—¿Qué quieres?
—¿Qué es lo que te pasa?
—Nada —contestó Pablo—. He cambiado de opinión, y eso es todo.
—Has estado escuchando a la puerta —dijo ella.
—Sí —dijo él—; pero no pude oír nada.
—Tienes miedo de que te maten.
—No —dijo, mirando por encima de la taza—; no tengo miedo. Y tú lo sabes.
—Entonces, ¿qué te ha pasado? —preguntó Agustín—. Hace un momento estabas borracho, nos insultabas a todos, no querías trabajar en el asunto que llevamos entre manos, hablabas de que podíamos morir de una manera sucia, insultabas a las mujeres y te oponías a todo lo que había que hacer.
—Estaba borracho.
—¿Y ahora?
—Ahora ya no estoy borracho —dijo Pablo—, y he cambiado de parecer.
—Que te crea el que quiera —dijo Agustín—; yo, no.
—Me creas o no me creas —dijo Pablo—, no hay nadie como yo para llevarte a Gredos.
—¿A Gredos?
—Es el único sitio adonde podremos ir después de volar el puente.
Robert Jordan miró a Pilar y se llevó la mano a la oreja, del lado que no veía Pablo, golpeándola ligeramente con un gesto interrogativo.
La mujer aseveró y volvió a aseverar. Dijo algo a María y la muchacha se acercó a Jordan.
—Dice que es seguro que lo ha oído todo —susurró María al oído de Robert Jordan.
—Entonces, Pablo —dijo Fernando, con mucha formalidad—, ¿estás ahora de acuerdo con nosotros sobre el asunto del puente?
—Sí, hombre —contestó Pablo, y miró a Fernando a los ojos, mientras asentía con la cabeza.
—¿De veras? —preguntó Primitivo.
—De veras —replicó Pablo.
—¿Y crees que podemos tener éxito? —preguntó Fernando—. ¿Tienes ahora confianza en ello?
—¿Cómo no? ¿No tienes confianza tú?
—Sí; pero yo he tenido siempre confianza.
—Tendré que irme de aquí —dijo Agustín.
—Hace frío fuera —replicó Pablo en tono amistoso.
—Quizá —dijo Agustín—; pero no puedo seguir más tiempo en este manicomio.
—No llames a esta cueva manicomio —dijo Fernando.
—Un manicomio de locos criminales —dijo Agustín—. Y me voy antes de que yo también me vuelva loco.
«E
STO ES COMO UN TIOVIVO
—pensó Robert Jordan—. No es un tiovivo como esos que giran alegremente a los sones de un organillo, con los chicos montados sobre vacas de cuernos dorados, donde hay sortijas que se ensartan con bastones al pasar, a la luz vacilante del gas, en las primeras sombras que caen sobre la Avenida del Maine; uno de esos tiovivos instalados entre un puesto de pescado frito y una barraca en la que gira la Rueda de la Fortuna, con las tiras de cuero golpeando los compartimientos numerados y las pirámides de terrones de azúcar, que sirven como premio. No, no es esa clase de tiovivo, aunque haya gente esperando aquí, igual que esperan allí los hombres con las gorras caladas y las mujeres con sus chaquetas de punto, descubierta la cabeza y brillando el cabello a la luz del gas, mientras contemplan fascinadas la Rueda de la Fortuna que da vueltas. Esta es otra clase de rueda y gira en sentido vertical. Esta rueda ha dado ya dos vueltas. Es una rueda muy grande, sujeta por un compás, y cada vez que gira vuelve al punto de partida. Uno de sus lados es más alto que el otro, y cuando vuelve a descender os encontráis en el lugar de partida. No tiene premios de ninguna clase, y nadie montaría en ella por gusto. Se encuentra uno arriba y tiene que dar la vuelta sin haber abrigado la menor intención de subirse a ella. No hay más que una sola vuelta, grande, elíptica, que nos eleva y nos deja caer después, volviendo al lugar de donde partimos. Henos aquí de vuelta otra vez sin que nada se haya solucionado.»
Hacía calor en la cueva y fuera el viento había amainado. Jordan estaba sentado a la mesa, con su cuaderno ante él, calculando la parte técnica de la explosión del puente. Hizo tres dibujos, calculó las fórmulas y señaló el método de explosión en dos dibujos tan sencillos como los dibujos de las escuelas de párvulos, para que Anselmo pudiese terminar el trabajo en el caso en que a él le ocurriera algún accidente durante el proceso de la demolición. Acabó los dibujos y los estudió.
María, sentada junto a él, le miraba por encima del hombro. Jordan se daba cuenta de la presencia de Pablo al otro lado de la mesa y de la presencia de los otros, que charlaban y jugaban a las cartas. Vio asimismo que los olores de la cueva habían cambiado; ya no eran los de la comida y la cocina, sino que estaban hechos de humo, tabaco, vino tinto y el olor agrio y descarado de los cuerpos. Cuando María, que le miraba mientras concluía su dibujo, puso su mano sobre la mesa, Jordan la cogió, la levantó hasta la altura de su rostro y respiró el olor de agua y jabón basto que había usado la muchacha para fregar la vajilla. Volvió a dejar la mano en la mesa, sin mirarla, y como siguió trabajando no vio que la muchacha se sonrojaba. María dejó la mano en el mismo sitio, cerca de la de él, pero Jordan no volvió a cogerla.
Había terminado el plan de la demolición y pasó a otra página para redactar las instrucciones. Pensaba fácilmente y con claridad, y lo que estaba escribiendo le complacía. Llenó dos páginas del cuaderno y las releyó atentamente.
«Creo que eso es todo —se dijo—. Está muy claro y no creo que haya dejado lagunas. Los dos puestos serán destruidos y el puente volará conforme a las instrucciones de Golz; y hasta ahí llega mi responsabilidad. Nunca debiera haberme embarcado en esta historia de Pablo. Eso se arreglará de una manera o de otra. Tendremos a Pablo, o no tendremos a Pablo. En todo caso, no me importa nada. Pero lo que no haré será volver a subirme al tiovivo. Me he subido dos veces y dos veces, después de dar la vuelta, me he encontrado en el punto de partida. No me subiré más.»
Cerró el cuaderno y miró a María.
—Hola, guapa —le dijo—. ¿Has comprendido algo de esto?
—No, Roberto —dijo la muchacha, y puso su mano sobre la de él, que aún tenía el lápiz entre sus dedos—. ¿Has acabado?
—Sí, ahora todo queda explicado y organizado.
—¿Qué es lo que haces, inglés? —preguntó Pablo al otro lado de la mesa. Sus ojos estaban de nuevo turbios.
Jordan le miró atentamente. «No te subas a la rueda. No te subas a la rueda, porque creo que va a comenzar a dar la vuelta.»
—Estaba estudiando el asunto del puente —respondió con amabilidad.
—¿Y cómo va eso? —preguntó Pablo.
—Muy bien —contestó Jordan—. Todo marcha muy bien.
—Yo he estado estudiando la cuestión de la retirada —dijo Pablo, y Robert Jordan escrutó sus ojos de cerdo borracho y luego miró el cuenco de vino. Estaba casi vacío.
«Mantente lejos de la rueda; está empezando a beber. Claro, pero yo no volveré a subirme a esa rueda. ¿No se dice que Grant estuvo borracho la mayor parte del tiempo que duró la guerra civil? Por supuesto, estaba borracho. Pero Grant se sentiría furioso con la comparación si pudiera ver a Pablo. Además, Grant fumaba habanos. Sería conveniente encontrar un habano para Pablo. Era lo que hacía falta para completar su rostro: un habano a medio masticar. ¿Podría encontrarse un habano para Pablo?»
—¿Y qué tal marcha eso? —preguntó cortésmente Robert.
—Muy bien —contestó Pablo sesudamente, moviendo la cabeza con dificultad—. Muy bien.
—¿Has pensado algo? —preguntó Agustín, desde el rincón en que se encontraba jugando a las cartas.
—Sí —contestó Pablo—. He pensado algunas cosas.
—¿Y dónde las has encontrado? ¿En esa vasija? —intervino Agustín.
—Puede ser —repuso Pablo—. ¿Quién sabe? María, lléname el cuenco; haz el favor.
—En el odre debe de haber buenas ideas —dijo Agustín, volviendo a sus cartas—. ¿Por qué no te dejas caer dentro y las buscas?
—No —dijo Pablo calmosamente—. Las busco en la vasija.
«Tampoco él sube a la rueda —pensó Jordan—. La rueda tiene que girar sola en estos momentos. No creo que pueda cabalgarse en ella mucho tiempo seguido. Probablemente es la Rueda de la Muerte. Me alegro de que la hayamos abandonado. Me he subido dos veces y ya me estaba mareando. Pero los borrachos, los miserables y los realmente crueles siguen en ella hasta morir. La ruedecita sube y baja y el movimiento no es nunca igual al anterior. Déjala girar. Lo que es a mí, no volverán a hacerme subir. No, mi general; he desechado esa rueda, general Grant.»
Pilar estaba sentada junto al fuego, con la silla vuelta de manera que podía ver por encima del hombro a los dos jugadores, que le volvían la espalda. Estaba observando el juego.
«Lo más raro de aquí es la transición de la muerte a la vida familiar. Cuando esa maldita rueda desciende es cuando te atrapa. Pero yo me he apartado de ella. Nadie podrá obligarme a subir de nuevo», estaba pensando Robert. «Hace dos días ni siquiera sabía que Pilar, Pablo y los otros existieran. No había nada parecido a María en este mundo. Era seguramente un mundo más sencillo. Yo había recibido de Golz instrucciones claras que parecían perfectamente hacederas, aunque presentaban ciertas dificultades y arrastraban ciertas consecuencias. Creía que, una vez demolido el puente, volvería a las líneas o no volvería a ellas. Si tenía que volver, llevaba intención de pedir un permiso para pasarme unos días en Madrid. No se dan permisos en esta guerra, pero creo que hubiera podido conseguir dos o tres días en Madrid.»
En Madrid se proponía comprar algunos libros, ir al Hotel Florida, tomar una habitación y darse un baño bien caliente. Enviaría a Luis, el portero, en busca de una botella de ajenjo, si era posible encontrar alguna en las Mantequerías Leonesas o en cualquier otro sitio cerca de la Gran Vía, y se quedaría acostado, leyendo, después del baño, y bebiendo un par de copas de ajenjo. Después telefonearía al Gaylord, para preguntar si podía ir a comer allí.
No le gustaba comer en la Gran Vía, porque la comida no era realmente buena, y además había que llegar pronto si se quería comer algo. Y también había por allí demasiados periodistas que él conocía y no le gustaba quedarse con la boca cerrada. Tenía ganas de beber unos ajenjos y de charlar en confianza. Iría, por tanto, al Gaylord, a cenar con Karkov, porque en el Gaylord tenían cerveza auténtica y uno podía enterarse de los últimos acontecimientos de la guerra.
La primera vez que llegó a Madrid no le gustó el Gaylord, el hotel de Madrid en que se habían instalado los rusos, porque el lugar le pareció demasiado lujoso, la comida demasiado buena para una ciudad sitiada y la charla demasiado cínica para una guerra. «Pero me dejé corromper fácilmente. ¿Por qué no comer lo mejor que se pueda cuando se vuelve de una misión como ésta?» Y la charla que había encontrado demasiado cínica la primera vez que la había compartido, resultó desgraciadamente demasiado veraz. «Cuando acabe con esto, tendré muchas cosas que contar en el Gaylord. Sí, cuando acabe con esto.»